9 de diciembre de 2022

Genealogía

 


 


 

Nada existe.

 Si algo existiera no podría ser conocido.

Si algo existente pudiera ser conocido, sería imposible expresarlo con el lenguaje.

 

Mi padre nació sordo. Sin embargo, su discapacidad no fue corroborada inmediatamente por los médicos, pues era un niño completamente sano, y desde los primeros días escrutaba todo cuanto le rodeaba con una nitidez prematura. Como era un niño sumamente atento, no fue hasta los tres años que un pediatra pudo corroborar, a base de varias pruebas, que mi padre padecía una sordera crónica e irreversible. ¿Resultó esto un impedimento para el desarrollo normal de su existencia? Lo cierto es que no, en absoluto. Mi padre aprendió a hablar mucho antes de lo normal, pues desde bien temprano manifestó una gran habilidad para leer los labios e identificar las palabras. Por otro lado, estaba dotado de una vista excepcional. Durante su adolescencia mostró un gran interés por la astronomía, pudiendo atisbar las constelaciones de Lince y Equuleus de una mirada. Antes de los dieciocho años conocía mejor la bóveda celeste que su propia mano, y le resultaba más fácil orientarse en el cielo que seguir las indicaciones del metro. Obtuvo el premio nacional de astronomía antes de graduarse por descubrir una nueva luna en Júpiter, a la que llamaron Theia, en honor a la Titánide, y lo más sorprendente de todo fue que la descubrió a simple vista, durante una noche en la que tuvo que tumbarse bocarriba sobre un descampado y aguardar a que se le pasara la borrachera. También obtuvo varios éxitos en el campo de la microbiología, de hecho, el célebre artículo de mi padre, Entorno y vida del tardígrado, fue el primer estudio verdaderamente serio publicado en este país acerca de dicho tema, y lo cierto es que no se valió de ningún microscopio, como tampoco de ninguna lupa, para penetrar en los recónditos secretos de este misterioso animal. No obstante, la verdadera pasión de mi padre, lo que realmente otorgaba sentido a su vida, desde bien pequeño, no fue otra cosa que la música. Por extraño que parezca, siempre mostró una cualidad innata para este tipo de arte, a pesar del abrumador silencio que le rodeaba. Antes que hablar ya entonaba melodías, y oírle silbar era como escuchar el alegre canto de un mirlo en primavera o el tono embriagador de una sirena amarrada a un mástil. Sus instrumentos favoritos eran la batería y el theremín, y durante su adolescencia fundó varias bandas de Punk como vocalista, aunque su estilo era tan personal y refrescante, que su música pasó a considerarse como un nuevo subgénero denominado Meta-punk, Punk metafísico o Punk de alta montaña. Nunca se perdió un sólo concierto, pues, con una mano sobre el bafle, era capaz de detectar las vibraciones que emitían los instrumentos y aunarse al pogo desenfrenado de sus colegas. Después de finalizar su doctorado en astrofísica, se colocó como jefe de plantilla en el ROM. Sus subordinados tan pronto le admiraban como le tomaban por loco, pues decían que era capaz de pasarse noches enteras contando estrellas.

