31/01/22

La curva de la felicidad

 

Dedicado a Alejandra, por compartir conmigo una vida espartana

 

Mi esposa y yo nos mudamos a Tenerife a primeros de año. A mi mujer le ofrecieron un puesto de relativa importancia como psicóloga en un campamento de inmigrantes, y yo comencé a dar clases de filosofía en un colegio concertado de la Laguna mientras terminaba mi tesis doctoral sobre los sistemas presocráticos de racionalidad. Vivimos en una zona residencial de un pueblecito costero al norte de la isla, cercados por las escarpadas montañas que conforman el macizo de Anaga y el bravo océano atlántico que se extiende azul e infinito hasta el horizonte. Decadentes fincas dedicadas al cultivo de plataneras se expanden a lo largo de la costa. La exuberante vegetación que nos rodea hace pensar que vivimos en el corazón de un paraíso perdido. Lagartos gigantes del color de la ceniza reptan entre las agrestes formaciones rocosas de origen volcánico. Allá donde uno dirija su mirada podrá encontrar palmeras, especies innumerables de cactus, chumberas, eucaliptos, dragos, tabaibas y verdes y frondosos bosques de laurisilva. Vertiginosos barrancos rompen la simetría del paisaje escarbando abruptamente bajo nuestros pies hasta alcanzar un foso de espinas. En las mismas laderas que franquean el barranco, las viejas casas de pescadores penden milagrosamente del precipicio, como si los arquitectos hubieran firmado alguna clase de pacto mefistofélico para sostenerlas.

Llevamos viviendo aquí cerca de un año y todavía no disponemos de coche, lo cual, para nuestra desgracia, entraña una serie de problemas logísticos que convierten cualquier necesidad cotidiana en una hazaña de proporciones homéricas. En estas circunstancias conviene trazar un plan realmente efectivo para minimizar en lo posible las infinitas dificultades que puedan presentarse ante determinadas situaciones, como, por ejemplo, hacer la compra del mes. Muy importante resulta en este sentido elegir correctamente el día y la hora, así como detallar de forma premeditada y escrupulosamente cada una de las fases de las que se componga la tarea. El mismo hecho de ir al Mercadona, ubicado en el pueblo de Tejina a dos kilómetros de distancia, supone todo un reto para nuestras conciencias, pues bajo un sol implacable debemos atravesar una sinuosa y estrecha carretera de tráfico muy concurrido, y no es algo extraordinario encontrar cruces revestidas de flores marchitas junto a la cuneta.  Aunque la experiencia nos ha vuelto bastante resolutivos, dependiendo de nuestros respectivos estados de ánimo, no son infrecuentes las discusiones en torno a quién de nosotros debe encabezar la marcha. Yo me pongo especialmente nervioso en esta primera fase, pues temo mucho que en la curva siguiente nos arroye un camión y seamos los siguientes en cubrir de cruces el camino. Así que, por norma general, mi mujer, que es bastante más decidida que yo, es la que lidera la trepidante marcha hacia las puertas del hipermercado. Es común, que, en determinadas épocas del año, la panza de burro que se posa sobre la corona montañosa de Anaga oscurezca el cielo y los rayos de sol nos den unas horas de tregua. Según las previsiones meteorológicas para el día de la compra mensual, la panza de burro no debería desaparecer hasta la tarde, y, sin embargo, a eso de las diez se había disipado por completo, por lo que no tuvimos más remedio que afrontar con dignidad la inclemente descarga de un sol de justicia.

Al llegar a Tejina, la fúnebre voz de un pregonero anunciaba por las calles la muerte de un respetado anciano que había fallecido atragantado la noche anterior tras ingerir su indispensable vaso de leche con gofio. Mi mujer y yo nos detuvimos en la acera frente a la iglesia, donde se arremolinaba una muchedumbre de familiares enlutados, ataviados con sus mascarillas negras despidiéndose para siempre del estimable anciano.

Amor, no te detengas, debemos proseguir nuestra marcha.

