27 de marzo de 2022

Los Pacientes del doctor Augusto


Exterior. Noche. Mansión del doctor Augusto.

 

Interior. Despacho del Dr. Augusto. Estancia lúgubre, desordenada, sucia. En la entrada del despacho hay un perchero del que pende un frac, una levita, un sombrero de bombín y un bastón con empuñadora de marfil en forma de cabeza de león. A la izquierda una vitrina cubierta de telarañas en la que hay guardadas una colección de botellas de coñac. Junto a la vitrina un biombo. A la derecha una cama turca con las sábanas deshechas. Al fondo del despacho el escritorio. Las paredes forradas de estanterías repletas de libros. En una de las paredes, el retrato de la difunta mujer del Dr. Augusto.

 

Sobre la mesa del escritorio se amontonan cuadernos con el título de Memorias clínicas, una taza de café, culos de botella de coñac, rastros de tabaco seco y unas gafas de sol. Tras el escritorio, recostado en un destartalado sillón, el Dr. Augusto fuma pensativo envuelto en su camisón. En ese momento llaman a la puerta.

 

Dr. AUGUSTO

(Saliendo de su estupor)

 

¡Adelante, adelante! Puede usted pasar, la consulta ya está abierta.

 

Entra un hombre de aspecto desaliñado. Deja su sombrero de bombín en el perchero. Se sienta frente al Dr. Augusto.

 

EOCENO

(Nervioso, inseguro, entrelazando las manos)

 

Buenas noches doctor. Mi nombre es Eoceno, o lo que es lo mismo, Nuevo-Amanecer. Así me llamo, doctor. Largo ha sido el camino andado hasta su remoto despacho, largo y fatigoso. Pero son muchos los que me han aconsejado que le visite, doctor. Dicen de usted que es el único capaz de poner fin a la locura, cualquiera que esta sea, y este ha sido precisamente el motivo de mi largo viaje.

 

Dr. AUGUSTO

 

No albergue ninguna duda de que soy la persona indicada. Bastará una sola sesión conmigo, señor Eoceno, para que usted salga de aquí más cuerdo que el tuerto en el país de los ciegos.

 

El Dr. Augusto exhala el humo de su pipa sobre el rostro del paciente. Después se sirve un trago de coñac en la taza.

 

EOCENO

(Visiblemente inquieto)

 

Quisiera advertirle, doctor, antes de que empecemos, que nadie hasta el día de hoy ha sabido dar una solución a los serios trastornos mentales que padezco.

 

Dr. AUGUSTO

(Vanagloriándose)

 

Eso es porque desconocían el método adecuado. Para su tranquilidad, le diré que estoy en posesión del único método realmente efectivo contra la enajenación mental, aquel que cura al enfermo sin negar su locura, sino afirmándola hasta la extenuación, hasta que sea por sí misma absurda. 

 

EOCENO

(Sonriente, esperanzado)

 

Empecemos entonces cuanto antes, doctor. Desde este instante mi salvación estará sujeta a sus conocimientos.

 

El Dr. Augusto se inclina hacia el paciente mientras le observa con atención, fumando.

 

Dr. AUGUSTO

 

Cuénteme entonces, caballero, qué es aquello que tanto le aflige y por lo que admite estar tan enfermo.

 

EOCENO

(Estremeciéndose)

 

Hará como diez años, doctor, que no soporto la idea de que anochezca. Cuando esto sucede… es como si… como si presintiera el fin, como si fuera a borrarme de la faz de la tierra. Solo la idea de que la luz mengue a mi alrededor hace que me estremezca y empiece a temblar de miedo. Lo más extraño de todo es que con los años este temor se acrecienta mucho antes de que se ponga el sol, y, prácticamente desde que amanece, ya estoy pensando que en unas horas será el fin…

 

Eoceno se incorpora y aporrea la mesa.

 

EOCENO

(Frenético)

 

¡No lo puedo soportar, doctor! Sufro a todas horas, incapaz de conciliar el sueño siento que me consumo de forma irreversible, como si me encontrara atrapado en una pesadilla de la que jamás pudiera despertar.

 

El Dr. Augusto se incorpora y se dirige a una de las estanterías extrayendo un libro que reza: El síndrome Vespertino. Se dirige nuevamente a su asiento. Enciende su pipa y da un sorbo a la taza de café.

 

Dr. AUGUSTO

(Restregándose las manos)

 

Por lo que me cuenta, señor Eoceno, usted padece el síndrome vespertino.

 

EOCENO

 

Ya con ponerle un nombre, doctor, me alivia usted enormemente.

 

Dr. AUGUSTO

(Reclinándose en su asiento)

 

La solución es fácil, sin embargo, solo de usted depende seguir las indicaciones que voy a dictarle. Se trata del método, Eoceno, recuerde usted el método, si no, será usted el único responsable de su propia agonía. Deberá usted atrincherarse en su casa, a ser posible tapar toda rendija u orificio por el que pueda filtrarse algo de luz…

 

EOCENO

(Estupefacto)

 

¿Como en una cueva, doctor?

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Exacto! Como la cueva más profunda que exista en las entrañas de la tierra, como el mismísimo averno, Eoceno. Lo que usted necesita es crear un clima de perpetua noche, donde jamás irradie la luz del sol… Una vez hecho esto, sólo saldrá en dos ocasiones al exterior. La primera vez será durante el amanecer. Observe usted dicho acontecimiento tan cotidiano y admírese de su belleza y poder. Regocijase en él hasta hallar un pretexto de felicidad. Después vuelva a su tumba y enciérrese hasta el crepúsculo. Salga nuevamente durante los últimos rayos de luz exponiéndose a su propio miedo, y permanezca petrificado en el mismo sito hasta la salida de un nuevo amanecer. Pero recuerde, Eoceno, que durante esta última exposición, solo debe ocupar su mente una sola cosa: que pronto discernirá usted el alba. Solo entonces tendrá usted la sensación de que siempre amanece…

 

Eoceno, emocionado, se abalanza sobre el doctor colmándole de abrazos.

 

EOCENO

 

(Visiblemente feliz)

 

Estimado doctor, nunca antes me habían dado un pronóstico tan certero como éste. Nunca antes había pensado que la solución a mi trastorno fuera tan simple y asequible. ¡Dios le bendiga, doctor!