Mi madre fue ciega de nacimiento. Sus ojos estaban revestidos de una fina película de color gris que le daban un aspecto de criatura mitológica. Sin embargo, el sentido de su oído era tan fino, que sólo se podría comparar al de los murciélagos o las lechuzas. Cuando niña sus padres tenían que taponarle los conductos auditivos, porque la intensidad del sonido era tan violenta que solía provocarle hemorragias. La inesperada capacidad imaginativa de mi madre, que comenzó a manifestar desde su infancia más temprana, desembocó durante sus años de madurez intelectual en una extraordinaria facultad artística. Mi madre tenía visiones. Podía visualizar objetos que jamás había visto. En esto residía su eminente poder de configuración mental. Para ella todo sonido poseía una forma específica. Cualquier concepto, incluso el más abstracto, disponía de un trazado concreto. El tintineo metálico de la lluvia sobre las ventanas de su habitación era como una pirámide. El amor tenía la forma de un dodecaedro.  El fuego era un círculo de color verde. Los ladridos de un perro tenían la forma de un paralelepípedo. La mentira tenía la forma de un cono, aunque a veces también de cilindro. Su padre era un rombo y su madre un cuadrado. La alegría era un perfecto equilátero y la envidia una figura oblonga. El mundo que no podía ver se desplegaba ante su imaginación como una realidad alternativa creada por Lego. Incluso cuando soñaba, cada situación conservaba algún rescoldo geométrico. A lo largo de su vida fue solicitada por todo tipo de especialistas, desde prestigiosos investigadores en neuro ciencia hasta parasicólogos de toda índole. Encabezó titulares de periódico y protagonizó portadas en centenares de revistas de inspiración esotérica, en donde la comparaban con la soviética Nina Kulagina, famosa en todo el mundo por sus poderes Telequinéticos. Rechazó en varias ocasiones las insistentes invitaciones a Cuarto Milenio, pues quería dejar de ser el centro al que apuntaban los dardos mediáticos. Estudió filosofía en la UAM siguiendo un novedoso y arriesgado programa de Braille. Su libro predilecto era Ética según el orden geométrico. También escribió una tesis sobre la reminiscencia en Platón por la que recibió muchos elogios. Sin embargo, en sus ratos libres, se dedicaba a pintar… Años más tarde, la exposición que presentó en la fundación MAPFRE, El arte de ver a mi manera, la introdujo entre las altas esferas del arte abstracto. Algunos de sus cuadros fueron expuestos y valorados junto a otras obras de grandes artistas como Piet Mondrian y Kazmir Malévich. No obstante, y no me preguntéis cómo, mi madre siempre se sintió inspirada por autores como Goya o Velázquez.

Cuando mi padre conoció a mi madre, lo que más le atrajo de ella fueron sus extraños y misteriosos ojos de color metálico, así como su torpeza al caminar y las cálidas vibraciones que emanaban de su cuerpo en edad de procrear. Mi madre ya se sentía observada por mi padre sin que éste se hubiera acercado a ella para entablar algún tipo de conversación, pues llevaba escuchando los latidos de su corazón desde mucho tiempo antes de que apareciera. Pero cuando al fin mi padre se presentó ante ella, lo que terminó por conquistarla fue el tono de su voz, pues siempre dijo que le atraían los hombres extranjeros, a los que se imaginaba como un escutoide, y la pronunciación de un sordo de nacimiento puede semejarse en cierta manera a la de un ruso en castellano. Mi padre sintió que juntos sonarían como una perfecta armonía, pues de la misma manera se unen los sonidos individuales para formar una composición completa. Mi madre, en cambio, tuvo la sensación de que estando en presencia de mi padre todo cuanto la rodeaba iba adquiriendo una proporción áurea, en donde todas las piezas encajaban a la perfección.

