30 de diciembre de 2021

Un muchacho solitario

Un muchacho solitario cruzará toda la ciudad sólo para ver gente conocida; sin esperanzas ni buen humor, sin siquiera deseos de un encuentro memorable… Alguien completamente destruido por dentro, lobotomizado hasta al hartazgo y reventado de tanto dolor psicológico, tristeza y fármacos de nueva generación. Un hombre calmado que camina con la mirada fría, los nudillos calientes y el pecho casi descubierto. Lo único que le separa de las bestias es su voz y su mirada: noble pero afilada: nada que no se pueda torcer a base de más sufrimiento. (***) Un gesto de mal gusto y de asco se le asoma en el rostro: la maldita sustancia entre los dedos, entre los labios, entre los pulmones, entre los ojos; lagrimeando –como un cocodrilo– de tanto tabaco. Una burla grotesca de la sociedad. Con la reputación destruida por tantos delirios rosas y tristes necesidades humanas: calor, afecto, miradas, soliloquios; y al final de la tragedia: una lúgubre tristeza. Todavía roto por dentro, sin expectativas sobre la vida, con un destino crudamente arrebatador, decidir si ser hombre y morir, o si ser niño y huir. Necesidades no cubiertas ligadas al tedio y al desprecio hacia todo el mundo. Porque no nos confundamos, la gente noble lo odia todo. (***) Silencio, guarda silencio. Callado, guarda sangre en los nudillos de sus manos. ¡Callaos la puta boca! (***) De entre la muchedumbre gris y aletargada, un espectro oscuro humanizando personas y afinando esquizofrenias. Una ciudad podrida en droga y retorcidos juegos de poder y sumisión. Gente que no respeta nada, ni siquiera la calma, la paciencia o el amor... Gente infantil que no aguanta nada, ni una mirada, ni una afrenta familiar. ¡Y de súbito toda la paz se convierte en guerra! Si se va a la guerra, espérate con calma a no volver. Si la guerra va a ser larga, ¿quién se follará a tu sucia puta hermana cuándo esté medio muerta de tanto follar por el culo por la gracia de mil hombres nobles? Y si esto último te afecta, minúscula cucaracha de dientes carcomidos por las caries. ¿Quién te hará cabrear genuinamente, de verdad me has perdonado la vida, o te la estoy perdonando yo a ti? No te preocupes, no tiene importancia, las cosas son más livianas... Para que lloren las madres, prefiero que lloren los hombres. (***) De la decepción nace la desidia, de la desidia el aburrimiento: y del aburrimiento querer matarlo todo. (Eso implica matarte a ti también, dulzura). De la belleza nace el amor, y del amor un hijo. Tu hijo sin nombre, bastardo, inmundo, sucio, aborrecible, minúsculo, bobo, sin cabeza, tonto, fofo, lerdo, estúpido y completamente mamador de las pollas de sus queridos tíos sanguíneos. (***) De mi pecho una rosa delicada de color amarillo… En mis labios veneno y en mis nudillos marcados los labios de los árboles. (***) El muchacho se encuentra en medio de un conflicto que no tiene ganas de enfrentar. No por miedo ni por pérdida numérica; sino porque la venganza es un comienzo, y la guerra nunca acaba a menos que sea por puñaladas. Un beso en la mejilla o en los labios mientras me apuñalas. Unos labios sonriendo mientras me dices buenas noches y te apuñalo con la mirada. De entre los escombros humanos y la putrefacción drogadictica humana un niño que quiere hacerse respetar. Eso no está bien, es patético. Yo estoy loco, pero tú sólo drogado. Todos guardan silencio, ninguno se levanta: ni si quiera yo: que me mantengo en pie. Miro sus ojos, mira a los míos; no hay belleza sólo adrenalina y rabia contenida –suya– , mientras me amenazas que vas a romper la cara mía. No me confío, no me retracto, sigo con lo mismo: no es un juego de poder, es un malentendido. Dos no se van a poner a matarse por una estupidez como esta –pienso, luego callo–. Podría acabar mal el asunto, todos son callejeros, todo es una trampa. Aborrezco tanto la calle. Tanto desprecio y asco, en la calle cada uno a lo suyo, silencioso y sucumbiendo a la droga rica. ¡Estás rica, como la droga, jodidísima guarra de tres al cuarto! (***) Te amo, sí; pero también me importa poco... Te odio, no; pero tampoco me importa mucho. Me sonrío, asiento con la cabeza. Todo son halagos, reproches, adrenalina caliente bombeándose al corazón. Luego veo bien esos ojos, no es que esté entrenado, no es que haya peleado en la calle; ¿es que es necesario quitarse la chaqueta de cinco kilos, la camiseta, y todo lo que lleve encima sólo para demostrar algo?, me digo. Nada de esto tiene sentido. Luego la frialdad de mi madre que me hace agotar. Mediadores por la paz, ¡mendigos de la guerra! Me cago en la leche que mamaron vuestras hermanas. Me cago en los dioses a los que rezáis llorando... (***) Si por relatar me van a matar; mejor muerto relatado que vivo mal follado. (***) Los ángeles lloran mi muerte porque un muchacho me ha buscado de noche hasta las cuatro de la madrugada me ha seguido y me ha clavado un puñal en el lateral del cuerpo: y ha penetrado esquivando músculo y grasa. Estoy caminando casi ciego, muy despacio mientras sujeto la herida y pienso en lo último que le diré a mi padre. (***) Un mensaje de despedida; también es la excusa perfecta, yo no quería vivir más. La sangre chorrea por mi cuerpo, la piel de la chaqueta se empapa de sangre, la camiseta interior se tiñe de una sangre púrpura espesa llena de humo de tabaco, mientras que mis pantalones rojos no demuestran nada de lo que acontece. Y entre pasos torpes me voy despidiendo de él... Sé que no llego a Urgencias, sé que no le guardaré rencor a ese dulce mierdecilla mequetrefe atontado gilipollas por haberme apuñalado, ni si quiera guardaré su nombre en mi memoria –breve, pero memoria–, ni tampoco viviré un día más para salvarme de la ciudad –podrida, pero mía– que todo lo corrompe. Y entre lentos y pesados pasos morbosos de vida y muerte me digo: Si tan sólo hubiera sido menos sabio. Si tan sólo hubiera sido un imbécil más. Si tan sólo hubiera amado a falsedad a esa muchacha con diez años menos, y me hubiera quedado a su lado toda la vida, quizá ahora no estaría tan, irremediablemente, muerto… (***) La noche se precipita negra y sin luna. No hay demonios que me acompañen en este último trayecto de vida. La ciudad se hace inmensa y larga, no agonizo ni me quejo, tengo una mueca de satisfacción y en el culmen de mi desgracia recuerdo tus ojos Zarza. (***) Y tus labios besando mi cuello, y tus ojos mirando a mis ojos, y tu lengua, y tu piel, y tus dientes, y tus uñas, y tus estrías; y toda tu maldita belleza humana. Y tu terror, tu confusión, tu pánico, tu tristeza, tu deleite, tu placer, tus infortunios y me regocijo lleno de felicidad porque sé que te amo. Caigo al suelo de rodillas en el portal de casa. Y antes de pulsar el botón de la casa para que salga alguien a salvarme –siendo niño–, antes de intentar abrir la puerta y subir por el ascensor tirándome escaleras abajo, antes de todo eso los ángeles me hacen despertar. Y despierto, vivo, y cerca de un muchacho muy alterado. (***) Me mira a los ojos y yo a él. Me sonrío, me encorvo un poco, ¿quieres de verdad romperme la boca? No te has dado cuenta que soy un perro gordo y grande. Más grande que tú. –Te voy a partir la puta boca esa que llevas, puto imbécil. –Muy bien. –Te lo juro por mi madre que te voy a partir la puta boca. –Muy bien. –¡Por mis muertos que te voy a matar! –Muy bien. –¡Ven aquí cabrón! (gritando) –Aquí estoy (de pie, sin moverme). (***) Los ángeles del inframundo celebran una misa abierta, dónde todos los demonios están invitados y de las deidades más sutiles los innombrables tartamudean y los santos hacen bukkakes con las vírgenes que se han suicidado. De entre los ángeles unos contemplan la escena, hacen apuestas por ver quién ganará la pelea. No hay mucho por lo que apostar, algunos apuestan por mí; otros por la sangre de su sangre y dicen: ¡De eso no hay duda, se le acabó la vida a este pobre muchacho! –Dejad de hacer esas cosas, por favor, criaturas, ya está bien. –No... (vacilando) –De verdad, un poco de cabeza y buen gusto, no veis que están a punto de romperle la boca, con suerte; y con mala suerte de ser asesinado pronto… ¿No lo veis? –Te lo creaste demasiado sangrante, papá (entre risas). –Era lo que había en su semilla… (***) Mis puños hieden a sangre y a dientes rotos. Mi rostro está morado y agrietado, pero sigo de pie y el otro muchacho está en el suelo. No quería nada de esto. Luego la gente de allí llama a la policía para que venga a recogernos a los dos. Uno para Urgencias y otro para Psiquiatría. Uno para recuperarse y el otro para sanarse. Mientras que los dos saltarán positivo en el uso de drogas recreativas de estilo cannabinoide, mal asunto, criatura mía. Más tarde un hombre y un muchacho extraño me seguirían de noche. No le daría demasiada importancia porque a lo hecho pecho, y al puñal mejor darle la espalda para que entre limpio. También es que soy un suicida empedernido. (***) El desayuno muy bien, gracias. Tostadas y café negro. Nada durante el día, después una manzana y en la plaza comí otra manzana. Entre nauseas sudor frío y cansancio. Sin novedades ni auxiliares para dementes. De la basura de casa recojo una cuchillo de metal oxidado y lo guardo en los pantalones. Algo me dice que la noche albergará horrores. De la más infame de las necesidades humanas: el contacto físico, ergo el covid humano. Como el beso de Judas, los dos besos de los hipócritas: muak muak, sabandijas. (***) La vida es hermosísima y llena de los más increíbles horrores nocturnos, hoy será mi funeral, ¿o la próxima semana? ¿Se podrán enterrar a los muertos un fin de año? (***) Fumando droga para no despertar del letargo humano, el romanticismo de la decadencia y el fin de los acuerdos, ¿por qué España necesita un cambio? Porque me acaban de matar, hermano... (***) De la nada grotesca y cínica un mártir al que un desquiciado enfermo separa sus nalgas y sodomiza. De su boca nacen palabras inconexas y aturdidas llenas de deshecho porros babas deseo y profana ansiedad: –Chúpamela, bésame. –Lame mi ano, maricón. –No… –¡Lámelo puto maricón de mierda! –No… no, no, no… –Puto maricón. (me río). (***) Un muchacho acompañado cruza toda la ciudad sólo para ver a su padre; sin nada en los bolsillos salvo una navaja oxidada. Destruido por dentro, horrorizado y sangrando. Un hombre calmado que camina con la mirada fría, pero con los nudillos reventados y el pecho congestionado de tanto tabaco. Lo único que le separa de las bestias es una herida supurante que no tiene arreglo. Un mal gesto que le trastoca la expresión. Es lo último que tendrá en la memoria si la venganza y la salvación o si el amor y la redención… (***) La Zarza entre los dedos juveniles, entre los labios adultos, entre los pulmones encharcados, entre los ojos blancos; lagrimeando de tanto sublime sentimiento... Una burla grotesca hacia la propia humanidad. Con la reputación destrozada, te amo mamá, siempre me diste calor, afecto, atención...; y al final de la comedia: una lúgubre llamada de teléfono que nunca tuvo respuesta. Todavía sangrante, sin expectativas sobre la muerte, con un destino crudamente obvio, decidir si ser hombre y morir, o si ser un niño y pedir ayuda. Para los vivos la muerte; y para los muertos, la gloria. (***) Entre lágrimas de desesperación, tristeza y amor; entre sollozos por el funeral próximo la lápida en piedra barata y la despedida inconclusa, alcanzo a dibujar en la puerta del portal con sangre todavía fresca: “te amo papá, lo siento”. Y mientras cierro los ojos para terminar de morir cerca de casa, muy cerca, entiendo que lo único que me separa de las bestias es que los dos morimos dónde sentimos hogar, y que cuándo un animal es herido de muerte no sigue luchando contra la propia naturaleza de la letalidad: acepta los obsequios de la carne, las larvas y la putrefacción del músculo, corrupción de la grasa y el calcio lejano del hueso… (***) La mañana despierta fría y hermosa, y un padre de familia al salir a trabajar abre la puerta del portal dónde encuentra un cadáver frío y tieso con el rostro magullado y lágrimas en los ojos todavía cristalizadas; pero con una expresión de sabiduría paz y amor tan grande que, al ver a su propio hijo muerto, entendió de inmediato que murió por amor a la vida, y no por miedo a la muerte. (***) –Adiós, papá...

