7 de julio de 2022

El club

  

La muerte es un sueño en el cual queda olvidada la individualidad: todo lo demás despierta de nuevo, o más bien sigue despierto.

Schopenhauer

Todo cambió desde el momento en que observé cómo se retorcía el cordón umbilical de mi hermana. Me encontraba en una sala desinfectada con olor a amoniaco irradiada por una luz antinatural que te cegaba los ojos. La misma luz que deben contemplar los muertos en su ascenso al cielo o los moribundos que regresan del mismo y al despertar experimentan la pureza implacable del foco de un quirófano. Estábamos a finales de julio del noventa y cinco y en aquel hospital aún no sabían lo que era el aire acondicionado.  Mi madre acunaba entre sus blancos, enormes y robustos brazos a una niña recién nacida que padecía estrabismo a causa de la ingente cantidad de anestesia que le habían inyectado durante el parto. Dieciocho horas después de las primeras contracciones, mi madre había parido a esa niña de pelo negro y encrespado que mamaba apaciblemente recostada en su seno. Gotas de sudor se deslizaban como tímidos riachuelos por el rostro de mi madre hasta alcanzar la barbilla, dónde se detenían antes de saltar al vacío y estallarse contra la constreñida frente de mi hermana. Con la tez descolorida y arrugada, los ojos negros y el pelo de punta, mi hermana parecía haber sufrido mucho durante el viaje a través de las entrañas de mi madre. Con el paso de los días su piel fue cogiendo color y sus ojos comenzaron a mirar más fijamente, y se tornaron de un color azul intenso al mismo tiempo que su pelo se volvió rubio y abundante. Sin embargo, la imagen de su cordón umbilical dando coletazos involuntarios como los espasmos de una serpiente a la que le han aplastado la cabeza es algo que jamás podré borrar de mi memoria.

Desde entonces hasta que cumplí los trece años mis padres me enviaban todos los veranos a casa de mis tíos, que vivían en una retirada y tranquila zona residencial compuesta de edificios blancos y hermosos jardines ubicada a las afueras de Majadahonda. A pesar de ser inspectora de hacienda, mi tía era una mujer generosa y encantadora, solía llevarme al cine los fines de semana y después a comer hamburguesas. Mi tío era un neurótico que tenía pánico a viajar en avión, razón por la cual se había dedicado al diseño y la construcción de barcos. De niño me enseñó a montar en bicicleta y a jugar al tenis, y cuando me hice mayor me instruyó en el arte de beber wiski.  Mis primos eran mucho mayores que yo, y por razones que nunca he sabido, no se dirigían la palabra. A ambos les debo mucho de lo que soy ahora. Gracias a mi prima, por ejemplo, profeso un amor incondicional por la natación ya que todas las mañanas nos íbamos a nadar a la piscina comunitaria. Aprendí a tirarme de cabeza y a mover con sincronización los brazos y los pies. Después nos tirábamos en la toalla y me hablaba de sus relaciones sexuales mientras yo contemplaba anonadado el movimiento oscilante de sus tetas, que se antojaban más gordas bajo la tela mojada del bañador, a través del cual se insinuaban unos pezones prietos y rosados. Ella fumaba boca arriba exhalando el humo del cigarrillo que ascendía lentamente hasta confundirse con las propias nubes, y en muchas ocasiones le pedía que me echara el humo a la cara pues el aroma del tabaco siempre me había resultado delicioso. Mi primo dormía hasta pasada la hora de comer, después me dejaba entrar en su habitación repleta de posters de los Judas Priest y el muñeco diabólico. Los estantes estaban forrados de libros sobre batallas de la segunda guerra mundial y también tenía una pequeña colección de soldados en miniatura de la Wehrmacht. Toda la obsesión que conservo actualmente sobre cualquier aspecto bélico de la historia la engendré durante aquellas inolvidables tardes que pasaba encerrado en la habitación de mi primo. También tenía una tarántula enorme y peluda que dormitaba en un pequeño terrario de cristal, así como escorpiones, lagartos y una serpiente de coral. A veces recorríamos todas las tiendas de animales del centro en busca de grillos y ratones que después echábamos a sus reptiles. En una ocasión se le escapó la serpiente. Durante varios días no supimos nada del venenoso reptil, al cual imaginábamos muerto o extraviado de forma remota en alguna estrecha y oxidada cañería del edificio. Sin embargo, una mañana nos despertaron los aullidos desgarradores de la presidenta de la comunidad, pues una culebra de llamativos colores había asomado su cabeza por el retrete y le había mordido en una de sus nalgas. Por fortuna los colmillos del ofidio no alcanzaron a traspasar ni un milímetro las curtidas nalgas de la presidenta, pues gracias a las productivas horas que había permanecido sentada frente al televisor siguiendo el inagotable argumento de las telenovelas de verano, su culo se había vuelto más duro y resistente que el propio cuero.

