Exterior.
Noche. Mansión del doctor Augusto.
Interior.
Despacho del Dr. Augusto. Estancia lúgubre, desordenada, sucia. En la entrada
del despacho hay un perchero del que pende un frac, una levita, un sombrero de
bombín y un bastón con empuñadora de marfil en forma de cabeza de león. A la
izquierda una vitrina cubierta de telarañas en la que hay guardadas una
colección de botellas de coñac. Junto a la vitrina un biombo. A la derecha una
cama turca con las sábanas deshechas. Al fondo del despacho el escritorio. Las
paredes forradas de estanterías repletas de libros. En una de las paredes, el
retrato de la difunta mujer del Dr. Augusto.
Sobre la mesa
del escritorio se amontonan cuadernos con el título de Memorias clínicas,
una taza de café, culos de botella de coñac, rastros de tabaco seco y unas
gafas de sol. Tras el escritorio, recostado en un destartalado sillón, el Dr.
Augusto fuma pensativo envuelto en su camisón. En ese momento llaman a la
puerta.
Dr. AUGUSTO
(Saliendo de su
estupor)
¡Adelante,
adelante! Puede usted pasar, la consulta ya está abierta.
Entra un hombre
de aspecto desaliñado. Deja su sombrero de bombín en el perchero. Se sienta
frente al Dr. Augusto.
EOCENO
(Nervioso,
inseguro, entrelazando las manos)
Buenas
noches doctor. Mi nombre es Eoceno, o lo que es lo mismo, Nuevo-Amanecer. Así
me llamo, doctor. Largo ha sido el camino andado hasta su remoto despacho,
largo y fatigoso. Pero son muchos los que me han aconsejado que le visite,
doctor. Dicen de usted que es el único capaz de poner fin a la locura,
cualquiera que esta sea, y este ha sido precisamente el motivo de mi largo
viaje.
Dr. AUGUSTO
No
albergue ninguna duda de que soy la persona indicada. Bastará una sola sesión
conmigo, señor Eoceno, para que usted salga de aquí más cuerdo que el tuerto en
el país de los ciegos.
El Dr. Augusto
exhala el humo de su pipa sobre el rostro del paciente. Después se sirve un
trago de coñac en la taza.
EOCENO
(Visiblemente
inquieto)
Quisiera advertirle, doctor,
antes de que empecemos, que nadie hasta el día de hoy ha sabido dar una
solución a los serios trastornos mentales que padezco.
Dr. AUGUSTO
(Vanagloriándose)
Eso
es porque desconocían el método adecuado. Para su tranquilidad, le diré que
estoy en posesión del único método realmente efectivo contra la enajenación
mental, aquel que cura al enfermo sin negar su locura, sino afirmándola hasta
la extenuación, hasta que sea por sí misma absurda.
EOCENO
(Sonriente,
esperanzado)
Empecemos
entonces cuanto antes, doctor. Desde este instante mi salvación estará sujeta a
sus conocimientos.
El Dr. Augusto
se inclina hacia el paciente mientras le observa con atención, fumando.
Dr. AUGUSTO
Cuénteme
entonces, caballero, qué es aquello que tanto le aflige y por lo que admite
estar tan enfermo.
EOCENO
(Estremeciéndose)
Hará
como diez años, doctor, que no soporto la idea de que anochezca. Cuando esto
sucede… es como si… como si presintiera el fin, como si fuera a borrarme de la
faz de la tierra. Solo la idea de que la luz mengue a mi alrededor hace que me
estremezca y empiece a temblar de miedo. Lo más extraño de todo es que con los
años este temor se acrecienta mucho antes de que se ponga el sol, y, prácticamente
desde que amanece, ya estoy pensando que en unas horas será el fin…
Eoceno se
incorpora y aporrea la mesa.
EOCENO
(Frenético)
¡No
lo puedo soportar, doctor! Sufro a todas horas, incapaz de conciliar el sueño
siento que me consumo de forma irreversible, como si me encontrara atrapado en
una pesadilla de la que jamás pudiera despertar.
El Dr. Augusto
se incorpora y se dirige a una de las estanterías extrayendo un libro que reza:
El síndrome Vespertino. Se dirige nuevamente a su asiento. Enciende su
pipa y da un sorbo a la taza de café.
Dr. AUGUSTO
(Restregándose
las manos)
Por lo que me cuenta, señor
Eoceno, usted padece el síndrome vespertino.
EOCENO
Ya con ponerle
un nombre, doctor, me alivia usted enormemente.
Dr. AUGUSTO
(Reclinándose
en su asiento)
La
solución es fácil, sin embargo, solo de usted depende seguir las indicaciones
que voy a dictarle. Se trata del método, Eoceno, recuerde usted el método, si
no, será usted el único responsable de su propia agonía. Deberá usted
atrincherarse en su casa, a ser posible tapar toda rendija u orificio por el
que pueda filtrarse algo de luz…
EOCENO
(Estupefacto)
¿Como en una cueva, doctor?
Dr. AUGUSTO
¡Exacto!
Como la cueva más profunda que exista en las entrañas de la tierra, como el
mismísimo averno, Eoceno. Lo que usted necesita es crear un clima de perpetua
noche, donde jamás irradie la luz del sol… Una vez hecho esto, sólo saldrá en
dos ocasiones al exterior. La primera vez será durante el amanecer. Observe
usted dicho acontecimiento tan cotidiano y admírese de su belleza y poder.