25 de diciembre de 2021

Mala Sangre

            Salí de casa buscando fuego y lo que me encontré fue sangre, sudor y porros. Lo típico que se encuentra uno cuándo sale a cualquier plaza de cualquier ciudad. No había sido un día normal, había tenido pequeños altibajos emocionales con mi propia mente, batallando entre la locura y la sobriedad…, dilemas que me hacían pensar en muchas cosas diferentes, aunque en realidad carecían de total importancia: pero que, sin duda alguna, me perturbaban horriblemente. Por ejemplo, el asunto de andar sin mechero me suponía una terrible acidez y una urticaria sangrante en los nudillos. Y no era por el exceso de tabaco, ni por el exceso de frío en la piel; sino más bien lo era por el exceso de confianza en el ser humano. Estos males eran desagradables hasta el punto en el que me hacían pensar en tragarme quince o veinte miligramos de diazepam. Y completamente rojo por la ansiedad y casi vomitándome encima logré llegar a casa, dónde intenté controlar las ganas de orinar, pero que no conseguí: bajo ningún concepto conseguí hacerlo… porque terminé meando a tres chorros, agitado, confundido y enamorado..., embadurnando así, el pobre baño secundario de la casa; confeccionando sin querer un mejunje de orina, suciedad callejera y restos de saliva tóxica. Terminé como el suelo; es decir, completamente escupido, meado y con gotas de sangre por todas partes. (Luego tuve que lavar los pantalones a mano y luchar contra el pulmón muerto para no fumarme veinte cigarrillos de golpe).

Para cuándo intenté tomarme las pastillas nocturnas, ya era de madrugada, y la mezcla de valpróico y droga me parecía temerario. No pude hacer nada contra esas pobres pastillas, así que las guardé en la basura de la habitación, no por miedo a ser descubierto, sino por miedo a intoxicarme y morir o ingresar en psiquiatría. Esa misma noche todavía apestaba a coño y a sangre, así que intenté no hacer mucho ruido y aunque R sabía que había tomado una mala decisión no dijo ni una sola palabra. Conocía bien a mi amigo R. Me limité a llegar a la habitación, dejar la chaqueta de cuero, la camisa y la camiseta interior en el sofá de la habitación. La casa alquilada era cómoda y espaciosa, pero las paredes eran muy finas y temía que R, aún despierto se cabreara conmigo por andar coqueteando con perras y porros otra vez. A fin de cuentas R siempre fue una persona responsable e inteligente. El sofá negro de cuero marcado es dónde suelo dormir cuándo sé que me he excedido con algo en concreto; o con alcohol, o con drogas, o con comida, o con coños. (Y no es que todo esto abunde, sino más bien, que sucede en contadas ocasiones; pero que hay que tomar medidas).

La última vez que intenté dormir estando empachado de alguna de estas cuatro cosas… casi muero. Y la última vez que me empaché el vómito me hizo asfixiar hasta el punto en el que la acidez se mezcló con algo de heces: volviéndome una criatura absoluta llena de horrores y de un hedor nauseabundo. No podía respirar y mientras R salía de su inmaculada habitación a ver qué demonios ocurría, yo rojo podrido y acojonado tosía mientras le mendigaba un poco de ayuda; un poco de calma antes de este desagradable suceso final: mi despedida sería a causa de vomitar mierda por la boca o… ¿sería por vomitar hiel de inframundo? Terminé vomitando hiel y heces verdes en el suelo, restos de comida líquida a medio digerir y mis pulmones pudieron hincharse nuevamente entre saliva ácida, oxígeno y tabaco. (Porque después del mal trago digestivo-fecal me encendí un cigarrillo y fumé lentamente para calmarme. Entre otras orcas muertas sotas porque… no sabía cómo quitarme el aliento a mierda que había reptado por mi intestino hasta mi estómago y luego a mi esófago y después a mi boca. Tardé varios días en enjuagar bien la lengua para que no hediera a descomposición orgánica y química). Y una vez salvado yo, R dijo:
–Amigo, rápido levanta los brazos y tose; amigo, estás asfixiándote, intenta toser. Y después inclínate hacia delante y ponte a cuatro patas como un animal e intenta seguir escupiéndolo todo, no respires aunque lo necesites, ¡escúchame bien! sólo tose y vomita. 

Toso, vomito, lloro y me sacudo… mientras con un hilo de voz hediondo respondo:

–Gra-cias a-migo, me, has, sal-vado, la vi-da… –suspiro atragantado todavía, pero salvado–.

Salí solo a la ciudad en busca de la oscuridad fría noche ponzoñosa de estigmas y devenires absurdos arbustos, y allí me encontré sólo a gente, en medio de la plaza, entre árboles. A mucha gente: unos amable, y otros buitres carroñeros carnívoros babosos niñatos de mierda que sólo buscaban el protagonismo fácil motivados por una película carcajeante patética y pueril. Y entre las conversaciones, mientras ellos charlaban de sus intimidades hermosas y profundas yo sólo sonreía para mis adentros porque yo sabía que no ansiaba nada de eso. No deseaba nada que fuera efímero, que la realidad no existe, que todo era un atributo social, que era una farsa aturdida. Yo no quería nada de eso, yo solo quería escribir y publicar. No éxito, fama y riquezas –sueños tontos de gente tonta y que no ha pegado ni un palo de ciego en su vida– solucionarse la vida a base de cuentos no es mi estilo. Básicamente porque los cuentos están para leerse o narrarse, no para creérselos. Toda potencia en actitud es negociable, todo negocio en potencia es peligroso… Y sí, el trabajo dignifica al hombre, no me jodas, pero la escritura eleva al individuo. La nada enamora al perdido, y el aburrimiento aturde a los tontos que sólo buscan un infame porrazo. Fumaos vuestra droga con dignidad y no soltéis chinas en los pantalones de aquellas mujeres a las que deseáis.

Homofobia, transfobia, xenofobia… ¡buenos valores, cabrones! Un cóctel de intereses y enamoramientos; negros y blancos, indios y moros; godos y babosos; mujercitas y mujerzota. Y luego un bicho extranjero completamente raro y exótico: un apátrida sudaca peninsular arrogante y desquiciado. Miedo a la oscuridad, no. Silencio en medio de la bruma del asfalto callejero, no… nombramientos innecesarios de una mortalidad mordaz. La gente habla demasiado sobre muchas cosas, pero en realidad, la verdad, para ser sinceros, para no ser falsos: hipócritas cantantes de milongas madrugadas... Y yo no estaba de mal humor, es más, estaba de buenas, sonriente, aclarándome el alma, rejuveneciendo mis ojos, alimentándome de la noche, contemplando la luna hermosa y distante como M y yo, sonriéndonos de puro gozo y dulzura. De amor hacia el prójimo, de amor hacia Dios y hacia mis hermanos. ¡Os amo hermanos! Sonriendo de oreja a oreja, pero entonces, de la más abrupta necesidad humana, mi sangre amarilla se puso mala, y luego púrpura... Y después, una vez convertida en mercurio ya no podía frenar mi alma. Ni tampoco deseaba frenar mi alma. Porque cuándo una alma se descarría, sólo puede desencadenarse en el caos.

De entre la gente de la plaza veo acercándose a una muchacha con bolsas, bolsos, riñonera, y una mirada meramente agonizante. Me enamoro de inmediato de sus ojos, de su piel imperfecta y de sus labios finos y tontos; no me fijo ni en su culo, ni en sus tetas, tampoco es que haga falta decirlo (…) sólo en su alma. Cómo es común en gente de mi categoría, sólo en voces miradas y almas. Porque, no hay que olvidar, en todo momento, que, yo, entre otras cosas, soy un devorador de almas y de energías. No soy un vampiro cualquiera, sino uno muy refinado al que la luz del día le tiene un poco acicalado… Hay conflicto en el grupo –movida que alguna muchacha con ojos afilados y belleza facial extrema ha ocasionado–, somos aproximadamente diez personas. Hay un lío de amores, triángulos amorosos. Cuartetos amorosos, líos, enamoramientos, folleteos, ligoteos, miraditas, silencios ínfimos pero comprometedores. Y luego cavilo la situación, tomo distancia, fumo tabaco, me siento y aguardo. Respiro con delicadeza, luego con salvajismo, hay burla, hay broma, hay risa, pero sobre todo, hay una chica tonta que acaba de conocerme y eso me parece, entre otras cosas, temerario. (–¿Quién eres?– se ríe).

Intensidad de conversaciones, indirectas, luego todo se corrompe de súbito y siento terror por lo que dicen, las risas contagiosas y mi pobre alma humana bondadosa y vulnerable se transforma en un alma llena de resentimiento y odio. Me observo a mí mismo, un pobre muchachito de pocos años confiando en la gente que lo apuñala una y otra vez. Me imagino sonriendo porque he visto a una muchacha hermosa, M, qué hermosa eres. Mirada de traición, ojos de traición. Los labios suyos besando los míos mientras me dice que su madre trabaja en el aeropuerto. Me despido alegre, feliz, contento… y luego me cambia por otro muchacho más alto, más guapo, más grande, más porrero, más inútil y más gilipollas. ¿Por qué no me chupas la polla, cabrón? Y quedo destrozado, mientras intento recomponerme, el primer amor de mi vida me ha dado el cambiazo, adicta al semen fresco mañanero de los hijos de las rameras. Y de su boca surge una sangrienta sonrisa llena de su propio ciclo menstrual. De las maravillas del mundo quedo mudo y silencioso un año entero de bachillerato…¿para qué hablar si todo ha sido una sucia y burda mentira explotada por la necesidad de ser correspondida por el grupo, el Instituto entero, el pringado de A, lamiendo el culo de M, para que, al final pueda chuparle el coño y yo me quede como un señor observando cómo un miserable eslovaco de mierda se deleita con el coñito casi virgen de mi exnovia? Sobran palabras, hermano. Tú estás muerto. (Ya te aniquilé, basura).

