31 de enero de 2022

La curva de la felicidad

 

Dedicado a Alejandra, por compartir conmigo una vida espartana

 

Mi esposa y yo nos mudamos a Tenerife a primeros de año. A mi mujer le ofrecieron un puesto de relativa importancia como psicóloga en un campamento de inmigrantes, y yo comencé a dar clases de filosofía en un colegio concertado de la Laguna mientras terminaba mi tesis doctoral sobre los sistemas presocráticos de racionalidad. Vivimos en una zona residencial de un pueblecito costero al norte de la isla, cercados por las escarpadas montañas que conforman el macizo de Anaga y el bravo océano atlántico que se extiende azul e infinito hasta el horizonte. Decadentes fincas dedicadas al cultivo de plataneras se expanden a lo largo de la costa. La exuberante vegetación que nos rodea hace pensar que vivimos en el corazón de un paraíso perdido. Lagartos gigantes del color de la ceniza reptan entre las agrestes formaciones rocosas de origen volcánico. Allá donde uno dirija su mirada podrá encontrar palmeras, especies innumerables de cactus, chumberas, eucaliptos, dragos, tabaibas y verdes y frondosos bosques de laurisilva. Vertiginosos barrancos rompen la simetría del paisaje escarbando abruptamente bajo nuestros pies hasta alcanzar un foso de espinas. En las mismas laderas que franquean el barranco, las viejas casas de pescadores penden milagrosamente del precipicio, como si los arquitectos hubieran firmado alguna clase de pacto mefistofélico para sostenerlas.

Llevamos viviendo aquí cerca de un año y todavía no disponemos de coche, lo cual, para nuestra desgracia, entraña una serie de problemas logísticos que convierten cualquier necesidad cotidiana en una hazaña de proporciones homéricas. En estas circunstancias conviene trazar un plan realmente efectivo para minimizar en lo posible las infinitas dificultades que puedan presentarse ante determinadas situaciones, como, por ejemplo, hacer la compra del mes. Muy importante resulta en este sentido elegir correctamente el día y la hora, así como detallar de forma premeditada y escrupulosamente cada una de las fases de las que se componga la tarea. El mismo hecho de ir al Mercadona, ubicado en el pueblo de Tejina a dos kilómetros de distancia, supone todo un reto para nuestras conciencias, pues bajo un sol implacable debemos atravesar una sinuosa y estrecha carretera de tráfico muy concurrido, y no es algo extraordinario encontrar cruces revestidas de flores marchitas junto a la cuneta.  Aunque la experiencia nos ha vuelto bastante resolutivos, dependiendo de nuestros respectivos estados de ánimo, no son infrecuentes las discusiones en torno a quién de nosotros debe encabezar la marcha. Yo me pongo especialmente nervioso en esta primera fase, pues temo mucho que en la curva siguiente nos arroye un camión y seamos los siguientes en cubrir de cruces el camino. Así que, por norma general, mi mujer, que es bastante más decidida que yo, es la que lidera la trepidante marcha hacia las puertas del hipermercado. Es común, que, en determinadas épocas del año, la panza de burro que se posa sobre la corona montañosa de Anaga oscurezca el cielo y los rayos de sol nos den unas horas de tregua. Según las previsiones meteorológicas para el día de la compra mensual, la panza de burro no debería desaparecer hasta la tarde, y, sin embargo, a eso de las diez se había disipado por completo, por lo que no tuvimos más remedio que afrontar con dignidad la inclemente descarga de un sol de justicia.

Al llegar a Tejina, la fúnebre voz de un pregonero anunciaba por las calles la muerte de un respetado anciano que había fallecido atragantado la noche anterior tras ingerir su indispensable vaso de leche con gofio. Mi mujer y yo nos detuvimos en la acera frente a la iglesia, donde se arremolinaba una muchedumbre de familiares enlutados, ataviados con sus mascarillas negras despidiéndose para siempre del estimable anciano.

Amor, no te detengas, debemos proseguir nuestra marcha.

Ya lo sé. Sólo que me resulta curiosa la escena. Hacía mucho tiempo que no veía algo parecido.

Debe ser algo común aquí dije secándome el sudor de la frente con el antebrazo. De cualquier forma, vivimos en un mundo extraño.

Dejamos la iglesia a un lado y tomamos la circunvalación de la izquierda. A unos trescientos metros se encontraba el Mercadona. Ahora circulábamos en paralelo, cada uno cargado con innumerables bolsas de tela.

El verdadero suplicio vendrá luego dijo mi mujer mirando las bolsas.

¿Cuándo? pregunté.

Luego, cuando volvamos cargados con la compra.

No te preocupes, cielo. Ya pensé en eso antes de salir de casa.

