10/01/22

La cena está servida

Desde que aquella noche nos comimos a María todo cambió entre nosotros. No creo que me sea posible evaluar dicho cambio como algo negativo, puesto que aquel acto aberrante nos mantendrá unidos de por vida. Pero tampoco podría deducirse lo contrario, es decir, que aquel acto inaugurara de algún modo un devenir positivo con respecto al futuro de nuestra relación. Simplemente lo cambió todo, y por tanto es lo suficientemente significativo como para hablar de ello.

Nosotros vivíamos en uno de los edificios que circundaban la plaza del oeste. Se trataba de un piso antiguo, propiedad de un matrimonio de ancianos decrépitos, ideal como para albergar a seis personas, aunque solo figurásemos cuatro en el contrato. Los ancianos desconocían esta situación, y de su ignorancia nos beneficiábamos nosotros, que pagábamos un precio ridículo por el alquiler.

A María nos la entregaron a comienzos de septiembre. A penas era una bola de pelo retorciéndose en la palma de la mano. A SJ le gustaba asomarla por el balcón, y la pequeña gata maullaba presa del terror. María poseía un pelaje sedoso y abundante de color pardo, con intermitentes manchas blancas. Le era característica una sola y única manchita negra en la parte superior de su hocico, de donde le sobresalían unos largos bigotes. Con el tiempo le crecieron garras y dientes afilados como púas, y desde el momento en que los abrió, resaltaban por su intenso color verde sus ojitos achinados. María creció rápidamente, traumatizada por las exposiciones a las que fue sometida inicialmente por SJ, y jamás reunió el valor suficiente como para subirse a cualquier plataforma superior a tres pies de altura.

María ha sido el mejor animal que he tenido en mi vida: inteligente, escurridiza, rápida y, en determinadas ocasiones, entrañable. Era inteligente porque convivir con nosotros en aquel piso no era tarea sencilla, exigía, por el contrario, una alta capacidad de adaptación. Adaptación que María supo adquirir desde bien pequeña, digna de la mayor de las alabanzas. Era escurridiza y rápida porque resultaba extraordinariamente difícil atraparla. Lo cierto es que un gato sabe ocultarse muy bien, hecho que puede derivarse de sus innatas habilidades para cazar, y cuando decide hacerlo, cualquier oquedad, por pequeña que sea, puede servirle como escondite. He definido más arriba que su carácter entrañable era de una naturaleza ocasional, puesto que esto acontecía especialmente en aquellos días en que María experimentaba el periodo, días en los que agradecía que le tocasen su pequeña cavidad reproductiva. En referencia a esto último, cabe señalar que durante las noches maullaba descosidamente, y no dejaba de hacerlo hasta que alguno de nosotros la acunaba entre sus brazos acariciando cariñosamente sus genitales. Es difícil de explicar lo que disfrutaba con solo observarla: con una elegancia pasmosa era capaz de esquivar las interminables cantidades de basura que diariamente se acumulaban en aquel infecto lugar, así como pasar entre los cascos vacíos de botellas y flanquear los atestados ceniceros sin perder uno solo de sus pelos.

Una vez saqué a descongelar un par de doradas que pretendía cocinar a la sal en compañía de SJ. Ambos nos descuidamos durante un rato y al volver a la cocina una de las doradas había desaparecido. Buscamos la dorada dominados por un voraz apetito y no dimos con ella hasta que escuchamos un grito de horror proveniente de la habitación de AB, que decía que bajo el armario asomaba algo así como la “cola de un pez”. En efecto, se trataba de la cola de nuestra dorada. María había hincado sus pequeños pero afiladísimos dientes en la escamosa piel del pescado, pero salvo estos desperfectos y la suciedad que la cubría, nuestra dorada estaba en perfectas y apetecibles condiciones.

Nuestros amigos del tercero, S y JB, llevaban viviendo un año juntos. Discutían a menudo, y durante sus visitas a nuestra casa podían entreverse las grietas y fisuras que ostentaba ya casi de forma irreversible su relación sentimental. Quizás les motivara vernos por el hecho de que la visita actuara como analgésico capaz de aplacar por unos minutos sus serios problemas conyugales, pero lo cierto es que no funcionaba, puesto que siempre terminaban discutiendo. Ello me resultaba francamente insoportable, y de hecho no lo hubiera tolerado si no fuera por que traían con ellos a Lola, una cachorra surgida de un cruce de Pitbull con Stanford. Os podéis imaginar el traqueteo que se traían ambos animales por la casa. Todos sabíamos que no era más que un juego entre ellas, un juego intrínseco a la naturaleza de cada una. El único juego que existe realmente en la vida: el del cazador o la presa.