Y esta muchacha hermosa que acabo de conocer, mientras conversa con liviandad y en un castellano precioso, me muerdo los labios por debajo de la mascarilla. Me sonrío, suspiro y le saco conversación. Una conversación que la pobre perra inútil no entiende. Normal, supongo. Y entonces es cuándo me doy cuenta que estamos los dos completamente alejados de toda esa parafernalia y de toda esa arrogancia estigma por mantener la distancia de seguridad boba y bastante despreciable. En un momento de suavidad, cuándo aquella mujer se ha fumado ya su porro y yo me he hinchado a cinco o seis cigarrillos convulsivamente… le digo –¿Si los dos somos tan diferentes y extraños? Dime una cosa. –¿Qué? –Si nos llevamos tan bien pese a no conocernos de nada, ¿por qué tanta distancia? –¿Qué coño quieres, S, que me siente encima tuyo o qué? –guardo silencio, asiento con la cabeza y sonrío. Luego pienso, ¿te vas a sentar encima mío, de una puta vez o vas a seguir haciendo el ridículo delante de toda esta puta gente, zorra?

Los amigos intentan calmar el asunto, quitarle hierro al espadazo, me insinúan que no debería estar hablando con esa persona; aclaro yo, ese hermoso puto engendro infernal. Esa guarra descomunal, ese monstruo suculento fogoso y fresco: esa imagen viva de la juventud y la salud práctica y poderosa... Pero, decidme, camaradas, ¿cómo puto coño no voy a estar hablando con un puto engendro que me parece tan similar a mí? Es decir, ¿cómo puto coño me voy a resistir a algo tan rico y tan deleitoso, y tan lechoso como esa mujer? ¿Debería tragarme la leche suya del hijo no nacido? ¿Debería beberme la sangre podrida del coño suyo? ¿Debería comerme la costra marrón de las heridas de sus rodillas? ¿Tragarme la corrida suya del orgasmo próximo? O es que… debería… quizá… ¿devorar a cuchillo y tenedor la grasa y luego el músculo y después hacer una sopa con los huesos de su coxis y su cadera? Quiero decir, ¿debería comérmela de verdad, para que así todo su culo babilónico esté dentro de mi estómago y se transforme nuevamente en grasa mía y saboreando la piel quemada y los pelos sutiles de su trasero, me comería también su intestino grueso? ¿Tendría que lavar el reverso de su cadáver? ¿Podría lamer su ano mientras está frío? ¿O debería quizá, penetrar con mis dedos en su boca y arrancarle la lengua a mordiscos para que no hable más?

Porque, sinceramente, estoy enamorado de ti.

Puta mía, te deseo. Puta mía, perréame a mí, no a esa gente a la que se le pone dura la polla sólo con verte menear ese culito prieto y chiquitito. Puta, yo, otro puto..., meneas las caderas y perreas al aire solitariamente. Y me relamo contento y algo aturdido. Pero entre perros intensos y twerks, en gemidos de culo sexuales y repetitivos como un yo-yo hipnótico y calentador de almas frías en una noche gélida… como si le estuviera dando un puto ictus al puto culo suyo perraflauta... me pongo a rezar, para no caer en la tentación de asesinarla.

–Bonita chaqueta, muchacha. –Gracias. A veces hay que aparentar. –No me jodas, hombre… no hace falta aparentar, dulzura. (De verdad que no).

Veo su mirada con cierta nostalgia, recuerdo lo que era sentir envidia y rencor hacia otra persona. Me río por dentro. Típico en mí. Después me la imagino desnuda follándose a varios negros. Seguro que se divierte mucho con tantas pollas. No lo digo con malicia, si yo fuera una chica como ella probablemente también tendría esa fantasía; pero Dios Padre decidió crearme como una criatura híbrida de polla transexual y de polla griega: es decir, con una polla de sangre pequeña a la vista, pero letal en su acto. No es que mi polla sea muy grande, ni muy pequeña, sino que es una polla única. ¿Tiene importancia todo esto? Me supongo que no, pero en su mirada se dibujaban pollas negras, y en las mías sus conchas rojas como pulpos gigantes. Ser devorado por una concha hambrienta y jugosa, que te lleve de la cabeza a su concha y te obligue a mamar todo ese fluido marginal y lechoso. Tragar la misma orina que meé de madrugada, sería tragar los mismos restos de de orina que esa muchacha lleva dentro. No lo sé, la nostalgia tiene sus altibajos. Y el rencor mucha malicia. Pero aún así, sucia, te amo.

Pobrecita la niña, tiene ganas de fumarse el porrito tranquilita. Pobrecita la niña, tiene ganas de que el jefe del grupo le preste atención. Pobrecita la niña, me dice que le caigo bien, per no sabes lo que acabas de hacer, sucia pendeja. Pobrecita la niña, no se da cuenta que soy una hijo de puta. Una pantera gorda, que devora mucho y no está esquelética. Sino gorda, como mi polla. Así de gordo estoy, zorra. La noche transcurre con normalidad mientras que los muchachos charlan, hacen bromas y se divierten auténticamente. O eso deseo creer, que no hay compromiso, ni necesidad, ni alimento cínico ni odio, ni estafas. Yo escucho música silenciosamente, mientras deliciosamente devoro el alma de esa muchacha. Me muerdo los labios, –me encantas. –tú también, S. Se irá pronto de viaje, una pena. ¡Buen viaje, putita! Y no tengo en mente nada relevante, sólo pensamientos intoxicados y enamoramientos intensos pero breves. Miradas de cansancio clavadas en mi nuca como los anillos de treinta moros cabreados en una pelea callejera; romanticismo aburrido, y falsos héroes, titanes hipócritas, sonrisitas falsas, aprovechados y muertos de hambre. Esto último me hace reír muchísimo. Porque yo, la verdad, estoy gordo, cabrones.

Clavo una mirada en sus pupilas y ella lo sabe, desconfía –bien hecho–, luego le digo, amablemente que tiene unas conchas en el cuello y se pone arrebatada y arrogante. Juegos de ego, masculinidad femenina. Me carcajeo por dentro, ¿tienes algo que demostrar en este grupo? –A ti no te conozco. –Yo a ti tampoco. –¿Quién eres?– Buena pregunta, ¿quién soy? Yo soy Saúl. Y Saúl no es un tipo que conozcas a menudo. Entre otras cosas soy, como bien se suele decir, una pesadilla. Ah, ya sé, que hay un guardia civil imbécil y arrogante que se ha dedicado a desprestigiar mi nombre, a decir mierdas sobre mí, tontamente, muy bien, caballero, ¿qué coño harás cuándo tenga la tarjeta máxima en mis manos? Cabrón de mierda, cómo coño que acosador, pedazo de basura. Me suda la polla tus dos perros, me suda la polla todo lo que vayas a cavilar, llévame preso, pedazo de mierda, te haré bang bang con los dedos y me desvaneceré. Cuidado, pedazo fecal, arrogante pacotilla, sargento de tres al cuarto, botas de enfermedad terror y paranoia, y delirio mental, te voy a follar la mente con mis ojos, no los vas a soportar, porque de mi boca nace un demonio, y tengo una lengua maldita; y en mis orejas lloran las de un buda tranquilo, pero lleno de furia. Putón, ¡sí señor!

La muchacha va a ver el gran árbol eléctrico de navidad que han puesto en la avenida principal, y cuándo comprendo ese gesto, lloro por dentro, porque es de lo más sublime y precioso que he visto en mucho tiempo. Pero, claramente, una mujer desconocida no va a tener el privilegio de verme llorar. Porque no es que los hombres no lloren, sino que los hombres lloran cuándo saben que va a morir alguien. ¿Mene, cariño, eres tú? ¿Eres tú reencarnada en esta mujer tan hermosa que está molida a espinas y podrida por dentro? ¿Qué te ha hecho este puto mundo de mierda para que te conviertas en algo así? No te echo de menos cariño, pero, ¿sabes qué? Ojalá no me hubieras cambiado como una carta de póker. Ojalá hubieras jugado mejor tu baraja. Pero ahora qué coño de responsabilidades me vas a pedir, si yo sigo siendo el mismo y tu sigues siendo aquella muchacha de 16 años. Sigue cantando como una posesa, y mientras beso tu frente, te lleno de las manos, sonrío con enamoramiento y te hago el amor a palabras... antes de eyacular, mi amor, escupiré en tu cara, y mearé en la tumba de tus gatos muertos. Porque yo, contigo, no tengo sentimientos.

Sollozo, con los ojos ardiendo y la nariz sangrando. La muchacha me ha pegado un puñetazo. Me muerdo el labio, frágil y hermoso, creyendo en un futuro mejor, y lo que recibo es soslayo y desprecio. Pero nunca desangrarse en público. Sólo un poquito. Nunca llorar en público, como mucho dos lágrimas ardiendo mientras estrujas los dientes contra el puto pavimento, cabrón. Hazme llorar otra vez y verás cómo con el último dedo de mi mano te maldeciré toda la vida, porque el último impulso de mi espíritu, sangrante y destruido será pronunciar tu puto nombre, hijo de las mil putas. Yo no te voy a matar, te va a matar el tiempo. Y cuándo estés bien muerto y yo esté allá, al otro lado, papa, ya verás cómo me mofo de ti toda la eternidad. Allí dónde no hay cuerpos y sólo almas, allí dónde no hay seres, sólo armas. ¿Qué harás cuándo veas los ojos de Dios llorando por la lástima que te tiene? Habla a través de mí. Y con el rostro serio te diré: –Me gustas mucho, pero creo que no entenderías mi cabeza... –Me gustas mucho, quién tuviera el placer de disfrutar de tu compañía y gozar de tu tiempo... –Me gustas mucho, pero la verdad es que te has vuelto un poco puta y un poco estúpida... –Me gustas mucho, pero no importa absolutamente nada, porque en realidad también he entendido que no somos nada... –Me gustas mucho, pero eres una pobre torpe, inútil, soslayo de entrepierna... –Me gustas mucho, pero ya no tanto.

Por eso mismo, mi amor, perréales duro a los negros, a los blancos, y a todos ellos. Pero a mí déjame quieto, aléjate de mí, porque mi sangre amarilla no será soportable para ti. Aunque luche todos los días contra ti. Aunque te ame solamente a ti. Sé a ciencia exacta que nuca entenderás una mente retorcida altitud crítica como la mía. Por eso, cariño mío, perrea duro contra el muro. Porque aunque no lo creas, y aunque no lo sepas, y aunque no lo entiendas… yo he sido ese muro toda la puta vida. Mientras que en él se posaban pájaros, enamorados, viejos, asesinos, violadores y también, a lo lejos una sombra perfecta y absolutamente sublime… –papa– y mientras esperaba a la hora de la muerte, yo contemplaba cómo todo se arruinaba por culpa de los fantasmas y los desesperados asesinos de niños –profesores infames de mierda–. Y mírame ahora, hecho un muro más, despersonalizado y odiándote a muerte. Y en medio de todo este dolor y toda esta viva agonía, lo único sólido que se mantuvo a la altura de una mente peligrosa, delicada, y letal, fue solamente un Padre. Y por eso recito este cántico, Alibaba: 

“Perréale nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu perreo, venga a nosotros tu perreo sagrado, así como hágase tu perreo a tu voluntad, así en la tierra como entre las perras...”