 

El Dr. Augusto y Eoceno se estrechan las manos afectuosamente. Eoceno se va. El Dr. Augusto vuelve a su asiento y se concentra observando sus Memorias Clínicas. Abriendo uno de los cuadernos, escribe: Eoceno. Síndrome Vespertino. Sonríe satisfecho, se sirve más coñac y enciende su pipa. Se reclina cómodamente sobre su asiento, con las manos cruzadas tras la nuca y los pies cruzados sobre el escritorio.

 

Unos golpes tras la puerta del despacho le despiertan del ligero sueño en el que se hallaba sumido, pierde el equilibrio y cae al suelo.

 

Dr. AUGUSTO

(Aturdido, desde el suelo)

 

¡Aguarde un momento!

 

El Dr. Augusto se levanta rápidamente y trata de poner orden sobre el escritorio. Saca un peine de un bolsillo de su camisón y se atusa. Se dirige al perchero de la entrada y coge el frac, el sombrero y el báculo, y corre rápidamente hasta el biombo para cambiarse. Vuelve a su asiento, enciende su pipa.

 

Dr. AUGUSTO

 

Disculpe la tardanza, puede usted pasar ahora.

 

Traspasa el umbral un hombre ancho, sin afeitar, con aspecto deprimido. Se queda de pie, rígido, frente al doctor.

 

FlÁNFILO

(Voz trémula)

 

¿La consulta del doctor Augusto?

 

Dr. AUGUSTO

(Haciéndole un gesto para que se acerque)

 

En efecto, aquí es. ¡No se quede ahí plantado como un pasmarote! Tampoco dispongo de toda la noche para atenderle. Pase usted y haga el favor de sentarse.

 

Flánfilo se sienta. Ambos se observan. Después Flánfilo se cruza de piernas y se retuerce las manos.

 

FLÁNFILO

(Tímidamente)

 

Verá doctor… Mi nombre es Flánfilo. Supongo que usted no me conoce, a lo mejor si oyó hablar alguna vez del mal que padezco, pues sé que ya lo ha tratado. Las noticias vuelan, y mi pueblo está relativamente cerca de su finca. Allí, en el pueblo, todo el mundo afirma acerca de usted que obra milagros, que con una sola sesión es capaz de ahorrar años de sufrimiento… Y yo… La verdad que sufro mucho, doctor, ¡muchísimo!

 

Dr. AUGUSTO

 

Gracias por el cumplido señor Flánfilo. Todo eso que usted me cuenta es indudablemente cierto. Desde que hallé el método adecuado, ninguno de los enfermos mentales que hayan pasado por esta consulta ha salido indemne. 

 

El Dr. Augusto inspira una larga calada de su pipa.

 

FLÁNFILO

(Esperanzador)

 

¿No salieron indemnes? ¿quiere decir usted que no soy un caso perdido, doctor?

 

El doctor exhala una densa bocanada. Flánfilo se rasca los ojos, haciendo un esfuerzo por mirar al Dr. Augusto a través de la humareda.

 

Dr. AUGUSTO

(En tono carrasposo)

 

Simplemente digo que ninguno de ellos salió de aquí de la misma forma en la que entró. Pero dejémonos de cháchara y cuente qué le pasa, señor Flánfilo, qué es lo que le perturba. Cuéntemelo todo.

 

FlÁNFILO

(Agitándose en su asiento)

 

Dr. Augusto, verá… yo… siéndole franco del todo… Mire, se lo diré sin rodeos… Yo… ¡ardo en deseos de convertirme en un flan! 

 

Flánfilo se lleva los dedos de una mano a la boca y se muerde las uñas. Durante unos instantes trata de evitar el contacto visual con el Dr. Augusto. El Dr. Augusto le observa con diligencia, inexpresivo, sin asombrarse en absoluto. Luego bebe de la taza. Fuma.

 

Dr. AUGUSTO

 

Ya veo que es usted un caso de Transformación. Yo también le seré franco: es un caso complicado. Atendí hace diez años a dos pacientes que presentaban el mismo síndrome. Señor Flánfilo, a veces el deseo del enfermo supera la capacidad de curarse, y en lo que respecta a esos dos casos…

 

FLÁNFILO

(Maravillado, excitado)

 

¿Es por eso que… que usted obra milagros? ¿Usted lo consiguió verdad? Usted hizo que se transformaran en un flan. Usted lo logró. ¡Usted podrá salvarme...!

 

Visiblemente molesto, el Dr. Augusto golpea la mesa del escritorio con furia y derrama el líquido de la taza. Agarra el bastón con firmeza.

 

Dr. AUGUSTO

 

¡No vuelva a quitarme la palabra de la boca! Se lo advierto, si lo hace, si me vuelve a interrumpir, le golpearé con este bastón y volverá a su pueblo diciendo que no sólo obro milagros…

 

Flánfilo agacha la cabeza. Se cubre el rostro con las manos y suspira.

 

FLÁNFILO

(Sollozando)

 

No lo volveré hacer, doctor, no hará falta que use usted su herramienta… Ya sufro bastante, todos los días, desde que esto empezó… Yo… Me encierro en mi cuarto, me escondo bajo las sábanas concentrándome en esa posibilidad y… Y lo que más feliz me hace es imaginar que un día entrarán preguntando por mí, porque ya hará tiempo que no tendrán noticias mías, y, oculto bajo el amasijo de sábanas, lo único que encontrarán será un flan.

 

Aprovechando el desánimo de Flánfilo, el Dr. Augusto aprovecha para esconder dos cuadernos y arrojarlos a la papelera. El primero reza: El paciente que quiso convertirse en chicle. En el segundo: El Hombre-silla. Expira aliviado. Luego se incorpora y da unas palmaditas en el hombro a Flánfilo, tratando de consolarle.

 

FLÁNFILO

(En la misma postura que antes, en tono lamentoso)

 

Creo que la naturaleza ha cometido un error conmigo al otorgarme este cuerpo… Un error imperdonable, condenándome de esta forma a vagar por la tierra con el único propósito de transformarme en un flan…

 

El Dr. Augusto se despega de su asiento y comienza a dar vueltas por el despacho meditando el nuevo caso. Las manos enlazadas tras el lumbago sujetando la humeante pipa.

