Dedicado a Alejandra, por compartir conmigo una vida espartana
Mi esposa y yo
nos mudamos a Tenerife a primeros de año. A mi mujer le ofrecieron un puesto de
relativa importancia como psicóloga en un campamento de inmigrantes, y yo
comencé a dar clases de filosofía en un colegio concertado de la Laguna
mientras terminaba mi tesis doctoral sobre los sistemas presocráticos de
racionalidad. Vivimos en una zona residencial de un pueblecito costero al norte
de la isla, cercados por las escarpadas montañas que conforman el macizo de
Anaga y el bravo océano atlántico que se extiende azul e infinito hasta el
horizonte. Decadentes fincas dedicadas al cultivo de plataneras se expanden a
lo largo de la costa. La exuberante vegetación que nos rodea hace pensar que
vivimos en el corazón de un paraíso perdido. Lagartos gigantes del color de la
ceniza reptan entre las agrestes formaciones rocosas de origen volcánico. Allá
donde uno dirija su mirada podrá encontrar palmeras, especies innumerables de
cactus, chumberas, eucaliptos, dragos, tabaibas y verdes y frondosos bosques de
laurisilva. Vertiginosos barrancos rompen la simetría del paisaje escarbando
abruptamente bajo nuestros pies hasta alcanzar un foso de espinas. En las
mismas laderas que franquean el barranco, las viejas casas de pescadores penden
milagrosamente del precipicio, como si los arquitectos hubieran firmado alguna
clase de pacto mefistofélico para sostenerlas.
Llevamos
viviendo aquí cerca de un año y todavía no disponemos de coche, lo cual, para
nuestra desgracia, entraña una serie de problemas logísticos que convierten
cualquier necesidad cotidiana en una hazaña de proporciones homéricas. En estas
circunstancias conviene trazar un plan realmente efectivo para minimizar en lo
posible las infinitas dificultades que puedan presentarse ante determinadas
situaciones, como, por ejemplo, hacer la compra del mes. Muy importante resulta
en este sentido elegir correctamente el día y la hora, así como detallar de
forma premeditada y escrupulosamente cada una de las fases de las que se
componga la tarea. El mismo hecho de ir al Mercadona, ubicado en el pueblo de
Tejina a dos kilómetros de distancia, supone todo un reto para nuestras conciencias,
pues bajo un sol implacable debemos atravesar una sinuosa y estrecha carretera de
tráfico muy concurrido, y no es algo extraordinario encontrar cruces revestidas
de flores marchitas junto a la cuneta. Aunque
la experiencia nos ha vuelto bastante resolutivos, dependiendo de nuestros
respectivos estados de ánimo, no son infrecuentes las discusiones en torno a
quién de nosotros debe encabezar la marcha. Yo me pongo especialmente nervioso en
esta primera fase, pues temo mucho que en la curva siguiente nos arroye un
camión y seamos los siguientes en cubrir de cruces el camino. Así que, por
norma general, mi mujer, que es bastante más decidida que yo, es la que lidera
la trepidante marcha hacia las puertas del hipermercado. Es común, que, en
determinadas épocas del año, la panza de burro que se posa sobre la corona
montañosa de Anaga oscurezca el cielo y los rayos de sol nos den unas horas de
tregua. Según las previsiones meteorológicas para el día de la compra mensual, la
panza de burro no debería desaparecer hasta la tarde, y, sin embargo, a eso de
las diez se había disipado por completo, por lo que no tuvimos más remedio que afrontar
con dignidad la inclemente descarga de un sol de justicia.
Al llegar a
Tejina, la fúnebre voz de un pregonero anunciaba por las calles la muerte de un
respetado anciano que había fallecido atragantado la noche anterior tras ingerir
su indispensable vaso de leche con gofio. Mi mujer y yo nos detuvimos en la
acera frente a la iglesia, donde se arremolinaba una muchedumbre de familiares enlutados,
ataviados con sus mascarillas negras despidiéndose para siempre del estimable
anciano.
⸺Amor, no te detengas, debemos
proseguir nuestra marcha.
⸺Ya lo sé. Sólo que me resulta
curiosa la escena. Hacía mucho tiempo que no veía algo parecido.
⸺Debe ser algo común aquí ⸺dije secándome el sudor de la frente
con el antebrazo⸺. De cualquier forma, vivimos en un mundo extraño.