¿Y por qué me lo has ocultado?

No sé. Creo que esperaba sorprenderte con mi determinación.

¿Sabes qué es posible que la guagua no pueda pasar a causa del funeral? apuntándome de forma inquisitiva.

Lo sé. Tranquila, está todo pensado.

Deberíamos haber caído antes en esto. De todas formas, las cosas no han salido como esperábamos.

Las gotas de sudor bañaban su rostro. Sus ojos melados mirándome inquietos. Su pelo negro cayéndole por los hombros. Sus enormes aros de plata. Su pecho se alza tras una profunda inspiración. Somos unos desgraciados sin coche, pero la quiero mucho.

¿Lo dices por lo del anciano? pregunté al fin, intrigado.

¿Cómo iba a saber yo que ese desgraciado iba a morir atragantado la noche antes al día fijado para la compra? ¿Cómo iba a saber yo que el pregonero cantase la noticia justo cuando entrásemos en el pueblo? ¿Cómo iba yo a imaginar a toda esta gente cortando la calle?

No lo digo por lo del anciano. Eso me da igual, lo digo por el pronóstico del tiempo echando la cabeza hacia atrás. ¡Me aso de calor!

Una de sus cejas se arquea. Su piel dorada por el sol. Los tatuajes en sus extremidades. El corazón se me acelera al imaginarla desnuda. Ella continúa la marcha decidida, como siempre, y yo no puedo despegar mis ojos de su oscilante movimiento de cadera. Una enorme nube se detiene sobre nosotros. La sombra. Respiro aliviado, por fin algo de brisa. La sigo. Las puertas del Mercadona por fin. Ahora comienza la segunda fase. Cada uno se apropiará de un carrito de la compra. Mi mujer irá primero al departamento de comida para mascotas, después irá al pasillo de lácteos y de camino cogerá café y pan para tostar. Yo en cambio me encaminaré hacia el pasillo de la carne. Un lugar tétrico en el que se respira a muerte envasada. Después iré a pedir cola en la pescadería, y mientras espero, al mostrador de congelados. Mi mujer proseguirá por el pasillo de la fruta y la verdura, y a continuación, se dirigirá al pasillo contiguo, donde se encuentran los frutos secos, las latas en conserva y los encurtidos. Una vez que aparezca mi número en la pantalla, intento hacerme hueco entre las señoras chismosas que se aglutinan ante la morralla. Si bien resulta un tanto tétrico el pasillo de la carne, la pescadería, con los pescados sepultados sobre una tumba de hielo, observándote desde la pétrea y, simultáneamente, gelatinosa superficie de sus ojos siempre abiertos, es la viva imagen del infierno. Por último, mi mujer desaparecerá en el departamento de cosmética y yo revisaré los carros en busca de algo que se nos pudiera haber olvidado. Es muy importante que respetemos este orden riguroso del procedimiento, pues en caso de imprevisto sabremos dónde encontrarnos. Una vez tuvieron que llamar a mi mujer por megafonía, acontecimiento que logré gracias a las incesantes suplicas que proferí a la cajera. El hecho de salir del umbral del anonimato a través de la válvula de un megáfono tampoco es que a ella le hiciera mucha gracia, pero como todo proceder mejora a través de la experiencia acumulada, ahora sé que si la pierdo podré encontrarla con seguridad en el pasillo de cosméticos. Los artículos de compra han sido previamente pactados, como siempre, horas antes de la salida. No debemos excedernos en el precio, ni tampoco en la duración estimable dedicada a cada departamento. Esta última cuestión siempre origina tensos debates relativos a la concepción que tiene cada uno del tiempo, pero lo cierto es que el secreto de un matrimonio está siempre en la comunicación. Quizás, una de las partes más laboriosas y en la que más tensión se acumula, es a la hora de colocar los artículos en las bolsas de tela. La cajera trabaja a una velocidad abrumadora, y nuestros artículos se amontonan rápidamente al otro lado del mostrador si mi mujer y yo no nos coordinamos con eficiencia. Tras sucesivos desastres, acordamos que yo sería el responsable de depositar los artículos en la cinta deslizante y ella la que se encargaría de ordenar por peso y características el conjunto de la compra. Gracias a esta forma de proceder hemos ganado bastante calidad de vida como pareja. Luego subimos con nuestros carritos a reventar por el ascensor y después nos enfrentamos a la cruda realidad de los que no tienen coche. Pero como antes se anunció, yo quería sorprender a mi mujer con una revolucionaria propuesta.