 

Dr. AUGUSTO

 

La naturaleza de los cuerpos es transitoria. En consecuencia, existe la posibilidad de que la conciencia del sujeto no esté acorde con la actualidad de su forma. Ello conlleva a padecer el síndrome de la transformación, y la obsesión por parte del paciente de cambiar de forma.

 

FlÁNFILO

(Mirando hacia el doctor)

 

¿Insinúa usted, doctor, que la naturaleza transitoria de las cosas ha contemplado la posibilidad de que el hombre sea realmente un flan? A lo mejor todo el universo provenga originalmente de un Flan Primordial, un Flan Padre de todas las cosas, y el destino último de las mismas sea retornar a ese arquetipo primigenio del que fueron causadas…

 

Dr. AUGUSTO

(Observando el cambio de ánimo de su paciente)

 

Eso es exactamente a lo que me refiero… Tenemos que forzarle, Flánfilo, a recuperar su esencia perdida, debemos poner todo el empeño en lograr tal propósito. Usted no está loco, Flánfilo, lo que le sucede es que no es usted mismo, porque usted es un flan, el flan más delicioso que pueda imaginarse…

 

Flánfilo se revuelve en su asiento de felicidad. Sigue con la mirada al Dr. Augusto. Éste se sienta nuevamente. Abre un nuevo cuaderno y escribe: El Flan primordial. A continuación, cierra el cuaderno y se sirve más coñac en la taza de café.

 

FLÁNFILO

(Enérgico, convencido)

 

Yo le aseguro, doctor, que no pasa un solo minuto del día en el que no piense en ser un Flan. Desde hace años, desde que murió mi mujer… Ella preparaba esos flanes tan deliciosos. Veo sus manos batiendo, sus hermosas manos que batían esos huevos, y solo pienso en deshacerme en esas manos. Solo pienso en que después esas manos me harán de nuevo, me transformarán en un flan… ¡Quiero ser un flan! ¡No puedo soportar la frustrante sensación de sentir lo que no soy!

 

Dr. AUGUSTO

 

Ha hecho muy bien en venir a verme, Flánfilo, porque yo sé cómo puedo lograr su propósito, yo sé cómo devolverle su verdadero ser. Ahora bien, tendrá usted que seguir al milímetro las instrucciones que voy a recomendarle… Si no sigue el método, entonces será usted el único responsable… Porque, señor Flánfilo, yo no obro milagros, el milagro lo obra el propio paciente, recuérdelo. A partir de ahora deberá usted engullir cantidades ingentes de flan, a todas horas del día, sin descanso, hasta que reviente. Deberá usted primero probar con los clásicos, con los de huevo, después pruebe con otros más atrevidos, como los de vainilla y queso, y, por último, aventúrese usted con los más exóticos, como los de remolacha y mejillón, o piña e hígado de buey. Debe cerciorarse de que tipo de flan es usted, y por más que le vayan a estallar las tripas, continúe usted engullendo, Flánfilo, Señor Flan, trague y absorba como si fuera usted un embudo insaciable.

 

Flánfilo contempla al Dr. Augusto anonadado. Se restriega los ojos. Se incorpora y se postra ante las rodillas del Dr. Augusto. Se abraza a sus rodillas y trata de besarle las manos. Éste le rechaza con sutilidad e indica a Flánfilo que se levante. 

 

FLÁNFILO

(Pletórico)

 

Es usted sabio, doctor, el más sabio de todos cuantos hayan brillado alguna vez en la historia. No rechazaré una sola cucharada de flan, aunque me vaya la vida en ello, y si así fuera, que en mi tumba arrojen yema de huevo en lugar de tierra… ¡Adiós doctor, adiós y mil gracias por su impagable ayuda!

 

El Dr. Augusto se queda solo, pensativo, dando lentos pero continuados sorbos a su taza. Observa el retrato de su difunta mujer colgado de la pared.

 

Dr. AUGUSTO

(Nostálgico, al retrato)

 

Dueña incondicional de mi alma, no me mires de esa forma, ya sabes que nunca me olvido de ti, porque, ¿qué son estos pacientes sino la única forma de combatir la soledad? ¿No son acaso los demonios que me asaltan en tu ausencia? Sólo quiero que te sientas orgullosa de tu Augusto, que te alegres de su ingenio y de sus éxitos, pues, ¿no dicen por ahí que soy el mejor doctor que haya conocido jamás este mundo?

 

El Dr. Augusto se incorpora y se aproxima al retrato situándose a dos palmos del mismo. Fuma. Exhala todo el humo sobre la pintura.

 

Dr. AUGUSTO

(visiblemente agitado)

 

¿Me has entendido, furcia? ¡Orgullosa te digo que has de estar! ¿A cuántos locos has visto desfilar por este despacho en busca de mi ayuda? Sólo yo podré poner fin a los males que les acechan, porque soy el único que está en posesión del método y… ¡Desgraciada! Todo esto es culpa tuya… Me dejaste antes de tiempo, cuando ya casi todo estaba listo, cuando el tratamiento comenzó a dar los primeros resultados…

 

El Dr. Augusto agarra una botella y bebe copiosamente. Acto seguido la arroja contra el retrato. La pintura del retrato se emborrona y la botella salta en mil pedazos. Regresa al escritorio, apoya la cabeza sobre la pila de cuadernos de Memorias Clínicas y se duerme. Ronquidos.

 

Llaman a la puerta. El Dr. Augusto levanta la cabeza, se pasa un brazo por la comisura de sus labios para retirar la baba que le cuelga de la boca. Rápidamente barre los cristales del suelo de una patada y los esconde bajo el escritorio.

 

Dr. AUGUSTO

 

Aguarde un instante, en seguida estoy con usted.

 

El Dr. Augusto coge una sábana de la cama y cubre el retrato de su mujer. Se coloca tras el escritorio y enciende su pipa. Tamborilea con los dedos de su mano derecha sobre la mesa.

 

Dr. AUGUSTO

(Fingiendo tranquilidad)

 

Adelante, ya puede usted pasar.