Dejamos la
iglesia a un lado y tomamos la circunvalación de la izquierda. A unos
trescientos metros se encontraba el Mercadona. Ahora circulábamos en paralelo,
cada uno cargado con innumerables bolsas de tela.
⸺El verdadero suplicio vendrá
luego ⸺dijo mi mujer mirando las
bolsas.
⸺¿Cuándo? ⸺pregunté.
⸺Luego, cuando volvamos cargados
con la compra.
⸺No te preocupes, cielo. Ya
pensé en eso antes de salir de casa.
⸺¿Y por qué me lo has ocultado?
⸺No sé. Creo que esperaba
sorprenderte con mi determinación.
⸺¿Sabes qué es posible que la
guagua no pueda pasar a causa del funeral? ⸺apuntándome de forma inquisitiva.
⸺Lo sé. Tranquila, está todo
pensado.
⸺Deberíamos haber caído antes en
esto. De todas formas, las cosas no han salido como esperábamos.
Las gotas de
sudor bañaban su rostro. Sus ojos melados mirándome inquietos. Su pelo negro
cayéndole por los hombros. Sus enormes aros de plata. Su pecho se alza tras una
profunda inspiración. Somos unos desgraciados sin coche, pero la quiero mucho.
⸺¿Lo dices por lo del anciano? ⸺pregunté al fin, intrigado.
¿Cómo iba a
saber yo que ese desgraciado iba a morir atragantado la noche antes al día fijado
para la compra? ¿Cómo iba a saber yo que el pregonero cantase la noticia justo
cuando entrásemos en el pueblo? ¿Cómo iba yo a imaginar a toda esta gente cortando
la calle?
⸺No lo digo por lo del anciano.
Eso me da igual, lo digo por el pronóstico del tiempo ⸺echando la cabeza hacia atrás⸺. ¡Me aso de calor!
Una de sus
cejas se arquea. Su piel dorada por el sol. Los tatuajes en sus extremidades. El
corazón se me acelera al imaginarla desnuda. Ella continúa la marcha decidida,
como siempre, y yo no puedo despegar mis ojos de su oscilante movimiento de
cadera. Una enorme nube se detiene sobre nosotros. La sombra. Respiro aliviado,
por fin algo de brisa. La sigo. Las puertas del Mercadona por fin. Ahora comienza
la segunda fase. Cada uno se apropiará de un carrito de la compra. Mi mujer irá
primero al departamento de comida para mascotas, después irá al pasillo de
lácteos y de camino cogerá café y pan para tostar. Yo en cambio me encaminaré
hacia el pasillo de la carne. Un lugar tétrico en el que se respira a muerte
envasada. Después iré a pedir cola en la pescadería, y mientras espero, al
mostrador de congelados. Mi mujer proseguirá por el pasillo de la fruta y la
verdura, y a continuación, se dirigirá al pasillo contiguo, donde se encuentran
los frutos secos, las latas en conserva y los encurtidos. Una vez que aparezca
mi número en la pantalla, intento hacerme hueco entre las señoras chismosas que
se aglutinan ante la morralla. Si bien resulta un tanto tétrico el pasillo de
la carne, la pescadería, con los pescados sepultados sobre una tumba de hielo,
observándote desde la pétrea y, simultáneamente, gelatinosa superficie de sus
ojos siempre abiertos, es la viva imagen del infierno. Por último, mi mujer desaparecerá
en el departamento de cosmética y yo revisaré los carros en busca de algo que
se nos pudiera haber olvidado. Es muy importante que respetemos este orden
riguroso del procedimiento, pues en caso de imprevisto sabremos dónde encontrarnos.