Dos semanas atrás me había visto en la necesidad de hacer yo sólo la compra, y tras desmesurados esfuerzos por alcanzar la parada de la guagua, justo a la altura de la plaza, encontré una parada de taxis. Apiadándose de mi situación, el taxista me ayudó a colocar la compra en el maletero, y tras tomar la pronunciada curva que conduce a nuestra residencia, logré llegar a casa en un tiempo récord y sin desgarrarme las articulaciones. Tras pagar al taxista, que me ayudó a llevar las bolsas junto al portal, estrechándole la mano, le dije:

¿Menuda curva eh?

El taxista asintió obsequiándome con una sonrisa.

Una curva como la vida misma señaló.

Mi mujer me contemplaba incrédula. Después su expresión cambió y en sus labios se dibujó una sonrisa irónica.

No sé si me hablas alguna vez en serio dirigiendo la mirada a los carritos, ocultos del sol en el rellano de la entrada. ¿Quieres que me acerque yo a la parada?

Como quieras. Te espero aquí pacíficamente fumándome un cigarrillo observando igualmente los carritos espero que no se descongele nada…

Pensé en los carritos como si fueran dos seres vulnerables ante la intemperie de los elementos. Imaginé toda la compra derritiéndose y goteando entre los huecos de la maya metálica. Fue entonces cuando, de forma inexplicable, me sentí tremendamente afligido al comprender cómo de inútiles habían resultado nuestros esfuerzos. 

Pues ahora nos vemos. A ver si hay suerte… dijo.

Llámame con cualquier cosa.

Me encendí el cigarrillo y mi dispuse a fumar custodiando los carritos. En ese instante, una viejita con el pelo corto y completamente blanco asomó por la puerta del establecimiento y se detuvo a escasos centímetros de mí, observándome con suspicacia.

¿Verdad que usted no ve la televisión? preguntó la vieja.

¿Cómo? repuse perplejo.

Que usted no ve la televisión, cómo no lleva mascarilla…

La verdad es que no tengo televisión.

¿Qué intenciones tendrá la vieja? El puño se me cierra sobre la mano dispuesto a saltarle la dentadura.

Pero señora tratando de contener mi ira no es obligatorio en la calle.

Entonces me percato de que tampoco la lleva puesta.

La viejita se dirige a mí a través de movimientos espasmódicos. Respira de forma entrecortada:

Entonces a usted eso de la pandemia… gesticulando con la mano derecha. A usted eso le da igual…

Señora, no sé cuales son sus verdaderas intenciones, pero advierto que usted tampoco la lleva, así que no sé conque derecho se atreve a recriminarme.

La viejita sonríe ampliamente ostentando su dentadura postiza:

No, usted no me ha entendido. La mascarilla… susurrándome al oído, de tal forma que me veo en la obligación de inclinarme. No hay que llevarla nunca. Yo misma le he practicado dos agujeros, porque si no me es imposible respirar.

La viejita me lo demuestra introduciendo sus dedos en los agujeros, continúa:

A la gente le han lavado el cerebro. La televisión es corruptora, todas esas noticias. Toda esa paranoia del virus.

La gente es imbécil, señora. Me alegra encontrar gente así, como usted. Al principio pensé que trataba de recriminarme. Dándole unas chupadas al cigarrillo. Verá, señora, eso de la responsabilidad y el civismo... rascándome la cabeza la verdad es que los viejos y los enfermos me preocupan bien poco, bastante difícil me resulta hacer ya la compra. Ahora celebro que me haya usted hablado y que sea de las mías.

Hace un momento quería abrirle la cabeza. Alargué la mano para estrechársela:

Pero no vamos a entrar en debate ahora, actualmente todo esto es agua pasada, y, sin embargo, la gente la sigue llevando a todas horas.

El rostro de la vieja se convulsiona. Sus dedos huesudos y alargados trepan hasta mi hombro presionándolo.

Eso es, joven. Todo esto forma parte de un plan mundial. El nuevo orden, así lo llaman. Las noticias ocultan la verdadera naturaleza de lo que está sucediendo. Por eso hay que usar Telegram. Este es el único canal válido para enterarte realmente de lo que está pasando. Llevan años allanando el terreno, contaminan la atmósfera que respiramos con nanopartículas y la gente tiene la inteligencia nublada. Depositando su mano artrósica sobre mi pecho. ¡Pero aún hay esperanza, no todo está perdido! Espero que no te hayas vacunado.

Pues tuve que vacunarme, señora.

La vieja se retira, consternada.

Me obligaron, señora. Tuve que hacerlo por el trabajo.

Eso es mentira. La mujer me escruta con desconfianza. ¡No pueden hacerlo!

Bueno, y aunque no lo hicieran, tengo mis razones, sobre todo económicas. Señora, cuando viajaba a la península, me estaba dejando un dineral… repuse indignado.

¡Pues no vayas a la península! exclamó imperiosa.