 

Entra en el despacho una mujer ataviada con una vestimenta desproporcionada con respecto a su propia figura. Camina con dificultad apoyándose sobre unos tacones que le quedan desmesuradamente pequeños, al igual que el resto de prendas. La estampa resulta grotesca. El Dr. Augusto la observa con pasmosa curiosidad. La mujer se sienta frente al Dr. Augusto, da la sensación de que con cada movimiento respiratorio van a saltar las costuras de su ropa.

 

SEÑORA G.

(Condescendiente)

 

Si no me equivoco esta es la consulta del Dr. Augusto, el único capaz de tratar las locuras más inefables.

 

Dr. AUGUSTO

 

Está usted en el sitio correcto y ante la persona que busca, ¿Señora...?

 

SEÑORA G.

 

Puede usted llamarme Señora G. Pero, en cualquier caso, no vengo por mí, sino en representante de mi joven cuñado, que por los motivos que me dispongo a exponerle, no ha podido asistir. 

 

Dr. AUGUSTO

(Frotándose las manos)

 

Cuénteme, estimada señora G., en qué consisten dichos motivos. Estoy impaciente por conocerlos, además, en vistas de mi prestigio, estoy convencido de que no habrá locura inefable que se resista a mi método.

 

La señora G. saca de su bolso una carta. Desdobla la carta ante los ojos inquietos del Dr. Augusto.

 

SEÑORA G.

 

Ojalá esté en lo cierto, doctor. Resulta que mi difunto marido, un hombre genuino y sagaz, apasionado matemático, murió hace años por causas desconocidas, y, en consecuencia, lo único que me dejó en herencia fue su hermano pequeño, mi jovencísimo cuñado. Este joven solía tener un temperamento taciturno y melancólico, pero jamás mostró síntomas de locura. Sin embargo, desde que murió su hermano, se ha apoderado de él una extraña obsesión en la que afirma ser una de las mentes más brillantes que haya dado nunca la historia de los matemáticos. Todo es falso, doctor, el pobre es incapaz de ejecutar una simple suma. Lo cierto es que, desde que afirma tal cosa, vive encerrado en su habitación realizando no sé qué clases de complejos cálculos, donde parece combinar las ecuaciones lineales de Euler con las cinco líneas del pentagrama. No obstante, lo más extraño de todo, es que él mismo es consciente de que tales delirios matemáticos son realmente falsos, solo que, en lugar de achacarlos a sí mismo, culpa a un hermano imaginario del que afirma vivir retirado en un monte sin nombre, y en el cual dice que se ha establecido como el profeta de los números, y que ayuda a los pastores transeúntes con cálculos eleméntelas como el de contar su ganado. Todos estos disparates los describe en la carta que le he traído, la cual deja en nuestro propio buzón, doctor, ¡cómo si no supiera que compartimos el mismo techo! Además, en la carta, a parte de todos estos disparates, me reclama dinero, dinero para salvar de la locura a su hermano

matemático, que no es sino él mismo. 

 

La señora G. le tiende la carta al Dr. Augusto. Este la toma con ansiedad y comienza a leerla.

 

Dr. AUGUSTO

(con la pipa anclada en la boca)

 

Es una carta interesante. Está claro que su joven cuñado está muy perturbado. Aquí dice incluso que ha contratado espías para que den testimonio de su delirio, dice que tiene las paredes de su choza garabateadas de fórmulas matemáticas incomprensibles… ¡Y Dios santo! Le pide una considerable cifra para ayudarle…

 

La señora G. asiente incesante a cada palabra, sin embargo, está visiblemente inquieta. Hurga constantemente entre sus pertenencias, como si buscara algo.

 

Dr. AUGUSTO

(Con la carta extendida ante sus ojos)

 

Este tipo es un caso, es un auténtico impostor ¡Santo cielo! Jamás traté a nadie tan mentiroso, tan… ¡sinvergüenza!

 

SEÑORA G.

 

Pero sería un sinvergüenza si de verdad fingiera, doctor, pero no lo hace, realmente lo cree así. Hace unos días me dediqué a espiarle yo misma. Entonces vi con mis propios ojos como arrojaba las cartas al buzón. Después se levantaba muy temprano, tan temprano que aún faltaban muchas horas antes de que despuntara el alba, parecía incluso que las echaba y las recogía casi a la misma hora… Y cuando estaba desayunando a la mañana siguiente, irrumpía violentamente en la cocina y me decía: ¡Ese maldito impostor ha vuelto a escribirle para reírse de nosotros y sacarla los cuartos! ¿Entiende doctor? Está loco de remate.

 

La señora G. saca un pañuelo de su bolso y llora desconsoladamente. El Dr. Augusto se dirige a la vitrina donde guarda las botellas de coñac y saca un par de copas. Las sirve. Enciende su pipa y exhala una bocanada cubriendo por completo el rostro de la señora G. Después se incorpora y comienza a dar vueltas por la estancia.

 

Dr. AUGUSTO

 

Tranquilícese, señora G. Su caso está en las mejores manos. Como he dicho antes, no existe locura, por más extraña e inefable, que pueda resistirse a la eficacia de mi método. Lo que tiene que hacer es aplicarlo meticulosamente, y lo hará con las siguientes indicaciones: Está claro que su cuñado está muy confundido, pero hay una parte de su mente que no está perturbada del todo, pues, insistentemente, tal como lo ha relatado, pretende denunciar esa fantasía y acabar con ella. La solución consistirá en confundirle del todo, en hacerle tragar esa fantasía hasta el límite de sus pulsiones delirantes. Redacte usted nuevas cartas, háblele de ese hermano, diga que incluso le ha visitado. Penetre en su cuarto y pintorree las paredes de su dormitorio con unas cuantas fórmulas. Es más, le sugiero que lo haga por toda la casa, fórrela de fórmulas y fórmulas… Y si esto no surtiera el efecto deseado, entonces, pruebe usted misma a disfrazarse de número, disfrácese usted de la constante de Planck, o de ecuación diferencial, sea usted, señora G., una maldita integral, un algoritmo… Porque de lo que se trata, es de que esa locura que padece sea reabsorbida por una mayor, de una naturaleza más confusa y radical de la que él mismo pueda abarcar.