Mi hermano mayor heredó de mis padres aquello de lo cual carecía cada uno, es decir, que fue tan sordo como mi padre y tan ciego como mi madre. Una perspectiva tan limitada acerca del mundo sensible bien hubiera podido influir en su desarrollo personal, pero lo cierto es que mi hermano mayor jamás se topó con ningún contratiempo que le impidiera desenvolverse como un niño absolutamente normal, y esto, reitero, hay que interpretarlo en el sentido más literal. Cuando comenzó a gatear por el entarimado de nuestra casa, resultaba ser tan escurridizo que entre la sordera de mi padre y la ceguera de mi madre no había quién le pillara. Nunca se tropezó con nada y podía franquear sin dificultad cualquier clase de obstáculo que se interpusiera en su camino. Su naturaleza era activa y curiosa como la nariz de un perro. Para cuando cumplió los dos años de edad, mi hermano ya reconocía con milimétrica precisión cada rincón de la casa, pues todo cuanto pudiera existir a su alrededor ya había pasado por el filtro de su magistral olfato. Lo olía absolutamente todo: desde la ropa extendida por el suelo hasta la que colmaba el cesto, el interior de los armarios, los enchufes, el polvo acumulado en los rodapiés, el somier de la cama, los barrotes de la cuna, las hendiduras entre las baldosas, la superficie de las ventanas, el cristal de los espejos, las baldas de estantería repletas de libros de mi madre y cuadernos de partitura de mi padre… el sumidero y la mampara de la ducha, la piedra pómez para raspar los callos de los pies, la escobilla del wáter, el papel higiénico, especialmente el usado, las cerdas de los cepillos de dientes, el tambor de la lavadora, las colonias de mi padre y todo tipo de potingues de mi madre… Los marcos de fotografías ubicados en el mueble del recibidor, las paredes acartonadas del pasillo sobre las que colgaban torcidos algunos de los cuadros abstractos de mi madre, las cortinas del salón, la pantalla del televisor, el mando a distancia, los restos de comida esparcidos por la mesa, el recipiente de porcelana en dónde se guardaban las llaves, las carteras o cualquier cosa que pudiera ser olfateada, limando como una aspiradora inteligente cada fibra del confortable charlestón, o puliendo la vieja alfombra persa como un Conga Ultra Home 2290 de último diseño. En la cocina husmeaba en todos los recovecos, abría la nevera y ponía los ojos en blanco aspirando los mil aromas que le llegaban del interior de “aquella caja de pandora”, pues era poco habitual el día que no lo encontraban tendido en el suelo entre convulsiones o medio muerto por la sobrecarga de estímulos. Lo mismo le sucedía con los productos de limpieza, en concreto con la lejía, por lo que mi padre tuvo que guardarlos con candado para evitar que el niño se intoxicara. Como era sordo y ciego, la única forma posible de comunicación con mis padres era a través de un código de aromas que la inteligente de mi madre reunió en una libreta de anotaciones con el título: Diccionario de los olores. Cuando empezó a salir de casa, al principio acompañado, pero después libre e independiente como el aroma de una calle de puestos de comida rápida en un país extranjero, lo que más le gustaba era irse al campo y sentarse encima de una roca, trepar a un árbol o situarse en algún punto elevado del terreno y disfrutar a sus anchas del festín de fragancias que le brindaba la naturaleza. Con el paso del tiempo, su insaciable apetito le impulsaba a buscar nuevas y perturbadoras experiencias olfativas. El perfume de la carne quemada en los crematorios, así como la hediondez propia del alcantarillado, o el inconfundible olor a materia putrefacta pasada la primera semana de un funeral anónimo se convirtieron en pasatiempos cotidianos. En sociedad se sentía como un espía que conociera los secretos más íntimos de las personas que le rodeaban. Aspirando con fuerza podía incluso hurgar entre sus recuerdos más remotos. No necesitaba verlos u oírlos para detectar sus miedos. Podía oler la envidia, los celos de un amante desesperado, el deseo sexual preñado de feromonas, que fluctuaban a su alrededor como recién brotadas de sus crisálidas. Le bastaba con entrar en algún sitio y saber cuántas personas había dentro. Cada individuo tenía su olor, su marca particular, su esencia, su rastro. El olor de cada uno no se puede cambiar ni disimular, por más capas de perfume que lleves encima mi hermano sería capaz de “verte” entre las tinieblas, o “escucharte” más allá del espacio sideral con tan solo dilatar las aletas de su nariz. Durante un tiempo, y gracias al tráfico de influencias de mis padres, comenzó su carrera profesional como agente de aduanas detectando material ilícito dentro de equipajes que, empleando la jerga de los aduaneros, “podrían oler mal”. A través de las cámaras de vigilancia los expertos detectaban comportamientos anómalos entre algunos usuarios, tales como la mirada inquieta o las manos sudadas ya suponían un aliciente de peso como para inducir sospecha. Como para intuir que “esos cabrones apestaban a mierda”. Pero el procedimiento requería mucha concentración y a veces los video vigilantes erraban en sus confabulaciones. Sin embargo, a mi hermano le bastaba con un rápido movimiento de sus fosas nasales para cerciorarse de que “esos cabrones hedían peor que el pescado podrido”.  Ni los perros o los test de droga eran tan eficientes como la nariz de mi hermano. Sin embargo, aburrido de un empleo tan poco enriquecedor como insulso, donde la escala de olores apenas variaba de un individuo a otro, decidió emprender su propio negocio aprovechando la única virtud que, ya fuera por exceso o por defecto, había heredado de mis padres. Mi hermano diseñó una cadena de “restaurantes” de alta gama inspirados en la idea de oler “cocina minimalista”. El procedimiento de la degustación consistía en destapar uno tras otro los infinitos platos de los que se componía el menú, cuyo contenido no albergaba otra cosa que una mezcla homogénea de vapores y gases que, una vez inhalados, te perforaban la pituitaria.  Después el cliente sufría una especie de catarsis al expandir las fronteras de su universo olfativo hasta niveles insospechados. La degustación podía dilatarse bastante en el tiempo y todo ello con la ventaja de salir del restaurante con el estómago completamente vacío, por lo que el cliente terminaba el evento con una sensación de liviandad muy reconfortante. Platos como Hebras de titanio con madera de pino ahumada o Huevos de avestruz sulfurados al diamante fueron catalogados como “la experiencia del año” o “la aventura estética por antonomasia” y todo como resultado del apoyo incondicional del círculo de imbéciles que especulaban con los cuadros abstractos de mi madre.