La viejita está comenzando a hincharme los cojones.

Señora, eso no puede ser.

Ahora tienes la sangre contaminada… persignándose a mi nieta no se le despega el tenedor del brazo donde la vacunaron.

En ese instante un taxi estaciona en la acera. Mi mujer sale del auto y me llama a voces.

Tengo que irme señora, pero me alegro mucho de haber charlado con usted.

¡Los carros! ¡ve a por los carros! increpó mi esposa.

Tampoco ve ella la televisión, ¿verdad?

No, señora. Ella también es de los nuestros.

¡Las bolsas!

Virándome hacia mi mujer:

¡Voy!

¿Pero qué te dice la vieja?

Orillándola hacia el taxi:

Entra, ya llevo yo el resto.

Volviéndome hacia la vieja:

Ya nos veremos señora, ¡que tenga usted un buen día!

De camino al taxi le conté a mi mujer todo lo que había pasado. Ella se rio. Yo también me reí. En fin, dije, no fue para tanto al final. No amor, si es que tú y yo somos muy resolutivos. Qué gracioso lo de la vieja, la verdad es que vivimos en un mundo extraño. Si, criatura, demasiado, repuse yo. Cuando el taxi tomó la curva le pedí que se detuviera. El coche frenó en seco, y si no fuera porque llevábamos puesto el cinturón, le habríamos destrozado la pantalla protectora al taxista.

¿Qué haces? dijo mi mujer agarrándome con fuerza de la rodilla.

¿No lo has sentido?

¿El qué, de qué estás hablando? ¡Menudo susto me has dado!

Esa curva… ¿Sabes qué?

¡Estás fatal!

¡Es la curva de la felicidad...! exclamé desperezándome en el asiento.

Sí, cuando nos compremos un coche… dijo mi esposa.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

10 de enero de 2022

La cena está servida

Desde que aquella noche nos comimos a María todo cambió entre nosotros. No creo que me sea posible evaluar dicho cambio como algo negativo, puesto que aquel acto aberrante nos mantendrá unidos de por vida. Pero tampoco podría deducirse lo contrario, es decir, que aquel acto inaugurara de algún modo un devenir positivo con respecto al futuro de nuestra relación. Simplemente lo cambió todo, y por tanto es lo suficientemente significativo como para hablar de ello.

Nosotros vivíamos en uno de los edificios que circundaban la plaza del oeste. Se trataba de un piso antiguo, propiedad de un matrimonio de ancianos decrépitos, ideal como para albergar a seis personas, aunque solo figurásemos cuatro en el contrato. Los ancianos desconocían esta situación, y de su ignorancia nos beneficiábamos nosotros, que pagábamos un precio ridículo por el alquiler.

A María nos la entregaron a comienzos de septiembre. A penas era una bola de pelo retorciéndose en la palma de la mano. A SJ le gustaba asomarla por el balcón, y la pequeña gata maullaba presa del terror. María poseía un pelaje sedoso y abundante de color pardo, con intermitentes manchas blancas. Le era característica una sola y única manchita negra en la parte superior de su hocico, de donde le sobresalían unos largos bigotes. Con el tiempo le crecieron garras y dientes afilados como púas, y desde el momento en que los abrió, resaltaban por su intenso color verde sus ojitos achinados. María creció rápidamente, traumatizada por las exposiciones a las que fue sometida inicialmente por SJ, y jamás reunió el valor suficiente como para subirse a cualquier plataforma superior a tres pies de altura.

María ha sido el mejor animal que he tenido en mi vida: inteligente, escurridiza, rápida y, en determinadas ocasiones, entrañable. Era inteligente porque convivir con nosotros en aquel piso no era tarea sencilla, exigía, por el contrario, una alta capacidad de adaptación. Adaptación que María supo adquirir desde bien pequeña, digna de la mayor de las alabanzas. Era escurridiza y rápida porque resultaba extraordinariamente difícil atraparla. Lo cierto es que un gato sabe ocultarse muy bien, hecho que puede derivarse de sus innatas habilidades para cazar, y cuando decide hacerlo, cualquier oquedad, por pequeña que sea, puede servirle como escondite. He definido más arriba que su carácter entrañable era de una naturaleza ocasional, puesto que esto acontecía especialmente en aquellos días en que María experimentaba el periodo, días en los que agradecía que le tocasen su pequeña cavidad reproductiva. En referencia a esto último, cabe señalar que durante las noches maullaba descosidamente, y no dejaba de hacerlo hasta que alguno de nosotros la acunaba entre sus brazos acariciando cariñosamente sus genitales. Es difícil de explicar lo que disfrutaba con solo observarla: con una elegancia pasmosa era capaz de esquivar las interminables cantidades de basura que diariamente se acumulaban en aquel infecto lugar, así como pasar entre los cascos vacíos de botellas y flanquear los atestados ceniceros sin perder uno solo de sus pelos.