 

La señora G, completamente borracha, contempla al Dr. Augusto confusa. Apura su copa y la vuelve a servir hasta que rebosa. Luego agarra la pipa y fuma. Exhala el humo. Durante unos instantes desaparece y solo se observa al Dr. Augusto, que continúa dando vueltas en círculos por el despacho.

 

SEÑORA G.

(Con la pipa en la boca)

 

Doctor, todo esto es muy extraño… ¿No cree usted que de esta forma solo podré empeorar su salud mental? ¿No cree que su juicio, en lugar de enderezarse, terminará más torcido de lo que ya lo está?

 

El Dr. Augusto suspira de forma impaciente y vuelve a su sitio.

 

Dr. AUGUSTO

(Con la pipa en los labios)

 

Señora G., el juicio de su cuñado está más retorcido que los rizos de un ángel. ¿Qué más podría sucederle? Escuche, llevo más de diez años trabajando en este método, y si algo he descubierto, es que la locura solo puede curarse con locura, pues, supongamos que un loco supiera que está loco, ¿significa esto que ya está cuerdo? En absoluto, tan solo significa que ha empezado a aceptar su locura. Ahora bien, si un loco se vuelve más loco de lo que la propia estructura de su locura puede soportar, ¿no se sobrecargaría el sistema? sí, señora G., claro que se sobrecarga, se cortocircuita más bien. Es entonces cuando empieza a verse la luz, el cerebro se resetea, se reinicia, resucita al mundo de la cordura… ¿entiende usted lo que le estoy diciendo?

 

El asiento que ocupaba la señora G. está vacío. El Dr. Augusto termina de beberse su copa aparentemente tranquilo, deja su pipa encima de la mesa y abre uno de los cuadernos por una página marcada. En la página hay una carta sin terminar, éste, concentrado, comienza a escribir: Espero que no llegue usted a pensar, estimada señora G., que la ayuda que le pido no tenga otro fin que el de ayudar a mi hermano, y, sobre todo, que no crea, incluso pueda llegar a imaginar, que no estoy menos cuerdo que mi hermano, ni mi hermano, más loco que yo.

 

Luego de finalizar la carta, el Dr. Augusto saca de unos de los cajones del escritorio un espejo y se contempla en él. Su expresión cambia hasta fruncirse del todo. Acto seguido, en un ataque de ira, el Dr. Augusto se estampa el espejo contra la cabeza y se corta el rostro. Después observa su imagen sobre la superficie rota del espejo.

 

Dr. AUGUSTO

(Con el rostro ensangrentado)

 

Mire esta sangre nueva, doctor, mírela bien… es la misma sangre que brotó de la garganta de su hermano… Su hermano el genio distinguido, doctor, el que le encerró en aquel cuartucho. Doctor, usted es como su hermano, es como… es… ¡Doctor! Y esa zorra desalmada, que me, que nos, que se… La muy zorra se… por… Nosotros, doctor…

 

El Dr. Augusto destapa el retrato de su difunta mujer. Ríe a carcajada limpia. Regresa a su escritorio y arroja Las Memorias Clínicas al suelo. Se reclina en su asiento y cruza los pies encima del escritorio. Fuma. Se queda dormido.

 

Aporrean fuertemente la puerta del despacho. El Dr. Augusto, refunfuñando, se levanta y se dirige al perchero. Coge la levita y el sombrero de bombín. Después corre hacia el biombo y se cambia. Vuelven a llamar a la puerta. Rápidamente recoge los cuadernos que arrojó antes al suelo y los apila sobre la mesa. Enciende su pipa.

 

Dr. AUGUSTO

(Visiblemente crispado)

 

Adelante, puede usted pasar ¡quién demonios sea! Pero haga el favor de no destrozarme la puerta.

 

Entra por la puerta un hombre singularmente ataviado: sombrero, gafas de sol, levita y bastón.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 (Conciliador)

 

Disculpe estos ruidos, doctor, pero creo que la única forma de dar por supuesto la existencia real de los objetos es golpeándolos con furia.

 

Dr. AUGUSTO

(Impaciente)

 

Déjese de cháchara y tome asiento. Estas no son horas de venir a una consulta. Ni siquiera ha amanecido todavía.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

Y Dios no lo quiera, doctor. Podría quedarme aún más ciego de lo que estoy.

 

Dr. AUGUSTO

(En tono condescendiente)

 

¿Es usted ciego, caballero? Y… ¿cómo dice que se llama?

 

SEÑOR BUENA VISTA

(sonriendo)

 

Puede usted dirigirse a mí como el señor Buena Vista, doctor. Y lo cierto es que no soy un ciego, no al menos en un sentido corriente. No obstante, dudo de la existencia de todo aquello cuanto me rodea y, para el caso, es como si estuviera completamente ciego.

 

El Dr. Augusto se fija en el bastón del paciente. Observa con detenimiento la empuñadura con forma de cabeza de león.

 

Dr. AUGUSTO

 

Qué extraña cosa… ¿Podría usted entrar un poco más en detalle de lo que le pasa?

 

El señor Buena Vista se ciñe el sombrero e inclina hacia abajo la cabeza.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

Verá usted, doctor. Lo cierto es que gozo de una visión más que perfecta, se podría decir que incluso padezco un exceso de visión. Si me lo propongo puedo ver bacterias… Puedo ver el vuelo de un insecto a más de quinientos metros. Puedo ver incluso las lunas de Júpiter, doctor.

 

Dr. AUGUSTO

(Incorporándose)

 

Eso es verdaderamente extraordinario…

 

El Dr. Augusto se dirige a la vitrina y se sirve una copa. Se vira hacia el paciente.

 

Dr. AUGUSTO

 

¿Quiere?

SEÑOR BUENA VISTA

 

¿A qué se refiere, doctor?

 

El doctor vuelve a su asiento. Bebe.

 

Dr. AUGUSTO

 

Es igual… Prosiga, caballero, siga usted comentándome.

 

 

 

El señor Buena Vista sujeta el pomo del bastón con las dos manos, se inclina hacia el doctor.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

Por su puesto, doctor, pero antes de continuar, me gustaría preguntarle algo. ¿Puedo?

 

Dr. AUGUSTO

 

Adelante.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

¿Conoce usted la filosofía idealista? ¿Ha leído usted a Berkeley?