A veces sentíamos la necesidad de premiar a María por su excelente comportamiento. A María le chiflaban unas barritas hechas con grasa de salmón que vendían en la tienda de animales que hacía esquina con la plaza. La dependienta era una veterinaria frustrada que había terminado por abrir una tienda para mascotas. No le gustaba demasiado su trabajo, a penas si mostraba un mínimo interés cuando le preguntabas acerca de algún producto en especial. Era vaga y sebosa y olía a meado de gato. Pero en cualquier caso nos recomendó esas barritas para nuestra pequeña María que le hacían perder la cabeza. Ni siquiera la presencia de las fauces abiertas e impregnadas de saliva de Lola hubieran impedido que María saliera de su escondite maullando y retorciéndose de impaciencia por aquel pedacito de mierda. En una ocasión AB quiso llegar aún más lejos y compró una tarrina de hígado de buey. Sobre el plato parecía un flan, por cuyos flancos resbalaba una gelatina brillante con aspecto de costra. El olor hizo que inmediatamente me rugiera el estómago. Me acerqué a aquella cosa y le pregunté a AB de qué se trataba.

            Solomillo de buey. Dijo.

            Carai. Respondí. ¿Podría probar un poco?

            Sí, claro. Pruébalo. Aunque solo prueba un poco.

Por unos instantes no comprendí. ¿A qué venía eso de que solo probara un poco? En aquella casa no existía la propiedad privada. De mal grado, pero sin ganas de pelearme por un trozo de solomillo, me serví de un tenedor y arranqué una porción.

            Esto es realmente asqueroso.

            Por eso te dije que probaras un poco.

            Sin duda es lo más repugnante que he comido en mi vida.

            Claro. Es que es para María.

El año transcurrió casi sin darnos cuenta, y cada uno de nosotros fue abandonando el piso sin querer hacerse responsable del destino de María. Ciertamente, María había supuesto un agradable entretenimiento durante todo aquel periodo de nuestras insulsas vidas, añadiendo esa chispa de vitalidad que solo aquellos que nos vemos inmersos en la apatía sabemos valorar, pero de ahora en adelante, para la mitad de los que vivíamos allí, la existencia o no de María resultaba completamente indiferente. Los últimos en abandonar el piso éramos SJ y yo, por tanto, quizás por causas accidentales, o quizás por la necesidad en la que de forma inexorable transcurre todo cuanto acontece, recayó sobre nuestras manos el destino de María. Debíamos encontrar una solución a nuestro problema lo antes posible, ya que en un par de días debíamos partir lejos, muy lejos de allí. S y JB también tenían que irse, por lo que en todo el edificio no teníamos a nadie conocido al que pudiéramos vender a María. Tampoco en la ciudad, y la verdad es que nos daba bastante apuro abandonar a María a su propia suerte, ya que, acostumbrada al confortabilidad del hogar, no sobreviviría durante mucho tiempo. Los refugios para gatos tampoco nos convencían, además, en dichas instituciones, hay que entregar al animal en calidad de “donación”, y para nosotros María tenía un valor excepcional, valor que indudablemente solo entregaríamos a cambio de dinero, puesto que no existe otra forma de solventar los daños causados por la pérdida de aquello que se tiene en mucha estima.

No habiendo pues un gran abanico de posibilidades, decidimos que la forma más adecuada para despedir a María sería la de organizar un festín en su honor. Además ni SJ ni yo habíamos probado nunca la carne de gato. Especulamos acerca de su jugosidad, su textura y el sabor, y la comparamos con otro tipo de carnes que sí habíamos probado. Quizás consistiera en algo parecido a la carne de gallina, o al pollo. La ternera, el cerdo y el cordero quedaron inmediatamente descartados. Entonces fue cuando recordamos casi simultáneamente que lo más parecido a comer gato sería el conejo o la liebre. Por eso decían lo de “que no te den gato por liebre”.

            ¿Pero has cocinado alguna vez una libre?. Me preguntó SJ.

            No que yo recuerde. En cualquier caso, lo más complicado será despellejarla.

            María es puro hueso y pellejo. Seguramente la carne será dura y fibrosa, y estará muy adherida a la piel. Nos va a costar trabajo limpiarla.

            Casualmente, el otro día pasó por el barrio el afilador. Me despertó esa dulce musiquilla que sale del altavoz y que recuerda a la melodía que produce una flauta de pan. Me asomé a la ventana con la extraña sensación de sentir por primera vez que algo se me removía en el estómago, como si en el fondo de mi ser palpitase aquello que nos recuerda que estamos vivos, y que hace que experimentamos algún tipo de emoción. No pude ver desde la ventana al afilador, pero su mensaje parecía venir desde todas las direcciones, y su voz inundó estas calles estrechas y malolientes como si se tratara del redentor.