Una vez saqué a descongelar un par de doradas que pretendía cocinar a la sal en compañía de SJ. Ambos nos descuidamos durante un rato y al volver a la cocina una de las doradas había desaparecido. Buscamos la dorada dominados por un voraz apetito y no dimos con ella hasta que escuchamos un grito de horror proveniente de la habitación de AB, que decía que bajo el armario asomaba algo así como la “cola de un pez”. En efecto, se trataba de la cola de nuestra dorada. María había hincado sus pequeños pero afiladísimos dientes en la escamosa piel del pescado, pero salvo estos desperfectos y la suciedad que la cubría, nuestra dorada estaba en perfectas y apetecibles condiciones.

Nuestros amigos del tercero, S y JB, llevaban viviendo un año juntos. Discutían a menudo, y durante sus visitas a nuestra casa podían entreverse las grietas y fisuras que ostentaba ya casi de forma irreversible su relación sentimental. Quizás les motivara vernos por el hecho de que la visita actuara como analgésico capaz de aplacar por unos minutos sus serios problemas conyugales, pero lo cierto es que no funcionaba, puesto que siempre terminaban discutiendo. Ello me resultaba francamente insoportable, y de hecho no lo hubiera tolerado si no fuera por que traían con ellos a Lola, una cachorra surgida de un cruce de Pitbull con Stanford. Os podéis imaginar el traqueteo que se traían ambos animales por la casa. Todos sabíamos que no era más que un juego entre ellas, un juego intrínseco a la naturaleza de cada una. El único juego que existe realmente en la vida: el del cazador o la presa.

A veces sentíamos la necesidad de premiar a María por su excelente comportamiento. A María le chiflaban unas barritas hechas con grasa de salmón que vendían en la tienda de animales que hacía esquina con la plaza. La dependienta era una veterinaria frustrada que había terminado por abrir una tienda para mascotas. No le gustaba demasiado su trabajo, a penas si mostraba un mínimo interés cuando le preguntabas acerca de algún producto en especial. Era vaga y sebosa y olía a meado de gato. Pero en cualquier caso nos recomendó esas barritas para nuestra pequeña María que le hacían perder la cabeza. Ni siquiera la presencia de las fauces abiertas e impregnadas de saliva de Lola hubieran impedido que María saliera de su escondite maullando y retorciéndose de impaciencia por aquel pedacito de mierda. En una ocasión AB quiso llegar aún más lejos y compró una tarrina de hígado de buey. Sobre el plato parecía un flan, por cuyos flancos resbalaba una gelatina brillante con aspecto de costra. El olor hizo que inmediatamente me rugiera el estómago. Me acerqué a aquella cosa y le pregunté a AB de qué se trataba.

            Solomillo de buey. Dijo.

            Carai. Respondí. ¿Podría probar un poco?

            Sí, claro. Pruébalo. Aunque solo prueba un poco.

Por unos instantes no comprendí. ¿A qué venía eso de que solo probara un poco? En aquella casa no existía la propiedad privada. De mal grado, pero sin ganas de pelearme por un trozo de solomillo, me serví de un tenedor y arranqué una porción.

            Esto es realmente asqueroso.

            Por eso te dije que probaras un poco.

            Sin duda es lo más repugnante que he comido en mi vida.

            Claro. Es que es para María.

El año transcurrió casi sin darnos cuenta, y cada uno de nosotros fue abandonando el piso sin querer hacerse responsable del destino de María. Ciertamente, María había supuesto un agradable entretenimiento durante todo aquel periodo de nuestras insulsas vidas, añadiendo esa chispa de vitalidad que solo aquellos que nos vemos inmersos en la apatía sabemos valorar, pero de ahora en adelante, para la mitad de los que vivíamos allí, la existencia o no de María resultaba completamente indiferente. Los últimos en abandonar el piso éramos SJ y yo, por tanto, quizás por causas accidentales, o quizás por la necesidad en la que de forma inexorable transcurre todo cuanto acontece, recayó sobre nuestras manos el destino de María. Debíamos encontrar una solución a nuestro problema lo antes posible, ya que en un par de días debíamos partir lejos, muy lejos de allí. S y JB también tenían que irse, por lo que en todo el edificio no teníamos a nadie conocido al que pudiéramos vender a María. Tampoco en la ciudad, y la verdad es que nos daba bastante apuro abandonar a María a su propia suerte, ya que, acostumbrada al confortabilidad del hogar, no sobreviviría durante mucho tiempo. Los refugios para gatos tampoco nos convencían, además, en dichas instituciones, hay que entregar al animal en calidad de “donación”, y para nosotros María tenía un valor excepcional, valor que indudablemente solo entregaríamos a cambio de dinero, puesto que no existe otra forma de solventar los daños causados por la pérdida de aquello que se tiene en mucha estima.