Dr. AUGUSTO

 

No tengo el gusto, ciertamente…

 

El Dr. Augusto, visiblemente impaciente, se levanta de nuevo y se dirige a uno de los estantes. Agarra un libro y lo ojea: El ciego que en realidad ve.

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Off)

 

Ese gran hombre iluminó mi mente con su filosofía, me hizo comprender la irrealidad de todo cuanto me rodea. Esto me hizo dudar de la posibilidad de que exista una certeza absoluta para todo, pues, según este autor, todo proviene de nuestra imaginación. Lo cual me dio que pensar, porque, doctor, ¿y si nada fuera real? Por ejemplo, ¿cuánto de lo que creo que soy es real? y… ¿estoy realmente donde creo estar? o todavía algo más importante, ¿es usted verdaderamente un doctor…?

 

Tras escuchar esto último, el Dr. Augusto abandona la lectura del libro y se vira inquisitivamente hacia el paciente. El señor Buena Vista continúa en la postura de antes, mirando tras el escritorio, como si el doctor no se hubiera movido de su sitio.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

Quizás todo cuanto creo saber simplemente lo haya imaginado…

 

El Dr. Augusto regresa a su sitio. Deja el libro abierto por la mitad sobre la mesa.

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Reflexionando)

 

Entonces comencé a sospechar acerca de todo… ¿Existo realmente, o simplemente soy el producto de una fantasía? ¿y si no fuera más que la proyección de un delirio? Pero está claro que cuando formulo esta clase de preguntas estoy pensando ¿no?, y si pienso es porque existo, ¿sí…? Claro que, y eh aquí mi paranoia, también dudo del pensamiento en cuestión, dudo no solo del propio acto de pensar, sino también de su palabra, ¿es realmente una palabra, o tan solo una cacofonía ininteligible?

 

El señor Buena Vista, agitado y nervioso, se pasa una manga de la levita por la frente perlada de sudor.

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Confuso)

 

Y si dudo acerca de cosas tan elementales, ¿cómo no de todo cuanto hasta ahora he percibido? Algo tan simple como el amanecer, si uno lo observa bien, ¿qué ve realmente? ¿está amaneciendo? ¿está anocheciendo? ¿amabas cosas a la vez? ¿cómo saberlo? ¿qué es lo que hay que saber? ¿qué es saber? La única opción que me quedaba tras estas cavilaciones fue la de apropiarme de estas gafas, tan oscuras que soy incapaz de ver nada…

 

El Dr. Augusto observa las lentes de su paciente y acto seguido dirige la mirada a la esquina de la mesa donde creía haberlas puesto en un principio. Después, pasa la palma de la mano por delante de su paciente. El señor Buena Vista no se inmuta. Luego cierra de un plumazo el libro que traía entre manos y lo deja caer al suelo. El señor Buena Vista mira fijamente al suelo inclinando la cabeza. Inmediatamente mira hacia el Dr. Augusto.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

¿Ha escuchado usted ese ruido? ¿ha sido realmente un ruido lo que oí?

 

El Dr. Augusto sonríe. Comienza a reírse.

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Negando con la cabeza)

 

Pero, ¿y si no fuera un libro lo que usted cerró? Y el libro, ¿existiría el libro, aunque no lo hubiera oído? Ve, doctor, ya empiezo. ¡Soy incapaz de parar, me va estallar la cabeza!

 

Entonces, el Dr. Augusto se abalanza sobre el paciente y le roba el bastón.

 

Dr. AUGUSTO

 

¿Y esto? ¿Qué fue esto, señor Buena vista? ¿Le robé el bastón o fue ciertamente usted quién me lo robó? ¿Y sus gafas, de dónde demonios ha sacado usted esas gafas?

 

El Dr. Augusto le quita las gafas. La paciente protesta de forma histérica y se tapa los ojos con las dos manos. El Dr. Augusto se sitúa detrás del paciente y agarra el bastón por un extremo. Apunta con el pomo a la cabeza del paciente y le golpea con fuerza. El Señor Buena Vista se desploma inconsciente sobre el entarimado.

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Siempre desconfié de la filosofía idealista! No existe en el mundo otra más perversa. Señor Buena Vista, preste atención a lo que voy a decirle: la única realidad es esta misma en la cual existimos. Son nuestras acciones lo que la prueban, sin importar nada más que el instante presente en que transcurren.

 

El Dr. Augusto dirige la mirada al retrato de su difunta mujer. Se lleva la palma de la mano al pecho. Suspira. El paciente se retuerce de dolor en el suelo.

 

Dr. AUGUSTO

(Off)

 

El dolor, señor Buena Vista, el dolor es la clave que hace efectiva la existencia, y solo por el dolor sé que estoy existiendo. Del dolor no hay ninguna duda… Ya sea durmiendo o estando despierto, el dolor siempre es real… El dolor… ¿Usted se ha enamorado alguna vez? No existe cosa más dolorosa ni más real que el desamor, ¿podría usted dudar de eso?

 

El doctor cierra la palma de la mano y se golpea el pecho.

 

DR. AUGUSTO

 

¡El mundo es dolor, señor Buena Vista! El mundo es real porque nos duele. ¿Qué sería del mundo sin dolor, sin sufrimiento? Ese Berkeley no sufrió, se lo garantizo. Por eso dijo todas esas gilipolleces.

 

El paciente se arrastra por el suelo. Trata de incorporarse y cae. Se palpa el enorme chichón que le ha brotado de la coronilla. Su expresión cambia radicalmente, ríe a carcajadas.

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Arrebato de felicidad)

 

Creo que me ha curado, doctor. No hay duda en ello. No tengo la más mínima duda de que me duele la cabeza como si me la hubiera estampado contra un muro de piedra. Podría dudar de la existencia de un muro de piedra, podría sospechar acerca de la veracidad de su discurso, podría cuestionarme incluso la naturaleza de la fuerza con que he sido arrastrado al suelo… Pero no puedo dudar de este brutal dolor de cabeza que tengo.

 

El paciente se golpea en la cabeza. Se incorpora y comienza a dar saltos de alegría por la estancia.

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

¡Me duele! ¡Me duele! ¡Qué me partan la cabeza si esto no es lo más real que he experimentado en mi vida!