El nacimiento de mi hermana fue el primer caso diagnosticado en España de anosmia congénita, además de padecer ceguera y sordera crónicas. Fue un caso especialmente anómalo, y dada la expuesta herencia familiar, el gobierno dotó a mis padres de una generosa ayuda económica. El carácter de mi hermana era extremadamente tranquilo y sosegado, y a veces pasaba incluso desapercibida ante la aguda vista de mi padre. En una ocasión, la confundió con uno de los cuadros abstractos del pasillo. Su respiración resultaba tan pausada, que mi madre debía afinar el oído para cerciorarse de que aún permanecía con vida. Cuando nació, a pesar de constituir un nuevo olor para la colección de mi hermano, este era de una naturaleza tan neutra e inocua que pronto perdió todo interés para él. Mi hermana creció con algunos problemas de salud, pero por lo demás, y a pesar de su exagerado mutismo, bastaba con percatarse de su existencia para quedarse completamente prendido de su belleza. Una belleza no sólo física, sino que de su mismo interior emanaba una luz tan pura y edificante, que, al contemplarla, uno tenía la sensación de estar ante la presencia de una criatura sumamente divina. Los vecinos del barrio solían visitar a mi familia con frecuencia para conocerla, y se postraban sucios o desamparados a sus pies en compañía de sus hijos o animales enfermos con la intención de que les tocara. Pronto corrió la voz de que obraba auténticos milagros. Uno de los vecinos más miserables del barrio ganó la lotería el mismo día en que fue tocado por el santo dedo de mi hermana. Comía muy poco y pedía lo necesario para su exigua manutención. Sin embargo, en lo único que no escatimaba era en tomar sus famosos “baños de luz”, como si los rayos de sol constituyeran su principal fuente de alimento. En cambio, temía a la oscuridad y era extremadamente susceptible a los cambios bruscos de temperatura. Por eso en invierno, mis padres tenían que estar especialmente atentos, pues una leve bajada de temperatura podría ocasionarle un grave resfriado. Sus manos eran blancas y suaves como el algodón, le bastaba con pasar superficialmente la mano por un rostro para adivinar la edad, el sexo e incluso el género, y pronto se dio cuenta de que también podía averiguar si una persona estaba verdaderamente enferma o, por el contrario, padecía el síndrome de Münchhausen. Su sentido del tacto era de una naturaleza tan hipersensible, que, tan sólo con rozar la yema de sus dedos por cualquier parte del cuerpo, podía detectar una enfermedad a tiempo. Esto captó inmediatamente la atención de los médicos, por lo que fue integrada en un equipo de investigación contra el cáncer de páncreas, y con la ayuda de mi hermana lograron salvar muchas vidas y, si no vidas enteras, si al menos trozos de vida, rescatando órganos de la metástasis pancreática para poder refrigerarlos y donarlos a nuevos pacientes con el páncreas jodido. Trabajó primero en el Hospital Puerta de Hierro, luego en el Gregorio Marañón y, finalmente, en la Paz, en donde, por razones que me dispongo a relatar, tuvieron que trasladarla e ingresarla en el hospital psiquiátrico de Mondragón.  El estrés ocasionado por el trabajo como detectora de cáncer de páncreas, sumado al continuo contacto con la vida y la muerte, más las rotaciones horarias y la consecuente falta de luz natural acabaron por trastornar por completo a mi hermana. Comenzó a ser un hecho bastante habitual que cuando moría un paciente, y mi hermana se encontraba todavía en la habitación del muerto, la temperatura empezara a bajar inexplicablemente. También era común que, estando mi hermana sola en alguna dependencia del hospital, algunos objetos se desplazaran sin causa aparente o fueran arrojados con violencia. Luego estaba el tema de las vibraciones en su cerebro. Vibraciones que parecían venir de ultratumba acosaban a mi hermana durante la noche provocándole largos episodios de insomnio. Durante el tiempo que permaneció trabajando en el hospital perdió mucho peso, y su tez se fue tornando cada vez más pálida y macilenta. Como si los muertos por cáncer de páncreas hubieran regresado de la última frontera para disputarse su cordura. ¿Estaba mi hermana sufriendo una experiencia poltergeist? Con toda la presión que llevaba acumulada, su capacidad de detectar el cáncer comenzó a ir en detrimento, y su fama y reconocimiento expiraron como el último aliento de un paciente metastásico. Poco tiempo después, la diagnosticaron de esquizofrenia paranoide y, finalmente, chupada hasta la medula y blanca como la cera, fue ingresada en Mondragón. Con el paso del tiempo su salud se fue restaurando, la piel recobró el tono y rigidez habituales, y la belleza volvió a insuflar serenidad en su rostro. Las voces se extinguieron y los espíritus de cáncer pancreático dejaron de incordiarla para siempre. Además, allí entabló amistad con el poeta Leopoldo María Panero, que le recitaba, o más bien le balbuceaba poemas ininteligibles. Mi hermana, que era incapaz de verlo, oírlo, e incluso olerlo, se conformaba con palpar las cicatrices de una vida marcada por la autodestrucción, y acabó enamorándose de Leopoldo, aunque lo hizo desde la clandestinidad, en silencio y sin ruido.