Los años fueron pasando y los estragos del tiempo afinando nuestros defectos. Una vez se jubilaron, a mi tía le salieron más arrugas y las piernas se le cubrieron de varices. El médico le aconsejó que dejara de fumar y saliera a pasear al monte. Sin embargo, cuando dejó de fumar le cambió por completo el carácter y ni si quiera ir al cine o asistir a restaurantes de comida basura resultaban lo suficientemente estimulantes como para sacarle una sonrisa. Tan desesperados estábamos todos que le suplicamos que volviera a fumar con la esperanza de que recuperara su envidiable armonía, y cuando empezaron a notarse los primeros síntomas de mejora sufrió un infarto que la dejó postrada en una silla de ruedas. Mi tío dejó de jugar al tenis el mismo día en que se propuso dar rienda suelta al ininterrumpido crecimiento de su barriga y se dedicó casi por completo al ejercicio de beber wiski. Por otro lado, su neurosis hipocondriaca se extendió más allá de los aviones y dejó de comer hongos y otros alimentos que, como él decía, pudieran contener gérmenes y microbios perjudiciales.

⸺Existe un hongo ⸺me dijo una tarde en el club mientras tomábamos un wiski⸺, que es capaz de inocularse en tu cerebro y controlar todo tu sistema nervioso.

Yo asentí y alcé mi wiski con intención de brindar por su voluntad de vivir, pero mi tío retiró instintivamente su copa y me advirtió de la posibilidad de que intercambiáramos microbios, por lo que era mejor ser precavidos. Yo no podía entender por qué tenía ese pánico tan injustificado con respecto a los microbios, si luego se pasaba doce horas al día rodeado de viejos que se hablaban muy de cerca esputándose unos a otros como imbéciles.

Mi prima emprendió una gran diversidad de estudios en los que no llegó a prosperar en ninguno. Después de haber vivido un tiempo en Portugal, conoció a un chileno casado y con hijos y con el que se fugó a Brasil en busca de un porvenir diferente al que le aguardaba como amante y futura diana de los dardos venenosos de sus hijastros instruidos por una madre resentida y celosa. Sin embargo, la vida con el chileno resultó ser un auténtico desastre. El chileno era un borracho que se gastaba todo el dinero que le enviaba la inspectora de hacienda en mezcal y prostitutas. Tiempo después regresó a Madrid y se preparó las pruebas especiales del cuerpo de inteligencia, y una vez hubo superado las pruebas físicas la desestimaron por detectar durante un test psicológico cierta propensión a la psicosis y la paranoia. Frustrada en lo sentimental y en lo profesional, optó por terminar económicas y al poco tiempo consiguió un trabajo mal remunerado y a media jornada que por lo menos le permitía permanecer espaciosas temporadas fuera de casa.  Mi primo jamás consiguió terminar la carrera de arquitectura y fue aquejado de una ceguera prematura que terminó por invalidarlo. A consecuencia de la ceguera progresiva que sufría se tornó cada vez más solitario y huidizo. A penas salía de su habitación, y cuando lo hacía era sólo para comer o ir al baño. Cuando venía la familia a visitarlo rehuía de nosotros como si trajéramos la peste. Los recuerdos que conservaba de nuestra amistad durante mi niñez fueron desvaneciéndose poco a poco hasta resultar inexistentes. Todos sus animales murieron, y tanto sus libros como la colección de soldados en miniatura de la Wehrmacht fueron devorados en la hoguera que prendió mi tío bajo el pretexto de que el polvo acumulado en los libros y las figurillas era la causa de toda la desgracia que se había cernido sobre su familia.

A veces, cuando visitaba a mis tíos, que cada vez eran más ancianos, percibía esa nostalgia enfermiza que experimenta uno al recordar su infancia. El orden aparentemente inalterable de las cosas, los mismos elementos decorativos sobre la repisa como aquella familia de elefantes de madera que obtuvo mi tío durante una subasta en Argelia, los cuadros colgando ligeramente torcidos de las paredes con gotelé del salón, libros que jamás se han leído ocupando el mismo espacio de los estantes, las viejas fotografías de mis tíos recién casados, tan jóvenes y risueños que parecían inmortales.