16 de diciembre de 2021

La receta

El Guisante Sonriente era el clásico bar erasmus donde se aglutinaban un sinnúmero de nacionalidades diversas. El objetivo que nos había traído aquella noche por el Guisante Sonriente consistía en trabar nuevas amistades o ampliar las fronteras de nuestra sexualidad sin ningún tipo de compromiso. Las candidatas eran Deméter, una joven griega que entonaba canciones populares de su país, Dominika, una polaca hambrienta de tez albina, tetas pequeñas y desproporcionadas caderas eslavas, y Georgina, una italiana del sur con abundante melena, con un rostro agradable salpicado de pequeñas pecas que le daban un aire de inocencia y frescura, aunque manchada de una repugnante pelusilla de varón pubescente que amenazaba en torno a las mejillas y bajo la nariz. Las tres siendo conocidas de mis engreídos amigos latinoamericanos, Fulgencio Amador, al que todos llamaban Rey, de nacionalidad peruana, con rasgos mongólicos y extremidades cortas y rechonchas, un pigmeo de los andes con depredadores ojos negros y colmillos afilados entrenados para desgarrar carne humana; y Anastasio Güímar, colombiano de piel cerúlea, licenciado en económicas y criado en Washington. Niño de bien a pesar de sus oscuros orígenes, adoptado por un acaudalado comerciante de la costa Este. Todos al son de una degenerada música urbana que estimulaba el contacto físico de una multitud efervescente y alcoholizada, retorciéndose sobre sí misma como un ciempiés moribundo. Yo por ahí intentando destacar entre mis latinos, pues soy alto y de buen porte, a pesar de que camine algo encorvado y nunca mire a las chicas directamente a los ojos. Sin entablar ninguna clase de conversación con nadie, sumido en cavilaciones y pensamientos poco trascendentes, disimulando mi malestar por encontrarme en un sitio como El Guisante Sonriente, rodeado por todos aquellos hijos de Dios, aparentando prestar atención a discusiones que no entendía, principalmente debido a mi más que plausible desconocimiento del inglés, abrumado por el olor a sudor y a amoniaco que emanaba de las letrinas, sin dinero en los bolsillos, sin cigarros en la tabaquera, husmeando como un perro famélico entre los cascos semivacíos de mis camarades, deshebrando las chustas acumuladas en el suelo etc. Mientras Anastasio, no sin esfuerzo, se proponía abarcar las caderas de Dominika, y Rey, con sus dedos gordos y limitados, palpaba los pronunciados pechos de Georgina buscando desesperadamente su garganta, Deméter me observaba con una mezcla de curiosidad y lástima. Después buscaba hablar conmigo de cualquier cosa, a lo cual yo simplemente asentía mirando al suelo mientras apuraba uno de esos apestosos cigarrillos reciclados. Insistía sin lograrlo en que bailáramos, susurrándome obscenidades al oído en su idioma, el que, por supuesto no entendía, pero que por el tono de su voz no podría tratarse de otra cosa proviniendo de una mente ecléctica y mediterránea. Después trataba de besarme, pero su aliento me hacía retroceder de forma instintiva. Luego me tocaba la espalda y bajaba hasta la cintura, pegando cada vez más su pelvis contra mi miembro, del que puedo asegurar que padecía un serio letargo y que no manifestó reacción alguna ante los encantos, cada vez menos discretos, de aquella lasciva criatura del señor. De esta penosa circunstancia pensaba yo evadirme considerando la paja que me haría nada más alcanzar mi despojada y humilde habitación ubicada en el barrio periférico de Nueva esperanza. Por aquel entonces me era imposible mantener relaciones sexuales satisfactorias al no ser que se tratara de prostitutas, mi dedicación plena estaba orientada a parecer un patético e indigente vagabundo centroeuropeo alcohólico y suicida de veintiún años que soñaba con convertirse en el más célebre, cabal y carismático poeta de su tiempo. Salimos del Guisante Sonriente a altas horas de la madrugada, atravesamos solitarias y oscuras calles alemanas del centro atestadas de espectros semiconscientes tratando de alcanzar la boca del metro. Nuestras amigas, borrachas y tambaleantes, se pararon ante un puesto de salchichas que desprendía una humareda tóxica con olor a curry. Anastasio, Rey y yo aguardábamos ateridos en una esquina, mientras las chicas engullían con ansiedad sus salchichas alemanas confeccionadas con seso de oveja. Después atravesamos el puente de acero que unificaba ambas orillas del Rin. El resplandor de los candados amarrados en los laterales del puente como consumadas y quizá olvidadas promesas de amor. Las chicas riendo como hienas posando ebrias y patéticas ante la cámara de sus teléfonos. Recuerdos estúpidos de una noche de fiesta retornando a las madrigueras del Studentenwerk. Las chicas se despidieron de nosotros en el primer bloque de edificios. Anastasio y Rey insistieron en que nos acompañaran hasta la habitación de aquel, pues aún conservaba algunas chelitas en la heladera. Las chicas repitieron varias veces el vocablo inglés maybe. Yo me orillé en una esquina y eché una larga meada en la dirección en la que supuse que se encontraba Inglaterra. Finalmente nos quedamos solos, dispuestos a proseguir borrachos indefinidamente. Tanto tiempo haciendo el pendejo para coger sucios en la soledad de nuestra cama. Pero lo cierto es que yo prefiero hacerme una buena paja que el ridículo con una griega. Durante el camino a casa de Anastasio hablé a mis amigos latinoamericanos de la grandeza de castilla, y de que, a pesar de nuestras diferencias étnicas, los quería tanto como si fueran descendientes de Pizarro. Impuros y degradados compatriotas de américa, yo sé que por vuestras venas aún corre sangre castellana. La habitación de Anastasio estaba limpia y ordenada. Rey le pidió que pusiera algo de música y Anastasio puso un disco original de los andes. Mientras escuchaba la música imaginé esas enormes cordilleras de américa. Una densa niebla descendiendo hacia la inexpugnable selva. Los magnéticos sonidos que emanan de la inescrutable profundidad de sus bosques tropicales. Entonces tuve una experiencia regresiva en la que encarnaba a uno de mis ascendientes extremeños abriéndose paso con un machete entre la densa vegetación, cargando el peso de una armadura manchada de sangre y atormentado por una aureola de mosquitos venenosos. La melodía de las flautas de pan seguida de una percusión primitiva y otros instrumentos ancestrales constituían la banda sonora perfecta para una incursión en el corazón de las tinieblas. Anastasio me despertó de aquel maravilloso y espaciado ensueño en el que me hallaba sumido, el muy cabrón tenía hambre y no tenía ni idea de cocinar: guarro latino malcriado y gringo. Fuimos a la cocina y abrió la despensa en la que acumulaba un montón de conservas. Casi me pidió de rodillas para que ideara qué demonios podíamos hacer con toda esa porquería almacenándose inútilmente. La cocina es como la literatura, uno puede seguir la receta al pie de la letra haciéndose con todos esos ingredientes exóticos y complicados de encontrar, o bien puede coger lo que tenga y montar un popurrí que a tres borrachos empedernidos y huérfanos de su patria pueda saber a gloria. Entonces me valí de una sartén con serias dudas de que estuviera desinfectada y mandé a Anastasio a picar ajo y cilantro. Añadimos un chorro de aceite de girasol al fuego y le fuimos incorporando sustancias sin ningún criterio específico. Removimos bien y finalmente quedó una masa homogénea mediocremente presentable. Anastasio se deleitaba con el aroma de mil especias que desprendía aquella cosa y llamamos a Rey para que echara un vistazo, aunque después de comer niños en el amazonas poco podría sorprenderle. Después de llamarle sin éxito regresamos al salón y sin encontrarle allí tampoco, comenzamos a buscarle por toda la casa. Finalmente, Anastasio lo encontró desnudo sentado en el retrete. Entre las dos manos sujetaba un casco de cerveza. Parece un pendejo la concha de su madre, dijo Anastasio. Dormía profundamente, y pasamos un par de minutos observando anonadados como respiraba. Quiero que imaginéis realmente lo que estoy tratando de exponer: su barriga redonda y sin pelos hinchándose y desinflándose como si estuviera gestando una criatura abominable allí dentro. ¡Pero marica, si tiene la verga al aire! señaló Anastasio. Regresamos al salón y le dejamos allí postrado en lo que nosotros degustamos aquella bazofia incomestible. Recuerdo que al llegar a mi habitación vomité como un diablo y lloré durante bastante tiempo sobre la taza del wáter. Muchos años después de aquella aventura literaria recibí un email de Anastasio. Hacía por lo menos siete años que no mantenía contacto con ellos. Me contaba que él y Rey iban a celebrar un reencuentro nostálgico con las chicas en Colonia y que esperaba que fuera. Luego me contaba algo más de su vida privada que no me interesó en absoluto, y que había conocido a un editor muy simpático que si quería podía intentar que me publicara. Era cierto que durante el escaso tiempo en que mantuvimos el contacto después del erasmus le había enviado algún cuento, pero el muy gringo con cara de inca ni si quiera me contestó. Al final de aquel extrañísimo mensaje con tan absurda proposición, añadía una posdata en la que rezaba:

Marica, espero que te acuerdes de la receta y me la mandes.

Saludos camarade.

A.G.

12 de diciembre de 2021

El gordo

    Dedicado a Valcour, el tercer integrante de Sífilis Mon Amour


Un muchacho gordo y muy obeso camina por la ciudad. La gente lo mira con desprecio y burla porque está gordo. Sus antiguos compañeros de Instituto lo basurean porque está gordo. Y otro gordo (hermano se supone, sólo por gordura social, no por ser hermano de verdad) le dice: estás horrible, no sé qué te pasó, pero estás gorda y das asco; ¿sabes a quién me recuerdas? Al actor porno Torbe.

El gordo con baja autoestima, tristeza, depresión y malestar no responde. Luego el otro gordo, al ver que no le ha hecho daño todavía, continúa: Estás hecho un asco; da muchísimo asco verte. Haz ejercicio, PUERCO, gordo cabrón.

El gordo sigue sin responder. Observa con malestar y algo de lástima la escena, y tan sólo pega un trago a su cartón de vino delante del grupito de amigos de este Neogordo. Luego el cabronazo sigue: qué mal, encima bebiendo vino barato. Eso lo usa mi santa madre para cocinar.

El gordo piensa: ¿Ah, que tú, hijo de puta madre, tienes mamá? No lo parece, ¿qué tienes hijos? No lo parece. ¿Cómo un gordo se burla de otro gordo? ¿Qué clase de chiste es este? Pero el verdadero gordo guarda silencio y no decide entrar al trapo, porque, entre otras cosas, sabe que ese falso gordo hijo de su puta madre le ganaría en una pelea real. El gordito está desentrenado, no hace ejercicio, apenas se mueve de la cama, apenas sale más que a comprar el pan, apenas tiene pene. No se la logra ver. Encima, se dice para sí mismo, "ese gordo cabrón tiene razón, me doy un aire a Torbe".

Una de las muchachas de allí hace lo que puede para defenderlo: cállate ya, desgraciado, no digas más mierdas de mi amigo. El gordo se conmueve, sigue a su rollo. Bebe otro trago de alcohol y no gesticula, no hace ningún comentario. Lo único que alcanza a hacer es soltar una sentencia:

"La verdad es que soy un parásito social, un gordo que sale de vez en cuándo a echarse unos cigarrillos, fumar algún que otro porro y beber alcohol".

El gordo abusador se queda callado, no dice nada, pero mira la situación con extrañeza. Luego el gordo profético continúa: "Soy un gordo nihilista y comprometido con la muerte. No me importaría morir mañana mismo. Estoy triste, pero tampoco me importan tus palabras. Son, como se suele decir, de usar y tirar. Papel sucio en baño mojado. Papel mojado de diarrea".