No habiendo pues un gran abanico de posibilidades, decidimos que la forma más adecuada para despedir a María sería la de organizar un festín en su honor. Además ni SJ ni yo habíamos probado nunca la carne de gato. Especulamos acerca de su jugosidad, su textura y el sabor, y la comparamos con otro tipo de carnes que sí habíamos probado. Quizás consistiera en algo parecido a la carne de gallina, o al pollo. La ternera, el cerdo y el cordero quedaron inmediatamente descartados. Entonces fue cuando recordamos casi simultáneamente que lo más parecido a comer gato sería el conejo o la liebre. Por eso decían lo de “que no te den gato por liebre”.

            ¿Pero has cocinado alguna vez una libre?. Me preguntó SJ.

            No que yo recuerde. En cualquier caso, lo más complicado será despellejarla.

            María es puro hueso y pellejo. Seguramente la carne será dura y fibrosa, y estará muy adherida a la piel. Nos va a costar trabajo limpiarla.

            Casualmente, el otro día pasó por el barrio el afilador. Me despertó esa dulce musiquilla que sale del altavoz y que recuerda a la melodía que produce una flauta de pan. Me asomé a la ventana con la extraña sensación de sentir por primera vez que algo se me removía en el estómago, como si en el fondo de mi ser palpitase aquello que nos recuerda que estamos vivos, y que hace que experimentamos algún tipo de emoción. No pude ver desde la ventana al afilador, pero su mensaje parecía venir desde todas las direcciones, y su voz inundó estas calles estrechas y malolientes como si se tratara del redentor.

¿Pero qué es lo que decía?. Preguntó SJ.

            Fue tan emocionante que retuve en mi memoria cada una de sus palabras. El mensaje decía: “Ya está aquí el afilador. Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, hachas, machetes, todo tipo de utensilios de cocina, máquinas de fiambre…”. Luego volvía a repetir lo mismo, en bucle, hasta que su voz se iba perdiendo en la distancia…

            ¿Y no fuiste en su busca? ¿No sentiste en tu corazón el impulso de afilar hasta las patas de una silla?

            Pues claro que fui en su busca. Bajé con ese hacha viejo y oxidado que encontramos en el polvorín, donde C dio una fiesta el año pasado.

            Sí, me acuerdo del hacha. Siempre he querido usarlo, pero hasta hoy no se me ocurrió con qué.

No fue tarea fácil atrapar a María. Creo que ella columbró que el brillo que se desprendía de nuestros ojos no era el mismo que cuando le entregábamos las barritas de grasa de salmón. Supongo que ella sabía qué clase de destino le aguardaba. De alguna forma intuyó que aquella tarde sería su final. Despedazamos a María en la encimera de madera de la cocina y tiramos sus restos al cubo de basura. La cabeza, sin embargo, quiso quedársela SJ, algo a lo que yo me opuse en principio porque también la quería para mí, puesto que María ha sido el mejor animal que he tenido en mi vida.  

En definitiva, el guiso que hicimos con María no tenía nada que envidiar a ningún otro. Ni siquiera los menús que se sirven en los banquetes más prodigiosos podrían comparársele. Nos llevó unas cuantas horas guisar y limpiar la sangre y los pelos de María. A eso de las nueve de la noche llegaron nuestros invitados, S y JB. Iba a ser nuestra última cena en aquella ciudad.

            Puedes darle un poco a Lola. Estoy convencido de que su sabor le resultará familiar. Dijo SJ a S.

            Encuentro la salsa muy buena, solo que la carne está demasiado dura. Apuntó JB.

            Eso es porque la carne es salvaje. Respondí.

            La verdad es que si hubiera sabido que íbamos a comer liebre no hubiera venido. Nunca me gustó comer liebres. En mi pueblo siempre las cazaban, después mi abuela las despellejaba y las deshuesaba en el patio. Todo se manchaba de sangre y era muy desagradable. Añadió S.

            Además… esta carne… No sé… Sabe demasiado a algo que no me gusta. JB masticó durante un rato la porción que acababa de engullir y se quedó pensando en silencio. Un momento, claro. Ya sé a que me recuerda. Sabe un poco a salmón. Eso es, salmón. Y el salmón, como cualquier pescado, no lo soporto.

            ¿Pero quién ha hablado de que sea liebre lo que estamos comiendo? Insinué yo.