Hacía años que no veraneaba en casa de mis tíos, pero no hacía mucho había regresado de una larga estancia en el extranjero y me había instalado en Madrid. Todos los domingos solía visitarlos y nos íbamos a comer al club, donde independientemente del menú del día, siempre pedíamos la tarta de queso galardonada recientemente con un prestigioso premio nacional. Después de la comida me sentaba con mis tíos en la terraza del club orientaba frente a la piscina. Me resultaba placentero tomar unas copas después de la copiosa comida en el club mientras fumaba y charlaba con mis tíos. A lo lejos se extendía el pinar que rodeaba la urbanización cuyo reflejo podía discernirse nítidamente en las tranquilas aguas de la piscina perturbadas únicamente por el paso eventual del cercanías. Mi tía observaba ensimismada la superficie lisa de la piscina desde su silla de ruedas y me pregunté si acaso sus articulaciones podrían reaccionar ante el hecho de arrojarla al agua o si por el contrario se resignaría a morir ahogada. Mi tío bebía wiski mientras que yo me decidí por el coñac. Conforme fue transcurriendo la velada la botella se fue vaciando al mismo tiempo que la luz de la tarde declinaba sobre un horizonte cada vez más oscuro. Contemplaba el líquido ambarino de mi copa y progresivamente noté los efectos del alcohol en mi sangre, primero como ráfagas repentinas de calor que me sacudían las extremidades y me golpeaban en la sien, después por una más que plausible inutilidad en mis movimientos. A veces derramaba parte del líquido o se me desprendía el cigarrillo de los dedos provocándome pequeñas quemaduras. La lengua se me enredaba con frecuencia entre los labios profiriendo palabras ininteligibles. En un momento dado, mi tío se fue a la barra a por otro wiski y regresó cogido por el brazo de otro borracho.

⸺Mira ⸺me dijo mi tío⸺. Te presentó a un amigo.

⸺Hola ⸺dije alzando la copa derramando parte del contenido sobre las insensibles piernas de mi tía.

⸺Hola ⸺respondió el viejo con voz carrasposa.

Al estrecharle la mano noté sus dedos huesudos y pringosos. Entonces me miró sutilmente por encima de las gafas de sol y sus inmensos ojos pardos se posaron sobre mí tristes y acuosos como los de un sapo deslumbrado. El viejo a un conservaba parte del cabello, aunque totalmente blanco. Tenía una complexión atlética, provisto de anchas espaldas y porte erguido. Llevaba un polo de Lacoste de color rosa y unas bermudas blancas que contrastaban con el bronceado de sus piernas. En la muñeca derecha portaba un ostentoso reloj de plata.  

⸺Este es mi querido amigo, el soltero de oro ⸺insistió mi tío.

El viejo tomó asiento frente a mí privándome de las hermosas vistas del atardecer. Yo me encendí un cigarrillo con la mala suerte de que se me resbaló de entre los dedos y cayó en mi pantalón haciéndome un agujero.  

⸺¡Mierda! ⸺exclamé⸺. Era el último…

El viejo me sonrío mostrando una dentadura bien cuidada, aunque podría también tratarse de una ortopédica. Me extendió un Marlboro.

⸺Gracias. ⸺balbuceé.

Mi tía permaneció inmutable ante el recién llegado, ni si quiera se viró mínimamente para ver de quién se trataba. Seguramente no le interesaba. Posiblemente habría perdido el interés por el mundo y todo cuanto en él acontecía puesto que en la situación en la que se encontraba era comprensible que la vida le pareciera una auténtica mierda. Tan sólo observaba el agua como quien se estuviera adentrando en una profunda y sosegada meditación. 

⸺¿Por qué el soltero de oro? ⸺pregunté intrigado.

⸺¿De veras te interesa conocer mi historia?

⸺No sé si especialmente ⸺repuse tranquilo. Después le di una buena chupada al cigarrillo y observé el humo danzar entre mis dedos hasta que se desvaneció en el aire⸺. Pero está claro que si te has sentado delante de mí y eres amigo de mi viejo tío, que en lugar de decir tu nombre te ha presentado como “el soltero de oro”, es natural que toda situación anterior se vea encubierta por tu llegada. Además, tampoco recuerdo de que estaba hablando antes con mis tíos, posiblemente de nada. De cualquier forma, como te estaba diciendo, la raíz de mi interés hacia tu persona no radica en algo especial, simplemente se trata de mera curiosidad.