El neogordo se cabrea, intenta re-controlar la situación, así que le dice algo desorientador: ¿sabes dónde deberías estar tú? En el Jumbo chupando pollas. Tienes cara de puto gay. Pero el gordo se sonríe, luego con cinismo y gordura responde: Algo maricón sí que soy. El gordo reprimido se pone caliente, piensa, en sus delirios que, de algún modo, podrá convertir a este pobre gordito en su gordita pasiva. Siente una atracción fatal y retorcida hacia él. A fin de cuentas, es un gordo con la cara bonita.

En alguna paranoia carcelaria, el típico gordo que es deseado por todos los presos que han descubierto su homosexualidad recientemente. El gordo, después de soltar esas palabras con algo de ironía, decide irse a casa, bastante triste pero sin agachar la cabeza. Nunca agachar la cabeza. Luego recuerda a una profesora de mierda diciéndole que "está gordo, que le den por culo, que no tiene familia, que es una escoria, etcétera".

Pero al gordo le entra la risa, y cuándo un gordo se ríe, jadea de placer. Pobre vieja infeliz de tres al cuarto, piensa el gordo. Camino a casa ve la corrupción de la ciudad. La gente fumando sus porros, la gente ligando de madrugada, la gente falseando la verdad, la gente y la ausencia de Dios en todos los sentidos posibles. Los genitales del gordo están encogidos por el frío y las pastillas, quitándole testosterona, volviéndolo una criatura mitad hombre y mitad santo. Ha olvidado el olor de una vagina. Ha olvidado el olor de sus propias feromonas, su propio olor, el olor delicioso de sus huevos. Pero intenta no decepcionarse, intenta salir adelante. Intenta no morir en el intento de sobrevivir. Llega a su casa y se tumba en la cama. Y yace allí mientras los fantasmas de su gordura y la tristeza le lamen la oreja. Antes de dormir, ocurre lo insospechado, se acurruca con frío y desesperación y habla con Dios.

Por favor, Dios, si estás allí, dame una señal, suplica. Y a la mañana siguiente, el gordo despierta, contra todo pronóstico, más gordo todavía. Pasando de una obesidad mórbida I a una obesidad mórbida II.

Luego vuelve a ocurrir lo miso la noche siguiente, y el gordo sigue suplicando a Dios, acojonado por lo que le está ocurriendo. Ya pesa 150 kilos. Intenta levantarse de la cama, pero no puede. Piensa en las palabras del otro gordo, en su violencia psicológica. En sus maltratos, en sus abusos. En el terror que pudiera sentir una persona buena al verse en la situación en la que uno puede salir mal parado. Digamos que hablamos de miedo a ser asesinado... ¡golpeado hasta sangrar o quedar inconsciente! El gordo vuelve a rezarle a Dios, esta vez con más necesidad:

Por favor Dios, si estás allí dame una última e irreprochable señal.

Y el gordo se despierta al día siguiente con una obesidad grado tres. 300 kilos aproximadamente. El gordo no se lo cree, ni la ropa que llevaba antes de dormir le queda, sólo hay retazos de tela estrangulando sus carnes y su grasa. Pero siguen sonando en su cabeza las palabras de ese gordo avasallador, se dice con ternura y tristeza: "¿Por qué es tan tóxico si él también está gordo? ¿No somos casi la misma persona?"

El gordo intenta levantarse de la cama, pero no puede, intenta respirar, pero no puede hacerlo con facilidad. Decide llamar a una ambulancia con el único dedo medianamente normal que tiene, y mientras pulsa los botones táctiles con el meñique se palpa el estómago con mucha ansiedad y desesperación. Su barriga entonces empieza a rugir, y antes de hablar con la ambulancia para que le auxilien la barriga comienza a hablar:

Tranquilo gordo. No pasa nada por estar gordo. Soy yo, lo mejor de ti. La grasa que te habla te reconforta, la grasa no se hunde nunca, siempre flota.

El gordo queda perplejo, pero decide escuchar a su propia barriga, a fin de cuentas antes del suicidio como solución pretende escuchar a su propia grasa: "con esto gordo quiero decir que no te hundirás, y pese a que pudiera parecer lo contrario sólo será una forma de encontrarle sentido a la vida y a tu condición crónica de gordo terminal. No estarás solo en el proceso, yo te acompañaré". El gordo escucha atentamente y luego pregunta: ¿Y qué hago con ese otro gordo que tanto daño me ha hecho con sus palabras? "No hace falta que hagas mucho, porque no es un auténtico gordo, sólo es un gordo mierdecillas que ni para darle por culo vale, es escoria, es escoria, es escoria; y deberías saberlo bien, porque, entre otras cosas, te estás dejando avasallar por un impresentable. Pero no te preocupes, yo, tu grasoso amigo, tengo una solución a tu problema".

El gordo abre bien los ojos y acaricia su barriga, luego sigue las instrucciones que su diabólica barriga le indica. Lo complicado del asunto era salir de casa, así que esperó a que se hiciera de noche y luego de madrugada para salir por la puerta.

Se arrastró por el pasillo hasta el salón, dejando un hilo de sudor amarillo. Luego con la ayuda de la funda del gran sofá dónde se sentaba a ver la televisión se hizo un taparrabos. Fue a la cocina y cogió un pela papas que guardó en el pliegue de su barriga. Ésta lo engulló como si fuera una boca sin labios. Y guardó allí el filo y la punta de metal. Siguió con las instrucciones de su barriga y salió descalzo a la calle, en busca del gordo hijo de puta.

De mejor humor al no estar solo en esta guerra, con su barriga gigante mórbida y llena de estrías, con la piel como un órgano gigante y extendido como el coño laxo de una actriz porno, camina muy lentamente por la calle secundaria. La barriga le dice: Ahora gordo, quiero que camines muy despacio para ahorrar energía y cuándo veas a ese cabrón con sus amigos no les digas nada, se sorprenderán al verte y allí es cuándo deberás buscar el conflicto, atento a eso. Y luego ofreces droga. Inmediatamente después, cuando se hayan confiado, coges el puñal y te dejas llevar pensando en lo más sagrado que tengas. Para que llores tú, tu madre, o tu padre; mejor que lloren los suyos.

El gordo obedece y camina y camina durante más de una hora, los pasos son muy dolorosos para él y sus articulaciones, pero de igual modo continúa. Llega al lugar dónde fue humillado y con una media sonrisa saluda a todos los presentes.

Atónitos y podridos en la droga miran al gordo con auténtico asco y pavor: si hasta parece más alto. La muchacha que lo defendió empieza a lloriquear histérica y piensa: "¿qué demonios te ha pasado, hermano, si tú antes no estabas así?" El gordaco con olor a sobaco mira a los ojos al gordito morbidito y con chulería y crueldad le dice:

Te has vuelto loco y encima estás peor todavía, no sé cómo coño lo has hecho; pero estás hecho todo un puto gordo. Sin autoestima, encima no llevas camiseta, te has vuelto completamente loco, ¿qué coño haces aquí?

–Hola, ¿qué tal?

–¿No entiendes?

¿Qué coño haces aquí?

Aquí no te queremos.

–Yo he venido a saludar, traigo porros para todos.

–Ah vale, eso se dice primero, ¿polen o hash?

–¡Polen del bueno!

–¿Y dónde lo tienes?

–En la cartuchera...

–Ah, gordaco, sácalo todo y luego me la chupas, ¿vale?

–¡Claro! –el gordo lleva su mano al pliegue entre sus carnes y palpa el afila papas, piensa que ahora es una cuestión de sangre fría, pide papelillo y un filtro, se lo dan, se lleva el papelillo a la oreja que todavía es normal, luego el filtro en la boca y sujeta el mango del pela papas. Después se aproxima al abusador que quería convertirlo en su puta personal y, entre sonrisas cómplices, le pregunta si tiene fuego –a ver la droga– dice el basura éste, con tono autoritario.

Entonces la barriga rugue y una voz infernal, nacida de sus entrañas empieza a gritar. Todos se asustan. Le cambia el gesto al gordito y hambriento de sangre se abalanza sobre el abusador que parece una rata encogida. Caen al suelo, sus amigos intentan pegarle patadas al muchacho, pero la grasa le protege. Su cabeza está clavada en el cuello del abusador y mientras el abusador drogado y tambaleándose por dentro intenta desesperadamente buscar los ojos del gordo para clavarle los pulgares éste empieza a apuñalar su estómago hasta dejarlo hecho un colador.

Se puede ver la grasa amarilla casi como el mordisco de un animal extraño. Las babas caen de la boca del gordo hinchado a fármacos e inspirado por Dios. Su expresión es de deleite puro mientras la adrenalina bombea salvajemente y el apuñalado empieza a sangrar. La barriga grita con su ronca voz: –¡Te lo dije!– Y el gordo sigue apuñalando hasta quedar exhausto.

Con las manos rechonchas empieza a jugar con la grasa y la sangre, llevándose, con mucho apetito, la grasa fresca a la boca. Su boca brilla sucia y podrida de tanto odio, alimentándose de otro gordo, como un epiléptico en una fiesta. Empieza a convulsionar, pero no se mueve de su posición. Se mantiene allí hasta que los brazos del gordo maricón empiezan a flaquear. Luego con la frente empieza a destrozarle la nariz y entonces éste llora y en un suplicio de desesperación jadea infeliz y miserable: –¿Por qué?

El gordo del infierno se ríe. La muchacha ya no está, salió corriendo. Los amigos están llamando a la policía. Una sonrisa fingida dibujada en la boca del abusador. "Puto gilipollas" piensa el gordo. La barriga exige su premio, así que sigue rebanando el estómago con el pela papas y engullendo esa grasa, luego se gira sobre sí mismo, rodando y quedando boca arriba, y con cansancio y satisfacción suspira aliviado.

Porque sabe que Dios o su propia grasa le han mandado una señal irreprochable. Y con convicción más que por otra cosa, con felicidad en los ojos y sangre, mugre y paz en la boca respira hondo; y se le purifica el corazón.