Ya lo sé. Sólo que me resulta curiosa la escena. Hacía mucho tiempo que no veía algo parecido.

Debe ser algo común aquí dije secándome el sudor de la frente con el antebrazo. De cualquier forma, vivimos en un mundo extraño.

Dejamos la iglesia a un lado y tomamos la circunvalación de la izquierda. A unos trescientos metros se encontraba el Mercadona. Ahora circulábamos en paralelo, cada uno cargado con innumerables bolsas de tela.

El verdadero suplicio vendrá luego dijo mi mujer mirando las bolsas.

¿Cuándo? pregunté.

Luego, cuando volvamos cargados con la compra.

No te preocupes, cielo. Ya pensé en eso antes de salir de casa.

¿Y por qué me lo has ocultado?

No sé. Creo que esperaba sorprenderte con mi determinación.

¿Sabes qué es posible que la guagua no pueda pasar a causa del funeral? apuntándome de forma inquisitiva.

Lo sé. Tranquila, está todo pensado.

Deberíamos haber caído antes en esto. De todas formas, las cosas no han salido como esperábamos.

Las gotas de sudor bañaban su rostro. Sus ojos melados mirándome inquietos. Su pelo negro cayéndole por los hombros. Sus enormes aros de plata. Su pecho se alza tras una profunda inspiración. Somos unos desgraciados sin coche, pero la quiero mucho.

¿Lo dices por lo del anciano? pregunté al fin, intrigado.

¿Cómo iba a saber yo que ese desgraciado iba a morir atragantado la noche antes al día fijado para la compra? ¿Cómo iba a saber yo que el pregonero cantase la noticia justo cuando entrásemos en el pueblo? ¿Cómo iba yo a imaginar a toda esta gente cortando la calle?

No lo digo por lo del anciano. Eso me da igual, lo digo por el pronóstico del tiempo echando la cabeza hacia atrás. ¡Me aso de calor!

Una de sus cejas se arquea. Su piel dorada por el sol. Los tatuajes en sus extremidades. El corazón se me acelera al imaginarla desnuda. Ella continúa la marcha decidida, como siempre, y yo no puedo despegar mis ojos de su oscilante movimiento de cadera. Una enorme nube se detiene sobre nosotros. La sombra. Respiro aliviado, por fin algo de brisa. La sigo. Las puertas del Mercadona por fin. Ahora comienza la segunda fase. Cada uno se apropiará de un carrito de la compra. Mi mujer irá primero al departamento de comida para mascotas, después irá al pasillo de lácteos y de camino cogerá café y pan para tostar. Yo en cambio me encaminaré hacia el pasillo de la carne. Un lugar tétrico en el que se respira a muerte envasada. Después iré a pedir cola en la pescadería, y mientras espero, al mostrador de congelados. Mi mujer proseguirá por el pasillo de la fruta y la verdura, y a continuación, se dirigirá al pasillo contiguo, donde se encuentran los frutos secos, las latas en conserva y los encurtidos. Una vez que aparezca mi número en la pantalla, intento hacerme hueco entre las señoras chismosas que se aglutinan ante la morralla. Si bien resulta un tanto tétrico el pasillo de la carne, la pescadería, con los pescados sepultados sobre una tumba de hielo, observándote desde la pétrea y, simultáneamente, gelatinosa superficie de sus ojos siempre abiertos, es la viva imagen del infierno. Por último, mi mujer desaparecerá en el departamento de cosmética y yo revisaré los carros en busca de algo que se nos pudiera haber olvidado. Es muy importante que respetemos este orden riguroso del procedimiento, pues en caso de imprevisto sabremos dónde encontrarnos. Una vez tuvieron que llamar a mi mujer por megafonía, acontecimiento que logré gracias a las incesantes suplicas que proferí a la cajera. El hecho de salir del umbral del anonimato a través de la válvula de un megáfono tampoco es que a ella le hiciera mucha gracia, pero como todo proceder mejora a través de la experiencia acumulada, ahora sé que si la pierdo podré encontrarla con seguridad en el pasillo de cosméticos. Los artículos de compra han sido previamente pactados, como siempre, horas antes de la salida. No debemos excedernos en el precio, ni tampoco en la duración estimable dedicada a cada departamento. Esta última cuestión siempre origina tensos debates relativos a la concepción que tiene cada uno del tiempo, pero lo cierto es que el secreto de un matrimonio está siempre en la comunicación. Quizás, una de las partes más laboriosas y en la que más tensión se acumula, es a la hora de colocar los artículos en las bolsas de tela. La cajera trabaja a una velocidad abrumadora, y nuestros artículos se amontonan rápidamente al otro lado del mostrador si mi mujer y yo no nos coordinamos con eficiencia. Tras sucesivos desastres, acordamos que yo sería el responsable de depositar los artículos en la cinta deslizante y ella la que se encargaría de ordenar por peso y características el conjunto de la compra. Gracias a esta forma de proceder hemos ganado bastante calidad de vida como pareja. Luego subimos con nuestros carritos a reventar por el ascensor y después nos enfrentamos a la cruda realidad de los que no tienen coche. Pero como antes se anunció, yo quería sorprender a mi mujer con una revolucionaria propuesta.