Durante unos segundos nadie dijo nada. En cualquier caso, mi tío pareció alterarse ya que no tardó en levantarse a por otro wiski.

⸺Está bien ⸺repuso el soltero de oro.

⸺Ah sí. Ya me acuerdo de que estaba hablando con mi tío. Resulta que él tiene setena y dos años ⸺mirando a mi tía⸺. ¿No es cierto? Sí. Tiene setenta y dos años recién cumplidos. La cuestión es que yo voy a hacer veintisiete el mes que viene, es decir, que nuestras edades se verán invertidas igual que cuando cumplí dieciséis años y mi tío sesenta y uno. Ambas situaciones constituyen aspectos muy significativos de nuestra existencia, pues hemos encontrado puntos de conexión entre nosotros que demuestran que la edad es solo una perspectiva según el orden de los números. Esto nos merece una buena celebración. Es más, ⸺continué apurando el cigarrillo⸺. Es un hecho verídico el que lo estábamos celebrando…

Tuve la sensación de que el viejo me escrutaba fijamente, pero a diferencia de antes, las gafas de sol le cubrían por completo sus enormes ojos de sapo, y por tanto era imposible averiguar si de alguna forma trataba de desafiarme.  Bebió de su gin-tonic pausadamente.

⸺Tengo más dinero que todos los miembros de esta urbanización. Si quisiera podría comprar el Club y todo el coñac ese que te estás bebiendo. Podría comprar la misma piscina e incluso hacer más feliz a tu tía con una silla motorizada. Podría hacer feliz a cualquiera y satisfacer todos los caprichos de una buena mujer, pero es una decisión inquebrantable que no quiero casarme ni compartir nada de mi patrimonio. Los que son inmensamente ricos como yo están destinados a vivir solos y ser enterrados con todo su dinero. No tengo hijos ni familiares. Soy el último de mi estirpe y aunque no lo fuera jamás dejaría escrito ningún testamento. Tampoco quiero donarlo a ningún tipo de fundación benéfica. Quién sabe si acaso no habría de necesitar ser rico en la próxima vida. Dicen que en la antigua cultura mesopotámica no existía el cielo, tan solo el infierno. Pero había la posibilidad de vagar eternamente en una especie de reino intermedio entre la vida y la muerte. Sin embargo, sólo aquellos que gozasen de una inmensa fortuna podrían permitírselo realmente. Los difuntos de las familias pobres pasaban como mucho un par de semanas errando sin rumbo por la aldea asustando a los niños, pero cuando las provisiones de aquellos eran consumidas finalmente, el muerto no tenía más remedio que arder en el infierno.

El soltero de oro hizo un amago de peinarse. Esperó pacientemente mi respuesta, pero a esas alturas me sentía tan ebrio que sólo me entraron ganas de soltarle la dentadura de un puñetazo. Contemplé mis manos magulladas y repletas de ampollas a causa de la ceniza que había desparramado. Luego miré a mi tía, pero no vi más que una estatua rígida e inexpresiva, un montón de materia inútil que sólo aguardaba a que una voluntad inmensamente poderosa o divina la arrojase a lo más profundo de la piscina. Reí en silencio como el ciego de mi primo. Me viré hacia mi tío y no alcancé a ver más que una sombra borrosa acodada en la barra del bar. Nuevamente concentré mis ojos en el soltero de oro, sin duda alguna me estaba retando, y a pesar del estado de impotencia en el que me hallaba sumido, lo cierto es que en mi fuero interno ardía una furia incontenible. Quise añadir algo, pero tan solo emití un gemido de borracho. Limpiándome el sudor que me bañaba la frente y con un gran esfuerzo por hacerme entender, finalmente logré decir:

⸺Aunque la misma circunstancia podría volver a darse cuando yo cumpla treinta y ocho años y mi tío tenga ochenta y tres.