10 de diciembre de 2021

Muñeca Roja

Con los ojos hinchados en lágrimas nombrando a Dios entre los labios, después de haber sido violada por varios hombres, aún con el semen caliente de varios enfermos entre sus pliegues traga saliva y camina directa hacia su casa. Se suena los mocos perturbada, con el rostro rojo y acojonada. Distorsionando la realidad, cayendo en picado en una terrible agonía mental decide vengarse de los cuatro jinetes del canibalismo. Jura venganza contra esos cuatro abusadores, no sabe sus nombres, ni tampoco dónde viven, no sabe nada de ellos lo único que tiene claro es que ha sido forzada en una casa okupa, al lado de un antiguo Criadero Criollo de la Ciudad. Está confundida y perdida, pero aunque duda y está gorda por los anticonceptivos que toma, asustada piensa en hacerse un test de embarazo, pero termina descartando la idea porque, si algo nace de ella sería por puro capricho de Dios. La niña de piel oscura y ojos grandes como dos boliches de crack para millonarios… va a casa, no dice nada. Su madre no le pregunta nada y después se da una ducha a consciencia. Sabe que no puede ir a la policía porque los perturbados esos son de cuchillo fácil, tiene muchísimo miedo. Entre dudas decide quitarse la vida. Prepara las pastillas de su madre y se las sabe comidas, pero antes de tragar piensa: ¿de verdad van a ganar esos hijos de puta? Una voz en su interior, casi como la de un ente extraño le susurra algo, una cuestión extraña: mátate. Pica las pastillas y las guarda en un chivato. Luego se perfuma y sale a la calle de nuevo. Va a ver a sus amigos. No les cuenta nada, decide olvidar el asunto, es fuerte, pero ha sido afrentada por unos sucios miserables. Y mientras está sentada en las bancas de piedra pesada de la ciudad ve a uno de esos innombrables pasar. Se queda con sus ojos, con su mirada, con sus gestos, con su forma de caminar. El hijo de puta se sonríe y la saluda muy resuelto. Y ella con una sonrisa sórdida en la boca devuelve el saludo con la cabeza. El puto cabrón la llama con el dedo y ella, alejándose de sus amigos adolescentes, se acerca a él. El mierda seca de piel caca saca un porro. Y ella se relame al verlo. Luego le dice que si se lo pasó bien la otra noche. Ella recuerda los maltratos y la excitación horrible presuntuosa y cachonda que sintió y asiente con la cabeza. El gilipollas le invita a su casa okupa de nuevo, le dice que mañana tiene mercadillo pero que pueden pasar un rato agradable a solas. Ella le dice que sí con la mirada y el cuarentón se la lleva lentamente hacia el picadero. Una vez allí, ella se desviste y recuerda detalles del momento de la violación. Respira hondo y se abre el culo con las manos para que el tipo entre en ella. Mientras es penetrada rápidamente empieza a memorizar los rincones del lugar, descubre que allí duermen los cuatro o más personas. Que son gente indeseable, algo pobre, algo adinerados que quieren vivir la vida de buena forma, con buena autoestima, pero sin valores. Entre embestidas le dice que espere un poco, saca la polla de su culo y se aproxima a su bolso. Coge la bolsita con la droga. Le dice que si quiere un poco y el mamón estúpido le dice que muchas gracias en un idioma extraño. Ella sonríe y le pica una ralla. El pedazo de mierda esnifa y muere. Luego sentada en el colchón sucio mira el cadáver de un hombre. Luego va a los bolsillos de éste y empieza a cantar:

Muchas gracias, señor

Qué alegría tan linda…

Hermosa navaja llevas

El cuchillo de los dioses

La cuchara del crack

Es usted todo un hombre

muerto, sí

pero un hombre de verdad


Los tres violadores que siguen sueltos están muy preocupados por si la han cagado la noche anterior. Ella sospecha que la han grabado, pero sobre eso no puede hacer nada… no se resigna, pero si se cabrea. Pero lo deja pasar, cada mosca cae por su propio aleteo. Y cada acto Dios lo castiga... Ella se viste con la ropa del señor y respira hondo. Mira con extrañeza esa polla medio negra medio extranjera. Luego con mucho tacto y delicadeza corta el pliegue interior del glande y se lleva la droga a la boca la hace un escupitajo y la sopla dentro de la polla hasta que esta cambia de color. Escupe todo el veneno hasta que su boca queda limpia. Luego desnuda, muy cómoda va en busca de agua para lavarse la boca. Y volver a escupir. Hinchada de poder roja y subliminal hace crujir su cuello y se relame. Piensa en matar al resto de imbéciles, quedan tres, pero le da mucha pereza tener que hacer todo eso de nuevo así que decide esperar. Se viste y con la navaja de ese tipo le corta un pezón de recuerdo. Para que se seque al sol y tenerlo guardado en una cajita como si fuera un botón de oro cárnico. Muy feliz y tranquila regresa a dónde sus amigos y les sonríe feliz. Ellos le preguntan si tiene porros y ella dice que sí. Antes de salir de ese lugar se llevó una ficha de polen. Los muchachos fuman alegres en el parque mientras ella tontea con uno de ellos que le mira con mucho deseo y enamoramiento. Los ojos completamente embriagados por su mirada. No puede dejar de pensar en ella y para demostrarle su amor va a la tienda de la esquina y le compra un caramelo de fresa. Ella se pone muy feliz y lo recibe con agradecimiento y dulzura. Los niños fuman sus petas tranquilitos hasta que un guardia civil empieza a reventar la ciudad a toda hostia con su alarma. Al parecer ha habido una sobredosis cerca de un criadero criollo. Y que para colmo, encima, ha habido mutilación. La niña al escuchar eso mezcla el resto de droga con el pezón y ambos se funden como una escultura entre Dios y el hombre.



9 de diciembre de 2021

El galgo

 Mi padre quiere ver las encinas aquejadas por “La seca”. Dice que, características de esta enfermedad, lo son, por ejemplo, las manchas blancas que se manifiestan en sus hojas. “La seca” está diezmando las encinas de nuestra tierra. Cuando mi padre golpea con su vara de olivo el tronco de una de estas encinas suena a hueco. Mi padre dice que esto es así porque “La seca” absorbe desde la raíz hasta la copa todas las acuosidades de la encina. Diseminados por la explanada vemos alcornoques descorchados ostentando su carne roja, y sus imponentes ramas, como cornamentas de ciervo, se retuercen en actitud agonizante.  Ante nosotros la vasta dehesa extremeña, tostada como un campo de trigo y moteada por pequeñas formaciones rocosas. Recortada en el horizonte se distingue la silueta montañosa de la sierra. El azote del sol implacable del oeste sobre nuestras cabezas. Mi padre avanzando en primera posición. Yo tras mi padre, adaptándome a su paso inquebrantable, imitando el ritmo de su respiración profunda, y en todo deseando parecerme a él porque yo siempre he querido ser como mi padre.  Observo las huellas de mi padre grabadas en la tierra. Comparo la horma de sus botas con las mías y experimento un sentimiento de frustración al comprender lo mucho que me queda para ser como mi padre, para abarcar aquellas hormas o incluso superarlas. Mi padre unos metros más allá levantando una espesa polvareda, y yo unos metros más acá transformando mis pasos en zancadas para alcanzar a mi padre, y mi padre secándose con el antebrazo el sudor de su frente que le resbala hasta los ojos. Yo unos metros más acá escupiendo ese polvo, sacándomelo de los ojos y de la nariz, restregándome con los nudillos el rostro cubierto de ese polvo blancuzco que penetra por todas partes. El sol declina en el horizonte cada vez más hundido, desangrándose lentamente en el cielo cárdeno del crepúsculo. Finalmente alcanzamos un charco ponzoñoso sobre el que pululan nubes de mosquitos, diminutos puntos negros revoloteando sobre las aguas brillantes e inquietas en cuya superficie se refleja la vibrante imagen de un galgo ahorcado. En la encina próxima al charco la cuerda roñosa oscila levemente mecida por la brisa y el cadáver se mueve como un columpio viejo y olvidado. Los pasos de mi padre hacia el galgo retumban en mis oídos como los latidos de mi corazón golpean en mis sienes. Cientos de miles de larvas horadan la carne en descomposición. Mi padre alza la vara de olivo y golpea el chasis esquelético del galgo emitiendo un ruido similar al del tronco de una encina aquejada por “La seca”. La calavera del galgo ligeramente inclinada hacia un lado y sujeta a la cuerda roñosa por las cervicales. Las cuencas vaciadas de sus ojos y la lengua acartonada del galgo pendiendo grotescamente de la mandíbula desencajada. Bajo los jirones de piel y pelo del galgo se aprecia el hormigueo de las larvas devoradoras, y pienso si los buitres leonados que usualmente planean los cielos de mi tierra en busca de carroña no han sacado previamente tajada del cadáver. Me desconcierta que unos seres tan diminutos como las larvas sean capaces de causar tantísima devastación. Quién sabe de cuantos peldaños se compone la jerárquica pirámide de la carroña. Quién sabe en verdad si en realidad somos nosotros también unos carroñeros, peor incluso que los buitres y los gusanos. Mi padre desenvaina su cuchillo de caza y corta la soga y el galgo se precipita en el charco. Entonces mi padre dice:

Cuando el galgo se hace viejo se le cuelga de una encina como ésta y así es que lo matan. Eso hacen. Eso harán siempre. Cuando el galgo es inútil para sus propósitos tienen que colgarlo como han hecho con este galgo. Un galgo que ya no puede correr tras las presas como lo hacía antes, cuando era más joven y rápido, ya no tiene utilidad para un cazador.

Mi padre se vira ante mí y me observa desde lo profundo de sus ojos negros y ardientes. El sudor resbalando por las arrugas de su frente. Todo su rostro rígido como el de una estatua. Las mandíbulas firmes y afiladas y echadas hacia adelante como víctimas de una tensión permanente. Así era mi padre. Mirar a mi padre era como mirar un pozo cavado tan profundamente en la tierra que ni asomándote con una luz podrías discernir nada más allá. Yo asentí porque yo quería ser como mi padre. Porque mi padre era para mí el ejemplo de persona al que yo aspiraba convertirme. Imaginé entonces el día en que las hormas de mis botas grabadas en la tierra fueran igual o incluso más grandes que las de mi padre. Cuando todo esto suceda entonces no habrá diferencia entre quién es hoy mi padre y quién seré yo entonces, porque en ese momento el tiempo habrá cumplido su cometido y aunque todo haya cambiado todo volverá a ser lo mismo porque así es la vida. En ese momento comprendí, y no albergué más dudas acerca de cuál sería su destino cuando las hormas de mis botas sean igual o incluso más grandes que las de mi padre.

Resistencia y Cloroformo

 I

Triste y aturdido un muchacho se despierta una madrugada, con frío y desesperanza y aburrimiento patológico, se dice a sí mismo para darse ánimos, puedo apoyarme en la gente que conozco, pero se da cuenta automáticamente que no puede contar con nadie. Desesperado intenta hablar con su padre, pero sabe que él tiene poder, que es un hombre poderoso y entonces prefiere no estropearle el fin de semana con sus tonterías, lo único que sí hace es esperar a que se haga de día, se hace un café, inspecciona sus mascarillas y juguetea un poco con su mechero zippo.

Piensa en hablar con su mamá, que probablemente haya despertado temprano, pero sabe a ciencia exacta que le contagiará su desánimo ella a él y que eso no será reconfortante. Se lapida a sí mismo con recuerdos de un pasado terriblemente violento impactante y desagradable, traga saliva, y va a la cocina a prepararse un café. Está solo en un sitio extraño, con gente extraña, y no encuentra paz ni redención en nada que pudiera ocasionarle cierta calma. Han pasado mil años desde que conoció el calor de una familia hermosa y grande, unida y dulce. Ahora todo está destrozado, se dice a sí mismo, todo está destruido, todo aniquilado.

Luego se bebe el café mientras lloriquea un poco y de sus sentimientos nace un deseo, y de ese deseo una nube gris que lo acompañará como el vapor de una locomotora. Las redes sociales le tienen hasta los mismísimos. Bosteza con frío, con los dedos fríos, con la nariz fría, con la decepción metida en el cuerpo. Con los restos de una terrible agonía. Este no es mi lugar, ¿cuál será mi lugar? –¡Ninguno! ¡Acostúmbrate!– delirante y exasperado, hace un ejercicio de valentía, de gestión de las emociones, va a la ducha y a pesar del frío, de los mocos, del insecto químico… a pesar de todo se ducha, que ya es mucho en él.

El agua tibia cae sobre él y mientras inspecciona sus manos y cae el agua sobre su cuello y su cabeza empieza a llorar. Todo se hace más pesado y poco llevadero. Escupe en la ducha, mea en la ducha, se caga en Dios en la ducha. Una ligera sonrisa lo eleva, el agua se hace grotesca y caliente. Y achicharra su piel de forma que, entre tibias lágrimas y orina intoxicada gira el mango de la ducha y deja que todo ese líquido falso le queme la piel. Luego vuelve a girar la palanca y llueve invierno en él. Despierta del todo, no bosteza, se precipita dentro de sí mismo, en un ejercicio de terror: está solo y en casa, pero nada le representa. Un último bostezo lo acompaña. Soliloquios de una mente frágil. Saber qué hacer, la convivencia, el insecto químico evaporándose por toda la ciudad. Y empieza a estornudar.