Una vez tuvieron que llamar a mi mujer por megafonía, acontecimiento que logré
gracias a las incesantes suplicas que proferí a la cajera. El hecho de salir
del umbral del anonimato a través de la válvula de un megáfono tampoco es que a
ella le hiciera mucha gracia, pero como todo proceder mejora a través de la
experiencia acumulada, ahora sé que si la pierdo podré encontrarla con
seguridad en el pasillo de cosméticos. Los artículos de compra han sido
previamente pactados, como siempre, horas antes de la salida. No debemos
excedernos en el precio, ni tampoco en la duración estimable dedicada a cada
departamento. Esta última cuestión siempre origina tensos debates relativos a
la concepción que tiene cada uno del tiempo, pero lo cierto es que el secreto
de un matrimonio está siempre en la comunicación. Quizás, una de las partes más
laboriosas y en la que más tensión se acumula, es a la hora de colocar los
artículos en las bolsas de tela. La cajera trabaja a una velocidad abrumadora,
y nuestros artículos se amontonan rápidamente al otro lado del mostrador si mi
mujer y yo no nos coordinamos con eficiencia. Tras sucesivos desastres,
acordamos que yo sería el responsable de depositar los artículos en la cinta
deslizante y ella la que se encargaría de ordenar por peso y características el
conjunto de la compra. Gracias a esta forma de proceder hemos ganado bastante
calidad de vida como pareja. Luego subimos con nuestros carritos a reventar por
el ascensor y después nos enfrentamos a la cruda realidad de los que no tienen
coche. Pero como antes se anunció, yo quería sorprender a mi mujer con una
revolucionaria propuesta.
Dos semanas
atrás me había visto en la necesidad de hacer yo sólo la compra, y tras desmesurados
esfuerzos por alcanzar la parada de la guagua, justo a la altura de la plaza,
encontré una parada de taxis. Apiadándose de mi situación, el taxista me ayudó
a colocar la compra en el maletero, y tras tomar la pronunciada curva que
conduce a nuestra residencia, logré llegar a casa en un tiempo récord y sin
desgarrarme las articulaciones. Tras pagar al taxista, que me ayudó a llevar
las bolsas junto al portal, estrechándole la mano, le dije:
⸺¿Menuda curva eh?
El taxista
asintió obsequiándome con una sonrisa.
⸺Una curva como la vida misma ⸺señaló.
Mi mujer me
contemplaba incrédula. Después su expresión cambió y en sus labios se dibujó una
sonrisa irónica.
⸺No sé si me hablas alguna vez
en serio ⸺dirigiendo la
mirada a los carritos, ocultos del sol en el rellano de la entrada⸺. ¿Quieres que me acerque yo a
la parada?
⸺Como quieras. Te espero aquí
pacíficamente fumándome un cigarrillo ⸺observando igualmente los carritos⸺ espero que no se descongele nada…
Pensé en los carritos
como si fueran dos seres vulnerables ante la intemperie de los elementos. Imaginé
toda la compra derritiéndose y goteando entre los huecos de la maya metálica. Fue
entonces cuando, de forma inexplicable, me sentí tremendamente afligido al
comprender cómo de inútiles habían resultado nuestros esfuerzos.
⸺Pues ahora nos vemos. A ver si
hay suerte… ⸺dijo.
⸺Llámame con cualquier cosa.
Me encendí el
cigarrillo y mi dispuse a fumar custodiando los carritos. En ese instante, una
viejita con el pelo corto y completamente blanco asomó por la puerta del
establecimiento y se detuvo a escasos centímetros de mí, observándome con
suspicacia.
⸺¿Verdad que usted no ve la
televisión? ⸺preguntó la
vieja.
⸺¿Cómo? ⸺repuse perplejo.
⸺Que usted no ve la televisión,
cómo no lleva mascarilla…
⸺La verdad es que no tengo
televisión.
¿Qué
intenciones tendrá la vieja? El puño se me cierra sobre la mano dispuesto a
saltarle la dentadura.
⸺Pero señora ⸺tratando de contener mi ira⸺ no es obligatorio en la calle.
Entonces me
percato de que tampoco la lleva puesta.
La viejita se
dirige a mí a través de movimientos espasmódicos. Respira de forma entrecortada:
⸺Entonces a usted eso de la
pandemia… ⸺gesticulando
con la mano derecha⸺. A usted eso le da igual…
⸺Señora, no sé cuales son sus
verdaderas intenciones, pero advierto que usted tampoco la lleva, así que no sé
conque derecho se atreve a recriminarme.
La viejita
sonríe ampliamente ostentando su dentadura postiza:
⸺No, usted no me ha entendido.
La mascarilla… ⸺susurrándome al oído, de tal forma que me veo en la obligación de
inclinarme⸺. No hay que
llevarla nunca. Yo misma le he practicado dos agujeros, porque si no me es
imposible respirar.
