I
Triste y aturdido un muchacho se despierta una madrugada, con frío y desesperanza y aburrimiento patológico, se dice a sí mismo para darse ánimos, puedo apoyarme en la gente que conozco, pero se da cuenta automáticamente que no puede contar con nadie. Desesperado intenta hablar con su padre, pero sabe que él tiene poder, que es un hombre poderoso y entonces prefiere no estropearle el fin de semana con sus tonterías, lo único que sí hace es esperar a que se haga de día, se hace un café, inspecciona sus mascarillas y juguetea un poco con su mechero zippo.
Piensa en hablar con su mamá, que probablemente haya despertado temprano, pero sabe a ciencia exacta que le contagiará su desánimo ella a él y que eso no será reconfortante. Se lapida a sí mismo con recuerdos de un pasado terriblemente violento impactante y desagradable, traga saliva, y va a la cocina a prepararse un café. Está solo en un sitio extraño, con gente extraña, y no encuentra paz ni redención en nada que pudiera ocasionarle cierta calma. Han pasado mil años desde que conoció el calor de una familia hermosa y grande, unida y dulce. Ahora todo está destrozado, se dice a sí mismo, todo está destruido, todo aniquilado.
Luego se bebe el café mientras lloriquea un poco y de sus sentimientos nace un deseo, y de ese deseo una nube gris que lo acompañará como el vapor de una locomotora. Las redes sociales le tienen hasta los mismísimos. Bosteza con frío, con los dedos fríos, con la nariz fría, con la decepción metida en el cuerpo. Con los restos de una terrible agonía. Este no es mi lugar, ¿cuál será mi lugar? –¡Ninguno! ¡Acostúmbrate!– delirante y exasperado, hace un ejercicio de valentía, de gestión de las emociones, va a la ducha y a pesar del frío, de los mocos, del insecto químico… a pesar de todo se ducha, que ya es mucho en él.
El agua tibia cae sobre él y mientras inspecciona sus manos y cae el agua sobre su cuello y su cabeza empieza a llorar. Todo se hace más pesado y poco llevadero. Escupe en la ducha, mea en la ducha, se caga en Dios en la ducha. Una ligera sonrisa lo eleva, el agua se hace grotesca y caliente. Y achicharra su piel de forma que, entre tibias lágrimas y orina intoxicada gira el mango de la ducha y deja que todo ese líquido falso le queme la piel. Luego vuelve a girar la palanca y llueve invierno en él. Despierta del todo, no bosteza, se precipita dentro de sí mismo, en un ejercicio de terror: está solo y en casa, pero nada le representa. Un último bostezo lo acompaña. Soliloquios de una mente frágil. Saber qué hacer, la convivencia, el insecto químico evaporándose por toda la ciudad. Y empieza a estornudar.
Se hace de día, tiene una conversación con su padre:
–Buenos días, papá.
–Hola.
–¿Dormiste bien?
–Sí.
–Tengo un problema.
–¿Cuál?
–No me queda tabaco, y cuándo no fumo me vuelvo un poco loco. Y voy a terminar pidiendo en la calle y eso no trae nada bueno. Porque siempre que ocurre eso, termino liado en alguna movida. ¿Sabes? No sé qué hacer, y sé que el dinero no es mío, pero… –silencio, no hay respuesta.
–Pero es un dinero, hijo.
–Sí, lo sé.
El padre deja a un lado todo lo que está haciendo y va a su habitación. Coge dinero y regresa. El hijo tiembla por dentro y suspira un poco avergonzado un poco enfadado y un poco asustado por si ha sido el colmo pedirle dinero de nuevo para algo tan sucio.
–Toma hijo, compra agua también.
El muchacho recibe el dinero, agradece y callado va a comprar dos garrafas de agua y tabaco de liar. Por el camino entiende que se está resistiendo a la pérdida de si mismo. No hay mucho que se pueda hacer al respecto. No hay Dios que pudiera salvarle de semejante desesperanza.
Luego habla en su grupo clandestino, con sus dos amigos sobre lo que le ocurre. Ellos le dan una perspectiva diferente. Enhorabuena, muchacho, has llegado hasta la mañana y probablemente puedas llegar a la noche si sigues así. Aunque nada es seguro, porque sinceramente, no tienes ganas de nada, salvo de quedarte allí, expectante.
II
No tiene ganas de nada. Sale a la calle y sabe que allí no debe tener sentimientos. Respira hondo, se viste bien, y en su nobleza corrupción, le cambian los ojos se le acelera el pulso. Todo se distorsiona en su cabeza y de su boca una sonrisa completa, aguanta la respiración. Suena en su cabeza un delirio, sólo debería masturbarse como un animal durante largos minutos y nada le pertenece. Arquea las cejas, se muerde los labios y pone un gesto obsceno, de su alma mucha belleza, sí, pero en su interior la más terrible de las realidades: hace frío y está lleno de odio.