            Ni liebre ni salmón. Dijo SJ. Estamos comiendo algo muy distinto. Algo muy especial.

            ¿Y por qué no nos decís qué coño es?. Insistió JB.

En ese instante, Lola destapó el cubo de la basura y comenzó a lamer su interior.

            ¡Lola! ¡Lola! ¡quieres venir de una vez! ¡eso no se hace Lola!. Gritó S. Mira, te has llenado de pelos. Tienes todo el hocico lleno de pelos, Lola.

            Espera, para quieta. ¿Qué demonios tiene en el hocico? Preguntó JB. Coño, S, la perra está sangrando.

Es cierto que tiene sangre, pero fíjate bien, parece que no es de ella.

En ese instante S y JB se viraron hacia nosotros mirándonos con estupefacción: algo descabellado les había pasado a los dos por la mente. Una idea que no deseaban formular, pero que indudablemente estaba ahí, revolviéndoles las entrañas…

            No he visto a María hoy. Señaló S. ¡Qué raro que no salga a jugar con Lola!

            Ya sabéis que los gatos saben ocultarse muy bien. Dijo SJ.

            Sí. Eso sin duda. Pero María no está escondida en ninguna parte. María está a simple vista. Está aquí, con nosotros. Añadí yo.

            ¿Aquí dónde?. Preguntó JB en tono de alarma.

S se levantó inmediatamente de la mesa y contempló el plato de comida.

Está aquí mismo. Repuso SJ. ¡Debajo de vuestras narices!