¿Pero qué es lo que decía?. Preguntó SJ.

            Fue tan emocionante que retuve en mi memoria cada una de sus palabras. El mensaje decía: “Ya está aquí el afilador. Se afilan cuchillos, navajas, tijeras, hachas, machetes, todo tipo de utensilios de cocina, máquinas de fiambre…”. Luego volvía a repetir lo mismo, en bucle, hasta que su voz se iba perdiendo en la distancia…

            ¿Y no fuiste en su busca? ¿No sentiste en tu corazón el impulso de afilar hasta las patas de una silla?

            Pues claro que fui en su busca. Bajé con ese hacha viejo y oxidado que encontramos en el polvorín, donde C dio una fiesta el año pasado.

            Sí, me acuerdo del hacha. Siempre he querido usarlo, pero hasta hoy no se me ocurrió con qué.

No fue tarea fácil atrapar a María. Creo que ella columbró que el brillo que se desprendía de nuestros ojos no era el mismo que cuando le entregábamos las barritas de grasa de salmón. Supongo que ella sabía qué clase de destino le aguardaba. De alguna forma intuyó que aquella tarde sería su final. Despedazamos a María en la encimera de madera de la cocina y tiramos sus restos al cubo de basura. La cabeza, sin embargo, quiso quedársela SJ, algo a lo que yo me opuse en principio porque también la quería para mí, puesto que María ha sido el mejor animal que he tenido en mi vida.  

En definitiva, el guiso que hicimos con María no tenía nada que envidiar a ningún otro. Ni siquiera los menús que se sirven en los banquetes más prodigiosos podrían comparársele. Nos llevó unas cuantas horas guisar y limpiar la sangre y los pelos de María. A eso de las nueve de la noche llegaron nuestros invitados, S y JB. Iba a ser nuestra última cena en aquella ciudad.

            Puedes darle un poco a Lola. Estoy convencido de que su sabor le resultará familiar. Dijo SJ a S.

            Encuentro la salsa muy buena, solo que la carne está demasiado dura. Apuntó JB.

            Eso es porque la carne es salvaje. Respondí.

            La verdad es que si hubiera sabido que íbamos a comer liebre no hubiera venido. Nunca me gustó comer liebres. En mi pueblo siempre las cazaban, después mi abuela las despellejaba y las deshuesaba en el patio. Todo se manchaba de sangre y era muy desagradable. Añadió S.

            Además… esta carne… No sé… Sabe demasiado a algo que no me gusta. JB masticó durante un rato la porción que acababa de engullir y se quedó pensando en silencio. Un momento, claro. Ya sé a que me recuerda. Sabe un poco a salmón. Eso es, salmón. Y el salmón, como cualquier pescado, no lo soporto.

            ¿Pero quién ha hablado de que sea liebre lo que estamos comiendo? Insinué yo.

            Ni liebre ni salmón. Dijo SJ. Estamos comiendo algo muy distinto. Algo muy especial.

            ¿Y por qué no nos decís qué coño es?. Insistió JB.

En ese instante, Lola destapó el cubo de la basura y comenzó a lamer su interior.

            ¡Lola! ¡Lola! ¡quieres venir de una vez! ¡eso no se hace Lola!. Gritó S. Mira, te has llenado de pelos. Tienes todo el hocico lleno de pelos, Lola.

            Espera, para quieta. ¿Qué demonios tiene en el hocico? Preguntó JB. Coño, S, la perra está sangrando.

Es cierto que tiene sangre, pero fíjate bien, parece que no es de ella.

En ese instante S y JB se viraron hacia nosotros mirándonos con estupefacción: algo descabellado les había pasado a los dos por la mente. Una idea que no deseaban formular, pero que indudablemente estaba ahí, revolviéndoles las entrañas…

            No he visto a María hoy. Señaló S. ¡Qué raro que no salga a jugar con Lola!

            Ya sabéis que los gatos saben ocultarse muy bien. Dijo SJ.

            Sí. Eso sin duda. Pero María no está escondida en ninguna parte. María está a simple vista. Está aquí, con nosotros. Añadí yo.

            ¿Aquí dónde?. Preguntó JB en tono de alarma.

S se levantó inmediatamente de la mesa y contempló el plato de comida.

Está aquí mismo. Repuso SJ. ¡Debajo de vuestras narices!

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