 

El Dr. Augusto le tiende las gafas al paciente.

 

Dr. AUGUSTO

 

¿Qué hará ahora con ellas?

 

El señor Buena Vista agarra las gafas y salta sobre ellas hasta pulverizarlas.

 

 

 

SEÑOR BUENA VISTA

(Abriendo la puerta del despacho)

 

En cuanto llegue a casa quemaré todos esos estúpidos libros de Berkeley, lo prometo, doctor, juro que lo haré… ¡hasta nunca!

 

El señor Buena Vista cierra de un portazo. El Dr. Augusto mira el desorden en que está sumido el despacho: papeles, ceniza, cristales, botellas vacías, ropa… Coge por el cuello una de las botellas y bebe hasta terminar lo poco que queda. Después se planta ante el desfigurado retrato de su mujer.

 

Dr. AUGUSTO

(Con la palma de la mano sobre el corazón)

 

Querida mía, ¿sabes lo que me duele que todavía no creas en mí? Pero yo sé que no es tu culpa, que mi hermano, ese infame impostor, logró engañarte con sus artimañas…

 

El Dr. Augusto se mira las manos, las alza hacia arriba y su rostro cambia drásticamente.

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Ojalá vuelva para estrangularle con mis propias manos!

 

Exterior, comienza a amanecer.

 

Interior. Despacho del Dr. Augusto.

 

El Dr. Augusto, visiblemente agotado, regresa al escritorio. Justo se enciende la pipa cuando nuevamente llaman a la puerta.

 

Dr. AUGUSTO

(Desganado)

 

¡Un momento!

 

Trata de poner un poco de orden, de repente, se percata de que la levita que trajo el señor Buena Vista está tirada en el suelo, al igual que las prendas que trajo la señora G. Vuelven a llamar insistentemente a la puerta.

 

Dr. AUGUSTO

(Nervioso)

 

¡ya le he oído diablos!

 

Las paredes del despacho están garabateadas de incomprensibles fórmulas matemáticas. El Dr. Augusto se lleva las manos a la cabeza muy confundido. En ese instante descubre que tiene un voluminoso chichón en la coronilla. Se asusta. Llaman a la puerta.

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Adelante! Aunque le advierto de que no dispongo de mucho tiempo… Ya está amaneciendo.

 

La puerta del despacho se abre y penetra una densa neblina. Tras esta comienza a diferenciarse la silueta de un hombre que avanza con dificultad. Conforme se aproxima se puede apreciar su aspecto macilento, su rostro desfigurado y lleno de cicatrices. Le falta un trozo de nariz y la oreja derecha, al igual que algunos de dos de la mano. Los ojos del hombre brillan de forme siniestra entre la neblina. Tiene el aspecto de un cadáver viviente. El Dr. Augusto le observa con curiosidad, al mismo tiempo que experimenta un miedo sin precedentes.

 

DR. AUGUSTO

 

Tome asiento, caballero. Lo cierto es que me ha sorprendido usted, no estoy acostumbrado a recibir muertos en mi consulta…

 

El cadáver se sienta frente al Dr. Augusto. Le sonríe dejando entrever su dentadura podrida.

 

Dr. AUGUSTO

 

¿Sabe a qué me dedico? Mi profesión vela por salvaguardar la cordura, pero se trata de la cordura de los vivos, caballero, de los vivos. Aquí no se resucita a nadie, ¿comprende? 

 

El cadáver se arranca un dedo de la mano, lo mastica y lo escupe sobre la mesa del escritorio. El Dr. Augusto se aparta asqueado.

 

CADAVER

 

Vengo en calidad de enfermo, doctor. No estoy muerto aún, pero no tardaré en estarlo. Dicen que no hay nadie como usted a la hora de tratar los trastornos mentales… Pues bien, creo que mi caso le interesará especialmente.

 

El Dr. Augusto exhala una bocanada de humo contra el cadáver. El humo, al chocar contra el rostro desfigurado del paciente, se desintegra. El Dr. Augusto asiente con la cabeza.

 

Dr. AUGUSTO

 

Está bien, por lo que acabo de comprobar, no es usted un cadáver del todo. Su cara, aunque putrefacta, es real… Además, aunque no lo fuera, ¿cree usted que el método no es igualmente efectivo para los vivos que para los muertos? Escúcheme bien…

 

El Cadáver gira la cabeza hacia la izquierda, por el lado en el que le falta la oreja.

 

Dr. AUGUSTO

(Haciendo un ademán con la mano indicando que se gire)

 

Ponga el otro lado de la cabeza, el que tiene oreja…

 

CADAVER

(Invirtiendo la posición)

 

Disculpe, doctor, es la costumbre… Siempre oí mejor con la derecha… ¡Por eso me la corté…!

 

Dr. AUGUSTO

 

Mi método es infalible, ninguno de los que han pasado por aquí salió peor de lo que entró, lo cual, es un claro indicador de su eficiencia…

 

El cadáver ríe. Vuelve a mover la cabeza para mirar de frente al Dr. Augusto.

 

CADAVER

 

Lo celebro, doctor. Pero seguramente mi situación le apremia más que ninguna otra, porque si sigo así, terminaré por desaparecer del todo. Fíjese en esto.

 

El cadáver abre la boca y se mete un dedo por la boca sacándolo por el trozo que falta de la nariz.

 

CADAVER

 

Yo mismo lo hice… al igual que me amputé los dedos y corté mi oreja. Y pronto me sacaré los ojos… llevo varios días meditándolo. No puedo evitarlo, pronto me arrancaré tantas cosas que no quedará nada. También extirpé mis pezones, y suelo cortarme los labios, pero… pero estas heridas al final cicatrizan, como los cortes que me he infligido en los brazos y en las piernas, y también las quemaduras… al final estas también terminan curándose… Es una pena, lo sé. Odio que el cuerpo se cure solo, a pesar de arrancarme las postillas… este tipo de heridas superficiales casi nunca se infectan. Por eso comencé a amputarme partes del cuerpo, porque estas sí que son irrecuperables del todo… Olvidé decirle que también me deshice de los genitales… ¿quiere verlos? Siempre los llevo conmigo, como un trofeo… ¿Entiende? Se trata de mis propios huevos.

