31 de marzo de 2023

Lo siento

Del nudo infame en la garganta, el aire liviano, el estómago revuelto. Entre los pasos hay un agujero y pisas dentro. Una y otra vez. Desde la fría madrugada hasta la solución final: la muerte de la paz, la asfixia del amor. Los ojos como dos cuencas vacías. Un frío sudor recorre tu frente. Todos los buenos propósitos han desaparecido. Estás ciego de dolor. Las náuseas en tu respiración. El látigo de sangre que empapa las venas. Los ojos hinchados de rechazo y dolor. Demasiado dolor. Entumecido. Entre la mugre y el fango de la vida una luz te ilumina el sendero. Intentas seguir el camino. El frío besa tu piel. Pero no puedes dar ningún paso. Todo se derrite y derrumba. Todo se agrieta y se muere. Y desesperado mientras entiendo cada una de tus palabras. Sólo puedo callar. No te quiero asustar. No te imaginas lo cerca que he estado hoy de querer morir. Y con un hilo de voz sólo puedo decir te quiero. No existe nada que pueda saciar todo esto. Y mientras más perturbado parezco, más sobrio estoy. Escucho el sonido, el grito, la maldad. Y no lo soporto. El tiempo se agota y yo estoy tan lejos de ti. No debería ser una molestia. No debería importar nada. Pero no puedo evitar sentir pánico frustración y dolor. Te veo a los ojos y sólo puedo guardar silencio y amarte más. Es una trampa. Todo es una trampa. Nos persiguen. Estoy enloqueciendo. Coge mi mano y vámonos. Todo es una suerte de miserias y desgracias. Sólo sé que te amo. No es un delirio, lo sé porque te veo realmente como eres. Y no puedo apartar la mirada de ti. Cerca de ti. Deseo estar cerca de ti. Necesito ver tu rostro iluminado y acercarme a ti. Necesito abrazarte y olvidarme de todas estas pesadillas. Deseo acompañarte. Ojalá por siempre... No quiero despedirme de ti. Mientras duermo te pienso. Y nadie podrá arrebatarme eso. Estaré aquí. Lo siento.

7 de marzo de 2023

Una araña en el colchón

Serían las nueve de la mañana cuando despertó de un inquieto sueño. Había pasado la noche entera revolviéndose entre las sábanas, pero al despertar fue incapaz de recordar lo que había estado soñando: vagas reminiscencias de aprensión y un extraño orgullo iracundo. En su ignorancia deseó haber despertado convertido en un asqueroso insecto, en una pequeña araña tejedora de panza negra y largas patas. Cualquier cosa le parecía mejor que ese adulto inútil y miserable en el que se había convertido. Por eso, y porque cuando no tienes motivos para despertar tampoco tienes motivos para levantarte, decidió permanecer en la cama hasta la hora de comer, cuando su padre le llamaría tocando la puerta para acudir a la mesa adonde tendría preparado un plato de caldo de pollo que cocinaría el día anterior con algunas sobras y un par de pastillas “avecrem”. En la mesa sobre un mantel sucio de amapolas y manchas de tomate habría un vaso de agua, servilletas, cubiertos y una naranja. La televisión daría las noticias con un murmullo enfermizo de fondo. Lentamente, frente a su padre, ensimismado en su larga tarea de sorber la sopa, retiraría la silla arrastrando las patas por el parqué, se apartaría el pelo de la cara, se sentaría, clavaría los codos en la mesa y con la primera cucharada de sopa con sabor al tabaco negro vespertino que fumaba su padre se echaría a llorar sobre el plato de sopa y se preguntaría para qué hacía falta más valor, si para matarse él o para matar a su padre. Él sabía por qué quería morir, no hacía falta más que verle, la reiteración en sus inercias no era sino un espejismo, el mañana era tan sólo un rodeo, un circunloquio que iba de lo mismo a lo peor, una artimaña de lo idéntico para desembarazarse de su propia regularidad estéril. Pero en cuanto a su padre… ¿acaso no tenía su padre derecho a su propia agonía?, ¿a su decadencia, a saborear los torcidos deleites de su enfermedad, de su hundimiento?, ¿a elegir el dolor, la insistencia, a demorar la nada un rato más? Un buen padre debe estar orgulloso de su hijo, sea quien sea su hijo y haga lo que haga, un buen padre debe estar orgulloso de su hijo incluso si su hijo amanece un día convertido en un repugnante insecto, incluso si su hijo decide hacer acopio de valor, enderezar su espíritu puramente compasivo y volverse un parricida. ¿Qué padre no quiere lo mejor para sus hijos? ¿Y a qué hijo le gusta ver sufrir a su padre? Revolviendo la sopa en el plato, como antes se había removido él mismo en la cama durante el sueño, creería ver su propio reflejo convertido en un remolino de aditivos cancerígenos y restos rancios de pollo con un ligero sabor a Ducados, creería verse a sí mismo como un dañino insecto, como una araña reclusa parda o una errante bananera, vomitando su negra bilis sobre la sopa, su baba purulenta y nociva. Entonces su padre, cansado y feliz, le contaría que había descubierto una radio nueva, que luego le diría cómo se llama porque ahora no se acuerda, pero que es una radio donde ponen música de todos los rincones del mundo, del África y del Brasil, de los cinco continentes y también de España, música que él nunca antes había oído y que si no fuera por esa radio nunca habría oído. Su padre se esforzaría por recordar el nombre, balbucearía en vano, encendería un cigarro en la mesa aunque no había nada que le resultase más desagradable que un padre moribundo fumando su tabaco con la comida todavía caliente en el plato, y por debajo de toda esa costra mundana, de ese campo infeccioso llamado hombre y llamado padre creería ver un poco de alegría, de sana curiosidad, de bondad genuina y castigada. No, no podría luchar contra su padre, no podría concebir la lucha ni tampoco asegurar su victoria, lo más que concebía era una proclama estúpida y ruin, una insensibilidad fatua y como una falta mayúscula de gracia inconsolable. Que su padre se lleve consigo a la tumba toda su alegría, toda su ingenuidad y su falta de malicia, la música y las letras, que se lleve Brasil y Oceanía a la tumba, que no quepan en el ataúd tantas cosas buenas juntas, o mejor, que lo incineren, que lo incineren y los restos se esparzan por el aire callando bocas y limpiando oídos, apretando corazones y latiendo en las sienes de los injustos y los desesperados. ¿Qué lección le quedaría por aprender de su padre? Ninguna, su padre ya no tenía nada que enseñarle, pues su única lección era de una estupidez incomprensible, la falta de valor, la falta de una ética más allá de la indolencia. Lágrimas corrían por todas direcciones, ensayando laberintos, y los olores y los sabores y los ruidos y las caras se mezclaban en una sola sustancia insulsa y dolorosa, ya no habían dos seres incomprendidos uno frente al otro, sino acaso una sola carne, una epifanía de cuerpos podridos, un padre muerto, un hijo asesino y una araña teniendo una pesadilla en el colchón.