La viejita me
lo demuestra introduciendo sus dedos en los agujeros, continúa:
⸺A la gente le han lavado el
cerebro. La televisión es corruptora, todas esas noticias. Toda esa paranoia
del virus.
⸺La gente es imbécil, señora. Me
alegra encontrar gente así, como usted. Al principio pensé que trataba de
recriminarme. ⸺Dándole unas
chupadas al cigarrillo.⸺ Verá, señora, eso de la responsabilidad y el civismo... ⸺rascándome la cabeza⸺ la verdad es que los viejos y
los enfermos me preocupan bien poco, bastante difícil me resulta hacer ya la
compra. Ahora celebro que me haya usted hablado y que sea de las mías.
Hace un
momento quería abrirle la cabeza. Alargué la mano para estrechársela:
⸺Pero no vamos a entrar en
debate ahora, actualmente todo esto es agua pasada, y, sin embargo, la gente la
sigue llevando a todas horas.
El rostro de
la vieja se convulsiona. Sus dedos huesudos y alargados trepan hasta mi hombro
presionándolo.
⸺Eso es, joven. Todo esto forma
parte de un plan mundial. El nuevo orden, así lo llaman. Las noticias ocultan
la verdadera naturaleza de lo que está sucediendo. Por eso hay que usar Telegram.
Este es el único canal válido para enterarte realmente de lo que está pasando.
Llevan años allanando el terreno, contaminan la atmósfera que respiramos con
nanopartículas y la gente tiene la inteligencia nublada. ⸺Depositando su mano artrósica
sobre mi pecho⸺. ¡Pero aún
hay esperanza, no todo está perdido! Espero que no te hayas vacunado.
⸺Pues tuve que vacunarme,
señora.
La vieja se
retira, consternada.
⸺Me obligaron, señora. Tuve que
hacerlo por el trabajo.
⸺Eso es mentira. ⸺La mujer me escruta con
desconfianza⸺. ¡No pueden
hacerlo!
⸺Bueno, y aunque no lo hicieran,
tengo mis razones, sobre todo económicas. Señora, cuando viajaba a la península,
me estaba dejando un dineral… ⸺repuse indignado.
⸺¡Pues no vayas a la península! ⸺exclamó imperiosa.
La viejita
está comenzando a hincharme los cojones.
⸺Señora, eso no puede ser.
⸺Ahora tienes la sangre
contaminada… ⸺persignándose⸺ a mi nieta no se le despega el
tenedor del brazo donde la vacunaron.
En ese
instante un taxi estaciona en la acera. Mi mujer sale del auto y me llama a
voces.
⸺Tengo que irme señora, pero me
alegro mucho de haber charlado con usted.
⸺¡Los carros! ¡ve a por los
carros! ⸺increpó mi esposa.
⸺Tampoco ve ella la televisión,
¿verdad?
⸺No, señora. Ella también es de
los nuestros.
⸺¡Las bolsas!
Virándome
hacia mi mujer:
⸺¡Voy!
⸺¿Pero qué te dice la vieja?
Orillándola
hacia el taxi:
⸺Entra, ya llevo yo el resto.
Volviéndome
hacia la vieja:
⸺Ya nos veremos señora, ¡que
tenga usted un buen día!
De camino al
taxi le conté a mi mujer todo lo que había pasado. Ella se rio. Yo también me
reí. En fin, dije, no fue para tanto al final. No amor, si es que tú y yo somos
muy resolutivos. Qué gracioso lo de la vieja, la verdad es que vivimos en un
mundo extraño. Si, criatura, demasiado, repuse yo. Cuando el taxi tomó la curva
le pedí que se detuviera. El coche frenó en seco, y si no fuera porque
llevábamos puesto el cinturón, le habríamos destrozado la pantalla protectora
al taxista.
⸺¿Qué haces? ⸺dijo mi mujer agarrándome con
fuerza de la rodilla.
⸺¿No lo has sentido?
⸺¿El qué, de qué estás hablando?
¡Menudo susto me has dado!
⸺Esa curva… ¿Sabes qué?
⸺¡Estás fatal!
⸺¡Es la curva de la felicidad...!
⸺exclamé desperezándome en el
asiento.
⸺Sí, cuando nos compremos un
coche… ⸺dijo mi esposa.
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