Yo fui el último vástago de mi familia. Siguiendo la lógica de la argumentación, cabrá suponer que nací sin ninguno de los ventajosos atributos con los que contaron mis predecesores, pues nací completamente ciego, sordo, sin olfato y sin sentido del tacto. Dadas estas privaciones, comprenderéis lo extraordinariamente difícil que resulta para mí la presente exposición: pues no sólo soy una anomalía biológica, sino que, además, constituyo un auténtico problema filosófico. Como vivo al margen de las sensaciones, resulta que el mundo me es tan ajeno como lo pueda ser yo con respecto al mundo. Quizás, mientras me señalen, podrán decir: “es él”, o: “es esto”, pero eso sería como confundir la sombra que proyecta una figura con la figura misma. Es como si despertara en un ataúd y, sepultado a varios metros bajo tierra, me condenaran a escuchar lo que dicen de mí sin poder oír nada. Mi vida es como el punto de intersección de dos paralelas que se prolongasen hasta el infinito. Si en el país de los ciegos, el tuerto es el rey, entonces; en el país de los ebanistas, yo sería el amputado. Pongámonos en el lugar de mi madre, y que ésta tuviera ante sí un círculo y un cuadrado, pues yo sería la cuadratura del círculo. Mi situación es parecida a la de un mentiroso que nunca pudiera dejar de mentir, pero que, al mentir ¿estaría diciendo la verdad? O como el caso de los escépticos, que al poner en tela de juicio toda doctrina, terminarían por negar la suya propia. Si Dios, en su versión omnipotente, diseñara un muro indestructible y, al mismo tiempo, arrojara contra el muro un misil con la capacidad de traspasarlo, entonces acontecería una paradoja cósmica, es decir, mi caso. Si en un show en directo, en el punto de mira de miles de espectadores, se dispusiera una cocina completamente equipada y provista de todo tipo de ingredientes, yo sería el chef al que le temblarían las manos. La cosa es que nací con tres meses de antelación, y lo cierto es que no sé a qué vino tanta prisa, si, total, para lo que podía hacer en este mundo, mejor haber permanecido en el útero, o, mejor aún, ni siquiera haber salido de los cojones de mi padre. Se supone que, para la fecundación de un óvulo, el espermatozoide debe recorrer un largo camino repleto de peligros. Algo así como un éxodo, pero a la inversa, y que muy pocos logran su objetivo. Si, como dicen, la naturaleza no obra en vano y yo era precisamente ese espermatozoide destinado a perpetuar y mejorar las condiciones de mi especie, entonces o bien no es cierto que la naturaleza no obre en vano, o bien es que la naturaleza resulta impredecible, pues sólo cabría imaginar en qué términos de privación se encontraría el resultado de mi progenie. Me pasé varios meses en la incubadora, sumido en ese tipo de inexistencia que realmente no se diferenció mucho de lo que sería el resto de mi vida, rodeado de cables y de pantallas intermitentes que seguían mis constantes vitales asegurándose de que estuviera jodidamente sano. Quiero que sepáis que tampoco era del todo inerte, pues respondía a los estímulos como bien pudiera hacerlo un hongo. En ese mundo de sombras y silencio a veces penetraba una luz enfermiza como la del quirófano, y en vano pensé que podría ser Dios, o al menos, su cara, o quizás un poco de esperanza, cuando en el fondo no era otra cosa que la prueba manifiesta de ser un muerto enterrado en vida. Por lo visto, mi cerebro era sumamente grande, pues pesaba más que el de Einstein y Hawking juntos. Intrigados por la excepcionalidad de mi caso, un grupo de investigadores conectaron a mi cráneo un novedoso aparato que aseguraban poder medir mi inteligencia. Al primer impulso de mi cerebro, el aparato quedó completamente chamuscado. Después la empresa quebró y