Dos semanas atrás me había visto en la necesidad de hacer yo sólo la compra, y tras desmesurados esfuerzos por alcanzar la parada de la guagua, justo a la altura de la plaza, encontré una parada de taxis. Apiadándose de mi situación, el taxista me ayudó a colocar la compra en el maletero, y tras tomar la pronunciada curva que conduce a nuestra residencia, logré llegar a casa en un tiempo récord y sin desgarrarme las articulaciones. Tras pagar al taxista, que me ayudó a llevar las bolsas junto al portal, estrechándole la mano, le dije:

¿Menuda curva eh?

El taxista asintió obsequiándome con una sonrisa.

Una curva como la vida misma señaló.

Mi mujer me contemplaba incrédula. Después su expresión cambió y en sus labios se dibujó una sonrisa irónica.

No sé si me hablas alguna vez en serio dirigiendo la mirada a los carritos, ocultos del sol en el rellano de la entrada. ¿Quieres que me acerque yo a la parada?

Como quieras. Te espero aquí pacíficamente fumándome un cigarrillo observando igualmente los carritos espero que no se descongele nada…

Pensé en los carritos como si fueran dos seres vulnerables ante la intemperie de los elementos. Imaginé toda la compra derritiéndose y goteando entre los huecos de la maya metálica. Fue entonces cuando, de forma inexplicable, me sentí tremendamente afligido al comprender cómo de inútiles habían resultado nuestros esfuerzos. 

Pues ahora nos vemos. A ver si hay suerte… dijo.

Llámame con cualquier cosa.

Me encendí el cigarrillo y mi dispuse a fumar custodiando los carritos. En ese instante, una viejita con el pelo corto y completamente blanco asomó por la puerta del establecimiento y se detuvo a escasos centímetros de mí, observándome con suspicacia.

¿Verdad que usted no ve la televisión? preguntó la vieja.

¿Cómo? repuse perplejo.

Que usted no ve la televisión, cómo no lleva mascarilla…

La verdad es que no tengo televisión.

¿Qué intenciones tendrá la vieja? El puño se me cierra sobre la mano dispuesto a saltarle la dentadura.

Pero señora tratando de contener mi ira no es obligatorio en la calle.

Entonces me percato de que tampoco la lleva puesta.

La viejita se dirige a mí a través de movimientos espasmódicos. Respira de forma entrecortada:

Entonces a usted eso de la pandemia… gesticulando con la mano derecha. A usted eso le da igual…

Señora, no sé cuales son sus verdaderas intenciones, pero advierto que usted tampoco la lleva, así que no sé conque derecho se atreve a recriminarme.