4 de enero de 2022

La promesa

Hace muchos años que me comprometí a cumplir una promesa. Ese momento ha llegado irremediablemente. Mi amigo SJ me ha llamado esta mañana por teléfono para recordármelo: “ha llegado el momento”, esto es todo cuanto me ha dicho. Evidentemente, sé a qué momento se refiere, lo sabía incluso antes de que me lo dijera, lo supe desde el momento en que comenzó a vibrar el móvil en el bolsillo y vi aparecer su nombre en la pantalla. Si una persona se compromete con otra no tiene más opción que cumplir lo acordado. Es precisamente esto lo que te convierte en un hombre de palabra. En un hombre de honor. Si hubiera sido al contrario, y fuera mi amigo SJ el que se hubiera comprometido conmigo en cumplir la promesa, yo nunca habría aceptado una negativa por respuesta. No existe pretexto posible para negarse a cumplir la promesa que se le hace a un amigo, y SJ es uno de mis mejores amigos. En todos estos años nunca me ha llamado para nada, pero esto no le ha afectado de ninguna forma a nuestra amistad. Sería muy complicado explicar la clase de amistad que conservo desde hace tanto tiempo con SJ, además de que posiblemente muy pocas personas podrían entenderla. Lo que sí puedo afirmar sin reservas es que los sentimientos que me ligan a esta persona son de una naturaleza muy poderosa. Nuestros destinos están unidos de manera inexorable, por lo menos hasta el día en que se cumpla mi promesa. “El momento ya ha llegado”, y me brinca el corazón de solo pensarlo. Tengo los nervios crispados desde que esta mañana recibí su llamada. Fumo un cigarrillo tras otro tratando de pensar con claridad, pero lo cierto es que no tengo escapatoria. Antes, cuando era más joven, ansiaba cumplir mi promesa. Ninguna otra cosa ocupaba tanto mi mente. Ahora sin embargo temo tener que hacerlo. Quizás porque ya no me siento preparado, con los años he perdido el vigor y la fuerza que tanto me caracterizaban. Si bien, por otro lado, cuando todo esto termine, me habré liberado de la carga que lleva abrumándome desde entonces. Pero tal liberación no me priva del pavor y las náuseas que experimento cada vez que tomo consciencia de que el momento ya ha llegado. No tengo otra opción si pretendo salvar mi honor, aunque no es solo una cuestión de honor, incluso quizás esta sea la razón más insignificante. Lo cierto es que mi vida ha cambiado sustancialmente desde entonces. Llevo tres años y medio casado con mi mujer. Vivimos en un apartamento muy coqueto y luminoso, no demasiado alejado del centro. Somos muy felices y estamos esperando un hijo. Sé que mi amigo SJ puede arruinarme la vida y acabar con todo lo que he construido si me niego a cumplir la promesa. No tengo que decirle nada a mi mujer. Ella no podría comprender jamás la clase de promesa que le hice a SJ. Pero entonces imagino que finalmente se lo cuento. Si acaso fuera capaz de digerirlo, de asimilarlo al menos parcialmente, ello no impediría que su rostro quedara completamente consternado por el horror. Luego gotas de sudor le resbalarían por las sienes. Su frente lisa se cubriría de arrugas. Le temblarían las manos y las piernas. El entorno idílico que hemos creado para nuestro hijo se desvanecería. Yo intentaría calmarla restándole importancia al asunto, le pediría que se sentara en la silla y que respirase hondo. “Se que es algo muy desagradable, pero las consecuencias que pueden derivarse si no cumplo mi promesa podrían ser devastadoras para nosotros”. Entonces ella alzaría el rostro cubierto de lágrimas. Encontraría recelo en su nueva forma de mirarme. Sus ojos negros e infinitamente hermosos ya no me mirarían como a la persona que ama, la persona en la que ha confiado durante todo este tiempo y con la cual ha decidido casarse y tener un hijo. “¿Quién demonios eres?”, me preguntaría. “Soy incapaz de reconocerte”. Entonces no serían sus duras palabras lo que más me atormentaría, sino aquellos ojos inquietos abrumados por la desesperación y el desconcierto. Es entonces cuando la ira se desata en el interior de mi esposa. Por fin comprende lo frágil que es todo, ahora que he privado a sus ojos de la ilusión con la que acostumbraban a mirarme. Ahora que me mira como quien acaba de entender que no solo su vida, sino que también la de su propio hijo, se encuentran en peligro. Yo soy el único responsable de esta desgraciada situación, el único responsable de que aquellos ojos me miren ahora como a alguien odioso y repugnante. Apretaría los dientes y me gruñiría, puesto que no existe animal más fiero que una hembra que trata de proteger a sus cachorros. Con una mano sobre el vientre hinchado, cubriendo su descendencia, protegiéndola del mismísimo mal que le acecha de frente, me echaría de casa. Yo sé que lo haría, que estaría dispuesta a todo con tal de que me largase de allí y no volviera, aunque para ello tuviera que emplear la violencia. Pero yo no deseo ningún mal a mi esposa ni al hijo que esperamos. Lamentaría entonces haberle contado mi promesa y no desearía otra cosa que no haberlo hecho. Me gustaría abrazarla y decirle que la amo, y que todo cuanto he de cumplir lo hago por ella y nuestro hijo, pero una vez que le hubiera confesado lo de mi promesa no podría albergar ninguna esperanza. Todo estaría perdido. Todo sería inútil. Así que decido marcharme sin contárselo. Esquivo su mirada, me escondo de su sonrisa, rehúyo como puedo su cariño y rechazo sus labios y las manos que me acarician la cara. Pongo como excusa cualquier pretexto y le prometo que no tardaré en volver. Durante el camino a casa de SJ pensé que no existe mayor desgracia que la que uno se busca por sí mismo. Desde siempre he sentido en mí un poderoso instinto de autodestrucción, exactamente el mismo que también padece SJ. Esta es precisamente la única razón de nuestra larga amistad. Por fin llego a su casa. Nos encontramos en el umbral de la puerta. La luz crepuscular de la tarde inunda toda la estancia. Durante unos segundos todo permanece en silencio. Enseguida noto su impaciencia. No obstante, me sonríe. SJ siempre ha tenido una sonrisa de lo más siniestra. La conserva exactamente igual que cuando le conocí, cuando no éramos más que un par de adolescentes locos. En lo demás ha cambiado. Su rostro ha envejecido mucho, bastante más que el mío. Pero como su sonrisa, sus ojos siguen siendo los mismos. Aquellos ojos que tanto he temido y que tan llamativos me parecieron siempre. Ojos de un color amarillento por los que se asoma el mismísimo demonio. Alza entonces su mano derecha y me enseña las líneas intermitentes de color negro que limitan la falange distal de su meñique. A estas líneas les preceden unas tijeras. Me acuerdo perfectamente del día en que se hizo aquel tatuaje. Fue el mismo día en que mi destino quedaría sellado para siempre, cuando por fin comprendí que todo el sentido de mi vida giraría en torno a dicho tatuaje. Desde ese instante las agujas del tiempo correrían incesantes a lo largo de los años. Solo podrían detenerse en el momento en que SJ me reclamara para cumplir mi promesa. Solo entonces podría descansar en paz. Nos dirigimos directos a la cocina. No intercambiamos ninguna palabra, cualquier clase de interacción entre nosotros habría carecido de significado. Nosotros tan solo debíamos terminar con todo aquello. La primera parte del trato era solo de su incumbencia. “Ha llegado el momento”. Sobre la encimera había una tabla de cortar. Junto a esta reposaba el pesado cuchillo cuyo filo resplandecía de manera perversa. SJ me entregó entonces una bandeja de plata. En unos instantes esa bandeja contendría la falange distal del dedo meñique de SJ, y yo tan solo tendría que comérmela, tal como se lo había prometido hacía muchos años.