Camina duro por la ciudad, por la avenida principal. Todo pasa factura. Nada es gratis. Le harán pisar un cebo seguramente. Impresionado, pero retorcido; hambriento pero calmado. Con los ojos de un titán enfurecido. Con los labios de una puta, con las mejillas de un payaso. Sonrojado y cínico. No siente más dudas y sigue caminando duro por toda la ciudad, llega desde la Avenida hasta la plaza más antigua de la Ciudad, luego sigue caminando hasta la secundaria y llega al Centro Comercial. Después hacia el parque de los frikis dónde sólo hay niñatos y gente que fuma porros. Hace frío, lleva una chaqueta de cuero que rompe el frío, y el pecho prácticamente descubierto. Camina hacia una de las esquinas dónde hay bancas y se sienta. Escucha música de hace más de cinco años en el reproductor de música y se sonríe ligeramente. Enciende un cigarrillo y fuma lentamente. Contemplando el cielo y las nubes. Así hasta que se va convirtiendo todo en algo menos aterrador y amable. Perturbado y afónico por el frío y el cigarrillo, no habla con nadie, solo consigo mismo se dice, todo esto es un tanto aburrido, ya no hay color, ni belleza en el mundo, la gente va a lo suyo (por suerte) y las negativas del mundo me hacen querer matarme. ¿Debería ceder al octavo pecado capital, el suicidio? –No tengo ganas de nada, pero estoy completito y lleno de energías, elevado y acelerado. ¿Una recaída? No hay mucho qué contar, rutina, vida saludable, cigarros cigarros cigarros. Sin drogas.
Basura, escoria y mierda. Putas, maricones y violadores. Gente indeseable y putos enfermos que siempre intentan joderle a uno el putísimo día. Cae la noche y el muchacho está cabreado, lleno de supurante odio verdugo verdruzco. Una luz negra ilumina su rostro y empieza a canturrear por dentro alabanzas malditas, significados extraños, esquizofrenias sublimes y deleitosas. La memoria lentamente empieza a desviarse de su significado original. Termina su cigarrillo y se levanta rápido y camina hacia la plaza de la Ciudad otra vez. Allí se encuentra a un grupo de extranjeros que conoce de vista y de algún que otro pequeño festejo ocasional. Son más de 10, como en una excursión de colegio. Se ríe. Y luego se acerca hinchado de poder y saluda con el puño a cada uno de ellos. Incluido al hijo de puta que intentó vacilarlo hace un año. Lo recuerda bien pero es agua pasada. No se va a manchar las manos tampoco. Luego los hipócritas se largan sin despedirse de él. Quedando sólo dos personas. El líder de ellos y un amigo suyo. Sentados de forma chulesca y con arrogancia. El muchacho tranquilo y saboreándolo saca un cigarrillo y se fuma uno con ellos. Lentamente, esperando su oportunidad, a su rollo, pero sin prisa. Luego:
–El líder se gira a él, lo mira a los ojos –qué paso tío –claramente es una falsedad, una burla, luego a todas las frases que dice el muchacho las repite patéticamente, casi rozando lo infantil, casi embadurnando el aire con su peste miserable y salvaje.
–Bien, hermano, ¿y tú qué? Te veo guay, bien vestido, te cortaste el pelo, está crema.
–Gracias, bro, tú también te cortaste el pelo. ¿Quién te lo hizo?
–Esta vez le pedí a mi viejo que me echara un cable.
–Ah.
–¿Y a ti?
–Un colega, viejo.
–Qué bueno –el muchacho ve las intenciones del tipo y decide largarse, se pone de pie y se despide. Y en el trayecto reconoce en otras bancas a dos muchachas también. Las conoce y despacio se acerca a ellas. Las saluda y les invita tabaco. Ellas conversan con él agradablemente. Luego viene un señor a cantar tonterías, a hacerse el guay. Ha contar su vida. El muchacho se mantiene inmóvil y con la mirada fija. Pasa del tipo, no lo conoce y no lo quiere conocer. Al final de su cántico y de sus paranoias mentales, sus putas pajas mentales, de sus mierdas mentales y de su peste mental no deja de mirar a las chicas con deseo y ligoteo. El muchacho observa y no le da ni una sola oportunidad al viejo porque sabe que si lo hace se sentará con ellos y probablemente terminaran hablando los cuatro. Y no le apetece. Tiene cloroformo en el bolsillo interior de su chaqueta. ¿Y si lo enveneno? –piensa.
III
Y entre sonrisas tontas y momentos de felicidad, saca su frasco de cloroformo y fingiendo que se trata de una bebida energética se lo lleva a la boca. Traga el líquido y acompañado de sus dos amigas se queda profundamente dormido.
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