⸺Deberías mostrar más respeto por alguien más viejo y rico que tú ⸺dándole un contundente sorbo a su copa⸺. Este es el gran problema de la juventud, que no muestra respeto por estar demasiado acelerada. Los jóvenes consideráis que el mundo es sólo vuestro. Cunado uno se hace viejo te das cuenta de que lo único que debes hacer es conservarte lo mejor que puedas. La senectud es el mayor de los males, una enfermedad terrible y eterna. En unos diez años pensarás lo joven que eres ahora. Pero en veinte años te darás cuenta de lo joven que eras entonces. Todo es cíclico. Las generaciones están intrínsecamente conectadas. Esto es tan cierto como que mañana seguiré siendo inmensamente rico. Cuando nací ya era rico, aunque no lo supiera, como tampoco habría de saber que mi padre abandonaría a mi madre después del parto. Luego mi madre se volvió paranoica y tuvieron que internarla. Sin embargo, ya era tan rico entonces como ahora. En una ocasión un niño se río por lo vieja y demacrada que estaba la calavera de Atahualpa. ¿Sabes qué le respondió ésta? “Que su risa era inútil, pues yo he sido lo que tú eres del mismo modo que tú serás lo que yo soy”. Después le tocó reír a Atahualpa.

Entonces me vi a mí mismo en la sala de hospital con mi madre y mi hermana recién nacida. ¿Dónde estaba mi padre? En todo este recuerdo hay algo que no encaja. Veo a un niño con lágrimas en los ojos aterrorizado por el movimiento de un cordón umbilical. Lleva puesto un abrigo de invierno de color amarillo, sin embargo, estábamos a finales de julio del noventa y cinco y en la tierra en que nació mi hermana hacía más de cuarenta grados a la sombra.

⸺Pero todo volverá a repetirse cuando yo haga los cuarenta y nueve y mi tío tenga noventa y cuatro. Aunque en este caso sería un milagro que viviera…

Fue entonces cando me percaté de que mi tío había regresado a la mesa. Le observé detenidamente y le vi más agotado y hundido que nunca. Tenía la mirada perdida en el fondo de su copa y el semblante pálido.

            ⸺Cuando mi madre murió heredé toda su fortuna. La guerra había estallado y tuve que exiliarme en México. A pesar de todo el dinero que tenía siempre fui una persona solitaria. Hubo muchas mujeres mayores que quisieron casarse conmigo o hacerse pasar por mi madre, pero ya por aquel entonces tenía la firme convicción de que no me casaría, de que siempre sería un “soltero de oro”.  

Las copas vacías comenzaron a vibrar sobre la mesa y el cercanías atravesó la llanura emitiendo un gran estruendo. Cerré los ojos por unos instantes y pensé que algo no iba bien. Los focos de la piscina estaban encendidos, pero más allá la oscuridad era sobrecogedora. El soltero de oro me observaba impasible, se había colocado las gafas de sol sobre la cabeza y me miraba fijamente.

⸺¿Dónde se han ido mis tíos? ⸺farfullé preso del pánico.

Los ojos del soltero de oro se habían reducido hasta desaparecer de sus cuencas, que, al mismo tiempo, se habían vuelto más huecas y profundas. Toda la carne de su cara iba perdiendo densidad y un aspecto cadavérico comenzó a dibujarse en su rostro hasta transformarse en una auténtica calavera.

            ⸺¡Atahualpa! ⸺exclamé aterrorizado.

En ese instante el viejo se me echó encima y los dos rodamos por el entarimado de la terraza. La dentadura ortopédica del soltero de oro se había enganchado a mi nariz y el sabor cobrizo de mi propia sangre alcanzó mis labios. Traté de deshacerme del viejo propinándole un buen empujón, pero él se mantenía firme sentado sobre mi pecho obcecado en destrozarme la cara con sus uñas. Escuché gritar al desalmado viejo millonario blasfemando como un demonio contra mis tíos. Un golpe en la cabeza me privó del sentido durante unos segundos. Las lágrimas inundaban mis ojos y me impedían distinguir las siluetas de las personas que se congregaban en torno a mí formando un círculo de curiosos expectantes…

⸺Acabo de ver a la muerte con mis propios ojos y su mirada estaba vacía…

 Me hallaba sobre un lecho de cristales rotos. La mesa y las sillas volcadas por el suelo. No recordaba demasiado bien todo lo que había ocurrido. El reflejo de las luces de una ambulancia recién estacionada tras la verja del recinto me liberó del estupor. Entonces decidí incorporarme y lentamente me acerqué dando tumbos al borde de la piscina. Cuando asomé la cabeza hacia el interior descubrí el cuerpo inerte de mi tía flotando en sus aguas oscuras.