La viejita sonríe ampliamente ostentando su dentadura postiza:

No, usted no me ha entendido. La mascarilla… susurrándome al oído, de tal forma que me veo en la obligación de inclinarme. No hay que llevarla nunca. Yo misma le he practicado dos agujeros, porque si no me es imposible respirar.

La viejita me lo demuestra introduciendo sus dedos en los agujeros, continúa:

A la gente le han lavado el cerebro. La televisión es corruptora, todas esas noticias. Toda esa paranoia del virus.

La gente es imbécil, señora. Me alegra encontrar gente así, como usted. Al principio pensé que trataba de recriminarme. Dándole unas chupadas al cigarrillo. Verá, señora, eso de la responsabilidad y el civismo... rascándome la cabeza la verdad es que los viejos y los enfermos me preocupan bien poco, bastante difícil me resulta hacer ya la compra. Ahora celebro que me haya usted hablado y que sea de las mías.

Hace un momento quería abrirle la cabeza. Alargué la mano para estrechársela:

Pero no vamos a entrar en debate ahora, actualmente todo esto es agua pasada, y, sin embargo, la gente la sigue llevando a todas horas.

El rostro de la vieja se convulsiona. Sus dedos huesudos y alargados trepan hasta mi hombro presionándolo.

Eso es, joven. Todo esto forma parte de un plan mundial. El nuevo orden, así lo llaman. Las noticias ocultan la verdadera naturaleza de lo que está sucediendo. Por eso hay que usar Telegram. Este es el único canal válido para enterarte realmente de lo que está pasando. Llevan años allanando el terreno, contaminan la atmósfera que respiramos con nanopartículas y la gente tiene la inteligencia nublada. Depositando su mano artrósica sobre mi pecho. ¡Pero aún hay esperanza, no todo está perdido! Espero que no te hayas vacunado.

Pues tuve que vacunarme, señora.

La vieja se retira, consternada.

Me obligaron, señora. Tuve que hacerlo por el trabajo.

Eso es mentira. La mujer me escruta con desconfianza. ¡No pueden hacerlo!

Bueno, y aunque no lo hicieran, tengo mis razones, sobre todo económicas. Señora, cuando viajaba a la península, me estaba dejando un dineral… repuse indignado.

¡Pues no vayas a la península! exclamó imperiosa.

La viejita está comenzando a hincharme los cojones.

Señora, eso no puede ser.

Ahora tienes la sangre contaminada… persignándose a mi nieta no se le despega el tenedor del brazo donde la vacunaron.

En ese instante un taxi estaciona en la acera. Mi mujer sale del auto y me llama a voces.

Tengo que irme señora, pero me alegro mucho de haber charlado con usted.

¡Los carros! ¡ve a por los carros! increpó mi esposa.

Tampoco ve ella la televisión, ¿verdad?

No, señora. Ella también es de los nuestros.

¡Las bolsas!

Virándome hacia mi mujer:

¡Voy!

¿Pero qué te dice la vieja?

Orillándola hacia el taxi:

Entra, ya llevo yo el resto.

Volviéndome hacia la vieja:

Ya nos veremos señora, ¡que tenga usted un buen día!

De camino al taxi le conté a mi mujer todo lo que había pasado. Ella se rio. Yo también me reí. En fin, dije, no fue para tanto al final. No amor, si es que tú y yo somos muy resolutivos. Qué gracioso lo de la vieja, la verdad es que vivimos en un mundo extraño. Si, criatura, demasiado, repuse yo. Cuando el taxi tomó la curva le pedí que se detuviera. El coche frenó en seco, y si no fuera porque llevábamos puesto el cinturón, le habríamos destrozado la pantalla protectora al taxista.

¿Qué haces? dijo mi mujer agarrándome con fuerza de la rodilla.

¿No lo has sentido?

¿El qué, de qué estás hablando? ¡Menudo susto me has dado!

Esa curva… ¿Sabes qué?

¡Estás fatal!

¡Es la curva de la felicidad...! exclamé desperezándome en el asiento.

Sí, cuando nos compremos un coche… dijo mi esposa.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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