Se hace de día, tiene una conversación con su padre:

–Buenos días, papá.

–Hola.

–¿Dormiste bien?

–Sí.

–Tengo un problema.

–¿Cuál?

–No me queda tabaco, y cuándo no fumo me vuelvo un poco loco. Y voy a terminar pidiendo en la calle y eso no trae nada bueno. Porque siempre que ocurre eso, termino liado en alguna movida. ¿Sabes? No sé qué hacer, y sé que el dinero no es mío, pero… –silencio, no hay respuesta.

Pero es un dinero, hijo.

Sí, lo sé.

El padre deja a un lado todo lo que está haciendo y va a su habitación. Coge dinero y regresa. El hijo tiembla por dentro y suspira un poco avergonzado un poco enfadado y un poco asustado por si ha sido el colmo pedirle dinero de nuevo para algo tan sucio.

–Toma hijo, compra agua también.

El muchacho recibe el dinero, agradece y callado va a comprar dos garrafas de agua y tabaco de liar. Por el camino entiende que se está resistiendo a la pérdida de si mismo. No hay mucho que se pueda hacer al respecto. No hay Dios que pudiera salvarle de semejante desesperanza.


Luego habla en su grupo clandestino, con sus dos amigos sobre lo que le ocurre. Ellos le dan una perspectiva diferente. Enhorabuena, muchacho, has llegado hasta la mañana y probablemente puedas llegar a la noche si sigues así. Aunque nada es seguro, porque sinceramente, no tienes ganas de nada, salvo de quedarte allí, expectante.


II

No tiene ganas de nada. Sale a la calle y sabe que allí no debe tener sentimientos. Respira hondo, se viste bien, y en su nobleza corrupción, le cambian los ojos se le acelera el pulso. Todo se distorsiona en su cabeza y de su boca una sonrisa completa, aguanta la respiración. Suena en su cabeza un delirio, sólo debería masturbarse como un animal durante largos minutos y nada le pertenece. Arquea las cejas, se muerde los labios y pone un gesto obsceno, de su alma mucha belleza, sí, pero en su interior la más terrible de las realidades: hace frío y está lleno de odio.

Camina duro por la ciudad, por la avenida principal. Todo pasa factura. Nada es gratis. Le harán pisar un cebo seguramente. Impresionado, pero retorcido; hambriento pero calmado. Con los ojos de un titán enfurecido. Con los labios de una puta, con las mejillas de un payaso. Sonrojado y cínico. No siente más dudas y sigue caminando duro por toda la ciudad, llega desde la Avenida hasta la plaza más antigua de la Ciudad, luego sigue caminando hasta la secundaria y llega al Centro Comercial. Después hacia el parque de los frikis dónde sólo hay niñatos y gente que fuma porros. Hace frío, lleva una chaqueta de cuero que rompe el frío, y el pecho prácticamente descubierto. Camina hacia una de las esquinas dónde hay bancas y se sienta. Escucha música de hace más de cinco años en el reproductor de música y se sonríe ligeramente. Enciende un cigarrillo y fuma lentamente. Contemplando el cielo y las nubes. Así hasta que se va convirtiendo todo en algo menos aterrador y amable. Perturbado y afónico por el frío y el cigarrillo, no habla con nadie, solo consigo mismo se dice, todo esto es un tanto aburrido, ya no hay color, ni belleza en el mundo, la gente va a lo suyo (por suerte) y las negativas del mundo me hacen querer matarme. ¿Debería ceder al octavo pecado capital, el suicidio? –No tengo ganas de nada, pero estoy completito y lleno de energías, elevado y acelerado. ¿Una recaída? No hay mucho qué contar, rutina, vida saludable, cigarros cigarros cigarros. Sin drogas.

Basura, escoria y mierda. Putas, maricones y violadores. Gente indeseable y putos enfermos que siempre intentan joderle a uno el putísimo día. Cae la noche y el muchacho está cabreado, lleno de supurante odio verdugo verdruzco. Una luz negra ilumina su rostro y empieza a canturrear por dentro alabanzas malditas, significados extraños, esquizofrenias sublimes y deleitosas. La memoria lentamente empieza a desviarse de su significado original. Termina su cigarrillo y se levanta rápido y camina hacia la plaza de la Ciudad otra vez. Allí se encuentra a un grupo de extranjeros que conoce de vista y de algún que otro pequeño festejo ocasional. Son más de 10, como en una excursión de colegio. Se ríe. Y luego se acerca hinchado de poder y saluda con el puño a cada uno de ellos. Incluido al hijo de puta que intentó vacilarlo hace un año. Lo recuerda bien pero es agua pasada. No se va a manchar las manos tampoco. Luego los hipócritas se largan sin despedirse de él. Quedando sólo dos personas. El líder de ellos y un amigo suyo. Sentados de forma chulesca y con arrogancia. El muchacho tranquilo y saboreándolo saca un cigarrillo y se fuma uno con ellos. Lentamente, esperando su oportunidad, a su rollo, pero sin prisa. Luego:

–El líder se gira a él, lo mira a los ojos –qué paso tío –claramente es una falsedad, una burla, luego a todas las frases que dice el muchacho las repite patéticamente, casi rozando lo infantil, casi embadurnando el aire con su peste miserable y salvaje.

–Bien, hermano, ¿y tú qué? Te veo guay, bien vestido, te cortaste el pelo, está crema.

–Gracias, bro, tú también te cortaste el pelo. ¿Quién te lo hizo?

–Esta vez le pedí a mi viejo que me echara un cable.

–Ah.

–¿Y a ti?

–Un colega, viejo.

–Qué bueno –el muchacho ve las intenciones del tipo y decide largarse, se pone de pie y se despide. Y en el trayecto reconoce en otras bancas a dos muchachas también. Las conoce y despacio se acerca a ellas. Las saluda y les invita tabaco. Ellas conversan con él agradablemente. Luego viene un señor a cantar tonterías, a hacerse el guay. Ha contar su vida. El muchacho se mantiene inmóvil y con la mirada fija. Pasa del tipo, no lo conoce y no lo quiere conocer. Al final de su cántico y de sus paranoias mentales, sus putas pajas mentales, de sus mierdas mentales y de su peste mental no deja de mirar a las chicas con deseo y ligoteo. El muchacho observa y no le da ni una sola oportunidad al viejo porque sabe que si lo hace se sentará con ellos y probablemente terminaran hablando los cuatro. Y no le apetece. Tiene cloroformo en el bolsillo interior de su chaqueta. ¿Y si lo enveneno? –piensa.


III

Y entre sonrisas tontas y momentos de felicidad, saca su frasco de cloroformo y fingiendo que se trata de una bebida energética se lo lleva a la boca. Traga el líquido y acompañado de sus dos amigas se queda profundamente dormido.

6 de diciembre de 2021

Desgastes y Tormentos IV


14

Desconfía no creas en nada, no te revoluciones no vivas, sufre, agoniza, lloriquea, convéncete.

Fueron frases que nadie dijo, sólo un apestoso nervio entre el cerebro y la nada.

El día a día no nos representa: porque no hay día a día, ni sol ni sombra, ni luz ni Diablos Divinos.

Muerte desangrándose por la ruptura de la realidad, meras cuchillas en el abdomen de un ente.

No existen ni falsos, ni dementes, ni mentirosos, ni nada de nada: sólo hipócritas bien vestidos.

Nada ha cambiado porque nada te ha motivado, salvo una clériga, un sacerdote o un buen pajote.

Los humanos no devoran, sólo lamen y relamen las orejas de los incautos y de la sombra nace

una luz rancia que todo lo puede, el ritmo del corazón lo consume todo hasta volverse inerte.


15

Tengo poco que decir, salvo

que no tengo nada dentro

soy un coco vicioso vacío

como una luz, como una mujer

maltratada que cachonda pide

auxilio y redención.

No tengo que pedir ayuda

hago un gesto y a mi vera

aparecen cinco seis camarades

No siento gran cosa, esto no es

un poema de autoayuda, sólo es

un poema de autoburla. Gesticulo.

Y después me dan muy rico por el culo.


16

La gente, las prostitutas, los maricones, lo buenos días mal intencionados te trastocan, te deliran, te petrifican, te retuercen y te hacen volverte otro...


Carraspea

3 de diciembre de 2021

David contra Goliat

  regalo del Rey Plaga
 
     Decían que el puto subnormal tenía una polla enorme. Se la habían visto en los vestuarios de la piscina después de unas clases de natación. Yo no había podido ir a esa clase porque tenía concertada una cita con el médico para que me dijeran por qué santas narices no estaba creciendo. Mientras que todos mis compañeros habían crecido unos ocho centímetros como mínimo durante el último año yo había crecido únicamente dos. Al nacer lo había hecho con una estatura promedio y aunque nunca había sido demasiado alto me preocupaba el asunto de mi crecimiento: contra toda sospecha podría acabar convertido en un enano de metro cincuenta. Así que cuando me dijeron que me había perdido el espectáculo bochornoso de un imbécil con un pollón enorme lo lamenté sólo a medias: mi curiosidad se encontraba divida entre mi crecimiento y una polla colosal. O tal vez lo había lamentado el doble: no entendía por qué el mundo era tan injusto, por qué yo no crecía y por qué un retrasado mental tenía que tener una polla tan grande. ¿Qué tan grande sería? Hasta el próximo mes no teníamos una nueva clase de natación.

    Las cuatro semanas que faltaban hasta la próxima clase de natación se me pasaron lentísimas. A pesar de que sabía nadar tenía unos deseos horribles de ver aquella polla. Lo que no soportaba era la idea de que esa polla pudiera ser más grande que yo, o mejor dicho, que yo acabase siendo más pequeño que esa polla. Porque la verdad de este asunto es que había un riesgo, limitado pero un riesgo, de acabar siendo un enano de metro cincuenta; y si aquella polla, en rigor, seguía creciendo y desarrollándose como es lógico que una polla de doce años crezca y se desarrolle, entonces podía legítimamente suceder que esa polla acabase midiendo, por ejemplo, un metro cincuenta y dos, mientras que yo me quedase en el metro cincuenta y uno. El retrasado no era siquiera muy alto: calculo que a los veinte años apenas alcanzaría el metro ochenta o quien sabe si un metro ochenta justo. ¿Es justo que un subnormal de metro ochenta tenga una polla más grande que un chaval ciertamente no privilegiado pero tampoco tonto, a pesar de su altura paupérrima? Pues mucho menos justo es que ese subnormal tenga una polla más grande que ese chaval en su total integridad: que mientras ese chaval mida uno cincuenta y uno la polla del retrasado mida uno cincuenta y dos.