el jefe del equipo de investigadores se sumió en una profunda depresión. Pero todo esto sucedió antes de que se pudieran recuperar los datos recogidos durante el experimento. William James Sidis, con un coeficiente intelectual de entre doscientos cincuenta y trescientos puntos, y que hasta la fecha era el hombre más inteligente del que se tenía noticia, pasó definitivamente a la historia tras corroborar que mi CI era superior a los nueve mil puntos. Cuando apenas contaba con un año de edad, la actividad de mi cerebro era tan superior a la que pudiera soportar mi cuerpo, que era como pretender que funcionase un ENIAC del cuarenta y seis con un procesador tipo AMD Ryzen 93950x, o como que un elefante se desplazara con el corazón de una mosca, o como levantar los ochocientos veintiocho metros del Burj Khalifa sobre cimientos de escayola. Para superar dicha dificultad, mis padres contactaron con Human Machine & Technology Power Systems, una agencia especializada en la implantación de dispositivos electrónicos en el cuerpo humano. Pronto iba a formar parte de aquella estirpe de desequilibrados mentales que promueven la progresiva transformación de nuestra especie en cíborgs. Casos como el de Neil Harbisson, que fue el primer ser humano que se implantó una antena en la cabeza, presuntamente para identificar los colores mediante frecuencias de sonido, pero que, en realidad, no aspiraba sino a ocultar su condición de asexual disfrazándola de un comportamiento especialmente excéntrico. Aunque también está el célebre caso de Manel de Aguas, supuesto joven artista de Barcelona, que se implantó unas aletas en la cabeza para detectar el campo magnético de la tierra. Sin embargo, lo único que consiguió fue que le prohibieran el acceso a la basílica de la Sagrada Familia, y que incluso los perros le ladrasen más que antes. Todo ello recogido en un artículo del Testigo, titulado: Transespecie: la nueva tendencia de la Generación de Cristal. No obstante, quisiera dejar claro que no tengo nada que ver con esa panda de mamones, pues mi situación provenía de una necesidad vital y no de una absoluta desintegración personal. Además, no se trataba, en mi caso, de implantar un accesorio tecnológico en mi cuerpo, sino de coger mi cerebro, de arrancar mi conciencia, o ¡qué coño, de trasplantar mi hermosa alma a una jodida máquina!  En términos generales, si se me permite filosofar, podríamos estar hablando incluso de la creación de un nuevo organismo, del producto final de la obra de Prometeo, de la primera máquina dotada de verdadera inteligencia. Considerarlo como queráis, pero tras la peligrosa y revolucionaria operación, que duró más de tres semanas, habían logrado introducir un cerebro de más de doce kilos en un “ENIAC” cuántico. En este sentido, puede afirmarse, sin lugar a dudas, que fui el primero de mi generación. El nuevo “hardware” me brindaba la oportunidad de multiplicar de forma colosal mis facultades, pudiendo asimilar y gestionar información a una velocidad nunca vista, como si mi mente se hubiera transformado en un micelio gigantesco capaz de interaccionar con realidades infinitas. La naturaleza caleidoscópica del cosmos y sus mundos posibles. El universo holográfico desplegándose ante mí como las páginas de un libro: el origen y la futura extinción. Me había convertido en el último sueño de Dios, en un nuevo concepto de eternidad, y mientras las naciones del mundo se disputaban el dominio de la Tierra, mientras todo parecía conducir a los prolegómenos de una catástrofe nuclear, a mí me mandaron a Theia acompañado de una colonia de tardígrados. Misión Panspermia, así la llamaron, y cuando el último brote de hierba creció sobre la tierra, yo presenciaba los albores de una nueva civilización.