 

El cadáver hace el ademán de buscar entre los bolsillos de su camisón. El Dr. Augusto le detiene.

 

Dr. AUGUSTO

(Parándole)

 

No hace falta, no me interesa para nada el asunto de sus testículos. ¿Desde cuándo lleva haciendo todo esto?

 

CADAVER

 

Hará como unos diez años.

 

El Dr. Augusto se palpa los cortes que tiene en la cara. Se mira la yema de los demos manchada de sangre seca.

 

CADAVER

 

Un día desperté aterrado… Era como si mi cuerpo no fuera verdaderamente mío. Primero comencé a odiarme, a renegar de mí mismo, y entonces descubrí que el hecho de infligirme dolor físico aliviaba mi angustia interior. Desde ese instante fantaseo diariamente con amputarme partes del cuerpo. A veces sueño con abrir el pecho y extraer mi corazón para comérmelo.

 

El Dr. Augusto se incorpora y se dirige a uno de los estantes. Regresa con un pesado libro y lo consulta sobre la mesa.

 

Dr. AUGUSTO

 

Usted es un claro ejemplo del trastorno de autofagia y desorden de identidad corporal. Pero esto no es nada extraño, de hecho, la propia naturaleza impulsa su propia autodestrucción para dar lugar a obras más perfectas…

 

El cadáver comienza a morderse el antebrazo arrancándose tiras de pellejo.

 

CADAVER

(Con trizas de su piel colgando de sus dientes)

 

No entiendo una mierda de lo que me dice, doctor…

 

DR. AUGUSTO

 

Lo que quiero decir, ¿señor…?

 

CADAVER

(Masticando)

 

Ciriaco, doctor, Ciriaco el Loco. Así solía llamarme ella.

 

DR. AUGUSTO

 

Señor Ciriaco, lo que quiero decir, es que no debe detener esa pulsión de autodestrucción, pues en vista de los hechos, está claro que la naturaleza ha reservado para usted un fin superior.

 

CIRIACO EL LOCO

(Golpeando la mesa, enfadado)

 

¿Qué insinúa doctor? ¿Que prosiga con mi propio suicidio? ¿Y es esta la solución? Oh, usted no es más que un impostor.

 

Ciriaco se incorpora violentamente, comienza a dar vueltas por el despacho preso de la cólera. Finalmente recoge un puñado de cristales del suelo y se saca los ojos.

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Excelente, Ciriaco, excelente! Usted lo ha comprendido todo.

 

El Dr. Augusto se levanta y le tiende el bastón.

 

Dr. AUGUSTO

(Aplaudiendo)

 

¡No se prive Ciriaco, no se prive! ¡ábrase la cabeza de un garrotazo!

 

CIRIACO EL LOCO

 

¡Usted no es más que un loco y un desalmado! ¡un fratricida! Pero pronto se dará cuenta… Muy pronto, cuando amanezca, cuando la luz del sol inunde este sucio lugar. Entonces no tendrá escapatoria, no podrá salir de aquí…

 

Ciriaco se desvanece en la neblina. Un hilo de luz penetra en la estancia. El Dr. Augusto, exhausto, se deja caer en la cama, pero entonces choca contra un cuerpo que se revuelve bajo la colcha.

 

CUERPO

(Susurrando)

 

Ya estoy casi… Ya estoy casi… Un poco más y conseguiré convertirme…

 

En la mesa del escritorio, la señora G., escribe en un cuaderno.

 

SEÑORA G.

(Concentrada en el papel, murmurando)

 

Estimado cuñado, jajaja. Hoy ha estado con nosotros tu hermano, el matemático.

 

El Dr. Augusto comienza a sudar conforme la luz del día se va haciendo más intensa, se muerde las uñas aterrorizado.

 

Dr. AUGUSTO

(Asustado)

 

¡Pronto anochecerá!

 

El Dr. Augusto se incorpora de la cama y se dirige al centro de la estancia, donde es rodeado por todos sus pacientes.

 

Dr. AUGUSTO

(Fuera de sí)

 

¡¿Quiénes son todos ustedes?! ¿Qué están haciendo aquí? ¡Dejadme!

 

SEÑOR BUENA VISTA

 

¿Es que no ve usted bien, doctor?

 

CIRIACO EL LOCO

 

Habrá que sacarle los ojos para que aprenda a ver…

 

El Dr. Augusto trata de abrirse paso entre los pacientes. Estos se lo impiden.

 

FLÁNFILO

 

¿Recuerda usted los flanes que hacía la mujer del retrato? ¡estaban deliciosos!

 

Dr. AUGUSTO

 

¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Me vais a volver loco!

 

CIRIACO EL LOCO

 

Usted ya está como una cabra, doctor. Usted está muy perturbado…

 

Dr. AUGUSTO

 

Creo que voy a desmayarme… Me voy a…

 

El Dr. Augusto se desploma sin sentido.

 

Exterior. Crepúsculo.

 

Interior. Despacho del Dr. Augusto. El Dr. Augusto se encuentra sentado tras el escritorio escribiendo en los cuadernos. Todo está en orden. Mira al retrato. 

 

Dr. AUGUSTO

 

¿Te sientes orgullosa de mí, querida? Está todo aquí, en mis Memorias Clínicas, aquí he reflejado todo el proceso… Es el método, y yo soy la primera prueba de su efectividad. ¡Me he curado! Mi juicio está sano… Nada podrá torcerlo ahora que ya sé quién soy. ¿Estaba loco antes? Puede ser, pero ahora estoy cuerdo, y debo dar a conocer al mundo mi método. Todos tenemos un destino al que ceñirnos, y yo ya sé que el mío no consiste en otra cosa que en sanar mentes…

 

El Dr. Augusto se sirve una copa de coñac. Enciende su pipa. 

 

Dr. AUGUSTO

 

Bueno, mi amor, tengo que ponerme a trabajar. Sólo una cosa más, no vuelvas a llamarme Ciriaco, de ahora en adelante seré el Dr. Augusto. 

 

Llaman a la puerta del despacho.

 

Dr. AUGUSTO

 

Adelante, puede usted pasar, bienvenido a la consulta del Dr. Augusto.