    Durante aquellas semanas, cada vez que me encontraba a solas con el retrasado, procuraba fijarme bien en su paquete y aunque parecía guardar una mercancía más grande de lo normal me era difícil calcular la magnitud exacta de esa mercancía y, por lo tanto, el grado de su monstruosidad. Observando aquel paquete de idiota ni siquiera parecía seguro el que fuera especialmente grande: podía suceder que mi miedo, no tanto al enfrentamiento con una polla grande como a la injuriosa comparación entre mi pronto enanismo y una polla enorme, estuviera exagerando mis percepciones y obligándome a ver un leviatán donde sólo había un miembro promedio y poco más que decente. Y a pesar de que me procuraba cualquier excusa para fijarme en el paquete del subnormal, no lograba salir de mi incertidumbre y, con el paso de los días, mi pánico fue adquiriendo connotaciones suicidas muy siniestras: soñaba con suicidarme sepultado en una gran polla de cabra o de dinosaurio. Los gorilas, recordé, tienen una polla muy pequeña en comparación con la polla de los hombres. Uno puede conducirse a engaño, a través del poderío físico de los gorilas, y convencerse de que deben tener una polla titánica cuando, en realidad, cualquier niño de teta ya tiene una polla tan grande como la de un gorila. Si lo piensas, al gorila debe parecerle también muy injusto que el hombre, criatura inerme y afeitada, tenga una polla más grande que la suya. Pero también imagino que supone una inseguridad exclusiva de las criaturas inermes y frágiles el tamaño de su polla: por qué iba precisamente a sentirse inseguro ante los hombres un gorila que puede con total sencillez aplastar un cráneo humano sin esfuerzo solo encerrándolo bajo sus sobacos negros. Que un gorila pueda coger tu cabeza, ponerla en su sobaco, y hacer estallar tu cráneo debería, más bien, indicar que es incapaz de sentirse inseguro ante nada descomunal o gigantesco que los hombres posean, ya que él en esencia posee algo más valioso: su fuerza.

    Llegó más tarde que temprano el día sagrado en que por fin volveríamos a la piscina. Aquella noche apenas había dormido, el cuerpo me temblaba y no podía dejar de sudar y de pensar: de pensar en que, como castigo, a todos los enanos deberían follarlos pollas enormes de subnormales. Sentía que con el paso de las horas mi propia polla encogía, acomplejada y tímida ante la perspectiva de la polla demencial de un tonto del culo. Es que era realmente tonto: no piensen que lo digo motivado por la envidia o el resentimiento. Todos en el colegio sabíamos que era realmente incapaz: sacaba malas notas, apenas sabía hablar, los mocos le colgaban de las fosas nasales sólidos y verdosos, era torpe de movimientos, su cabeza tenía forma de plátano y su frente parecía como abrillantada por la estupidez de un modo tan inusual como lo era su propia inferioridad. Es verdad que yo también sacaba malas notas, pero no porque fuera tonto sino porque era vago y porque últimamente le había dedicado mucho tiempo de preocupaciones al asunto de mi crecimiento: para qué necesita un enano de mierda aprender raíces cuadradas: lo que un enano tiene que hacer es subirse a un árbol y desaparecer: ser violado analmente por los árboles y desgarrado interiormente para que aprenda lo que vale un peine: así es la vida, aprendes o te follan. Pero no quería desaparecer: me aterrorizaba la perspectiva de ser devorado por una pantera en el bosque como aquellos monos diminutos que los grandes felinos depredan. Chillando, sollozando, con la autoconsciencia atrofiada multiplicando mi horror y mi sufrimiento mientras un gran gato negro me clava los dientes y las uñas, me asfixia, destripa y devora. Por lo menos, pensaba, las pollas no tienen uñas y dientes, porque si las pollas, incluso las más pequeñas, tuviesen uñas y dientes, la convivencia con el prójimo sería imposible. ¿O acaso la consciencia es la compensación necesaria por la ausencia de uñas y dientes en nuestras pollas? ¿No tienen algunos animales pinchos en las pollas?

    En el viaje de autobús hasta la piscina había estado realizando ciertos cálculos sobre el modo adecuado de ver en primera fila la polla del retrasado: una vista demasiado lejana, entre cuerpos infantiles obstaculizando mi comprensión de la tragedia, habría hecho inútil cualquier mirada. Necesitaba estar a su lado: poder compararme a mí mismo con esa polla y ponernos frente a frente si era necesario. Sin embargo, intuía que no era el único que necesitaba verle la polla al idiota: los días previos el clima había estado muy tenso, con chistecillos por aquí y por allá sobre desproporciones y frutas almibaradas gigantes. Debía ser astuto, rápido y preciso si quería tener éxito en mi empresa. Derrotar a la competencia de niñatos morbosos, pues yo no era el típico niñato morboso que sólo quiere deleitarse observando de cerca un monstruo: yo ante todo necesitaba comprender y, sobre todo, sobrevivir: mi preocupación era asunto de vida o muerte. Necesitaba que hubiera justicia en este mundo. Así es: a mí no me motivaba el morbo sino el puro anhelo de justicia. 

    Hice el cálculo siguiente: descarté aspirar a verle la polla mientras nos cambiábamos para ir a la piscina. Decidí que la competencia ansiosa e impaciente sería demasiado fuerte, que ningún niño resistiría su ansiedad y que todos correrían a verle la polla en cuanto el subnormal se bajase los pantalones. De manera que comprendí que la mejor opción consistía en verle la polla cuando todos estuvieran saciados por la primera contemplación de su polla y cansados además por la natación y con sus mismas pollas flácidas y exangües. Yo ahorraría esfuerzos, apenas haría los ejercicios, me quedaría cerca del subnormal y cuando hubiera que salir del agua e ir hacia los vestuarios me sentaría a su lado en los bancos. Allí comprendería, allí juzgaría si Dios existe o no existe. ¿Por qué iba Dios a poner, en el mismo vestuario, juntos a un enano y a un idiota con una gran polla? ¿Qué necesidad de vejación padecería Dios de ser posible la escena patética de un enano patético, ridículo y miserable junto a una gran polla de idiota, de niño que se come los mocos, que babea y es incapaz de comprender que dos por dos son cuatro, que Marte tiene dos lunas, que Cervantes escribió “El Quijote” o que los gorilas, por muy imponentes que nos parezcan, tienen el miembro muy pequeño? Yo comprendía todas esas cosas sin mayor dificultad a pesar de que, sistemáticamente, suspendiera todos los exámenes o que tuviera un cráneo tan pequeño como el de un gorrión. ¿Acaso la humillación es el precio a pagar por un espíritu cultivado? ¿Quién necesita más a quién, David a Goliath o Goliath a David? ¡Santificado sea tu Reino, Padre, que estás en los Cielos!

    Ocurrió, no obstante y para frustración de toda la clase, que el idiota vino con el bañador puesto desde casa. Pálidos, flacos y repentinamente envejecidos, los niños, uno tras otro, desfilamos de los vestuarios a la piscina cariacontecidos y apopléjicos. Supuse que su madre, que observaría esa polla crecer abominablemente día tras día, previendo la atención y las burlas que suscitaría ese idiota con ese gran miembro, le puso el bañador por debajo de los pantalones para disimular el miembro y evitarle a su hijo el esperpento. Todavía quedaba, sin embargo, la posibilidad de que se quitase el bañador, empapado del agua de la piscina, cuando terminásemos los ejercicios y hubiéramos de volver al bus de regreso al colegio para continuar las clases. Pero entonces la competencia por alcanzar las primeras filas sería durísima. Había que estar, o bien preparado, o bien ser precavido y asumir la peor de las posibilidades, que siendo un enano como era, parecía también la más obvia: que me quedaría de nuevo sin verle la polla al subnormal a no ser que hiciera algo. 

    La oportunidad estalló como un rayo prometedor cuando la profesora nos pidió que nos pusiéramos en grupos de dos para un ejercicio acuático: conseguí al imbécil como compañero, pues al contrario que los demás, no temí la degradación y el ataque a la reputación personal que suponía acercarse a ese engendro. El ejercicio consistía en tomar la cabeza del compañero, con éste de espaldas hacia nosotros, para que pudiera flotar sin peligro de hundirse mientras chapoteaba con las piernas contra el agua. Repugnado y hasta ofendido en mi dignidad personal cogí la sucia cabeza de plátano del imbécil y dejé que hiciera él primero, con su típica sonrisa bobalicona y los mocos redondos dentro de la nariz, los ejercicios acuáticos. Confesaré el plan en seguida, pues era muy simple: en cuanto me tuviera él a mí de espaldas, aprovecharía para bajarle el bañador bajo el agua y así, definitivamente, hundirme o no en la gravedad de una humillación comparativa inmerecida aunque inapelable. 

    Dicen que cuando estamos a punto de morir toda nuestra vida nos pasa por delante. En aquellos momentos ocurrió exactamente lo mismo: recuerdos de mis compañeros comparando la polla del subnormal con los troncos caídos de los árboles más grandes, nudosos y negros; recuerdos del médico con cara de pena diciéndome que había crecido tan sólo dos centímetros el último año; recuerdos de mi madre llorando porque eso no tenía ningún sentido, ya que no podía ser que un niño, normal hasta los doce años, de pronto dejase de crecer; recuerdos de mi padre decepcionado, diciendo que no había salido a ningún hombre de su familia; recuerdos de latas en cajones demasiado altos para mí; recuerdos de bordillos donde me subía para fingir que tenía una estatura idéntica a la de cualquier niño de mi colegio; recuerdos, en definitiva, dolorosos y pueriles, de pollas apoteósicas y cuerpos de bebés con caras de hombres melancólicos y resignados. En síntesis: la polla del subnormal era aún peor de lo que había imaginado. Yo había imaginado una polla enorme sin más y me había encontrado una polla morena, de venas hinchadas, gorda y cubierta de un espeso bosque negro de cabellos rizados con dos enormes bolas tostadas colgantes cubiertas también de pelos. Allí bajo el agua la polla ni siquiera flotaba: parecía hacer contrapeso hacia el fondo como un ancla que fuera más grande que el propio barco, arrojando una gigantesca sombra amenazante bajo los pies, mientras que la mía asomaba a la superficie como un pececillo que muerde el pan que le tiran los turistas. La imaginación desvaneció mi conciencia perdida en aquel esplendor de espesura: volví a pensar en el mono subido a un árbol en la jungla en medio de la noche oscura, acosado por grandes felinos de ojos rojos y sanguinarios, estómagos hambrientos y enormes dientes blancos y afilados. Frente a aquella polla era una criatura tan vulnerable como un cachorro de pingüino bajo la lengua de una orca asesina que confundiera al pingüino con una mirtazapina flash en lugar de tenerlo como una presa digna.

    Todos los niños aplaudieron mi hazaña, chillaron, aplaudieron, graznaron, dieron golpes con las palmas sobre el agua. Poco a poco me fui dejando llevar por la corriente en el agua que engendraba la histeria de sus celebraciones, navegando hacia el silencio y la pesadumbre. Cuando el profesor tocó el silbato fui el primero en volver al vestuario. Al mirarme en un espejo vi que tenía arañazos en la cara. Ni siquiera me había dado cuenta de que el subnormal me había destrozado el rostro con sus uñas. O tal vez con las uñas de su polla. Era indiferente, había perdido el conocimiento mucho antes. Observé que los pantalones parecían quedarme grandes. También la camiseta. Las zapatillas parecían una talla más grande que la mía. Sospeché que alguien, para burlarse aún más de mí, me había dado el cambiazo y había puesto ropa ajena en mi taquilla ¿Quién? No podía ser otro sino Dios. No entendía que tuviera que ser precisamente yo el objeto de aquella enorme humillación. ¿Qué mal puede hacer un niño, que merezca el sufrimiento y la tortura por los restos de sus días? Pensé de nuevo en los gorilas: si yo era la polla de un gorila, el subnormal era el gorila entero. Pensé también en los dinosaurios y en posibles criaturas astronómicas de grandes cuerpos y diminutas pollas. Un calamar gigante dejando insatisfechos los soles que embaraza...