Regocijase en él hasta hallar un pretexto de felicidad. Después vuelva a su
tumba y enciérrese hasta el crepúsculo. Salga nuevamente durante los últimos
rayos de luz exponiéndose a su propio miedo, y permanezca petrificado en el
mismo sito hasta la salida de un nuevo amanecer. Pero recuerde, Eoceno, que
durante esta última exposición, solo debe ocupar su mente una sola cosa: que
pronto discernirá usted el alba. Solo entonces tendrá usted la sensación de que
siempre amanece…
Eoceno,
emocionado, se abalanza sobre el doctor colmándole de abrazos.
EOCENO
(Visiblemente
feliz)
Estimado
doctor, nunca antes me habían dado un pronóstico tan certero como éste. Nunca
antes había pensado que la solución a mi trastorno fuera tan simple y
asequible. ¡Dios le bendiga, doctor!
El Dr.
Augusto y Eoceno se estrechan las manos afectuosamente. Eoceno se va. El Dr.
Augusto vuelve a su asiento y se concentra observando sus Memorias Clínicas.
Abriendo uno de los cuadernos, escribe: Eoceno. Síndrome Vespertino. Sonríe
satisfecho, se sirve más coñac y enciende su pipa. Se reclina cómodamente sobre
su asiento, con las manos cruzadas tras la nuca y los pies cruzados sobre el
escritorio.
Unos
golpes tras la puerta del despacho le despiertan del ligero sueño en el que se
hallaba sumido, pierde el equilibrio y cae al suelo.
Dr.
AUGUSTO
(Aturdido,
desde el suelo)
¡Aguarde un momento!
El Dr.
Augusto se levanta rápidamente y trata de poner orden sobre el escritorio. Saca
un peine de un bolsillo de su camisón y se atusa. Se dirige al perchero de la
entrada y coge el frac, el sombrero y el báculo, y corre rápidamente hasta el
biombo para cambiarse. Vuelve a su asiento, enciende su pipa.
Dr.
AUGUSTO
Disculpe la tardanza, puede usted pasar
ahora.
Traspasa
el umbral un hombre ancho, sin afeitar, con aspecto deprimido. Se queda de pie,
rígido, frente al doctor.
FlÁNFILO
(Voz
trémula)
¿La consulta del doctor Augusto?
Dr.
AUGUSTO
(Haciéndole
un gesto para que se acerque)
En efecto, aquí es. ¡No se quede ahí plantado como un
pasmarote! Tampoco dispongo de toda la noche para atenderle. Pase usted y haga
el favor de sentarse.
Flánfilo
se sienta. Ambos se observan. Después Flánfilo se cruza de piernas y se
retuerce las manos.
FLÁNFILO
(Tímidamente)
Verá doctor… Mi nombre es Flánfilo. Supongo que usted no
me conoce, a lo mejor si oyó hablar alguna vez del mal que padezco, pues sé que
ya lo ha tratado. Las noticias vuelan, y mi pueblo está relativamente cerca de
su finca. Allí, en el pueblo, todo el mundo afirma acerca de usted que obra
milagros, que con una sola sesión es capaz de ahorrar años de sufrimiento… Y
yo… La verdad que sufro mucho, doctor, ¡muchísimo!
Dr.
AUGUSTO
Gracias por el cumplido señor Flánfilo. Todo eso que
usted me cuenta es indudablemente cierto. Desde que hallé el método adecuado,
ninguno de los enfermos mentales que hayan pasado por esta consulta ha salido
indemne.
El Dr.
Augusto inspira una larga calada de su pipa.
FLÁNFILO
(Esperanzador)
¿No salieron indemnes? ¿quiere decir usted que no soy un
caso perdido, doctor?
El
doctor exhala una densa bocanada. Flánfilo se rasca los ojos, haciendo un
esfuerzo por mirar al Dr. Augusto a través de la humareda.
Dr.
AUGUSTO
(En
tono carrasposo)
Simplemente digo que ninguno de ellos salió de aquí de la
misma forma en la que entró. Pero dejémonos de cháchara y cuente qué le pasa,
señor Flánfilo, qué es lo que le perturba. Cuéntemelo todo.
FlÁNFILO
(Agitándose
en su asiento)
Dr. Augusto, verá… yo… siéndole franco del todo… Mire, se
lo diré sin rodeos… Yo… ¡ardo en deseos de convertirme en un flan!
Flánfilo
se lleva los dedos de una mano a la boca y se muerde las uñas. Durante unos
instantes trata de evitar el contacto visual con el Dr. Augusto. El Dr. Augusto
le observa con diligencia, inexpresivo, sin asombrarse en absoluto. Luego bebe
de la taza. Fuma.
Dr.
AUGUSTO
Ya veo que es usted un caso de Transformación. Yo
también le seré franco: es un caso complicado. Atendí hace diez años a dos
pacientes que presentaban el mismo síndrome. Señor Flánfilo, a veces el deseo
del enfermo supera la capacidad de curarse, y en lo que respecta a esos dos
casos…
FLÁNFILO
(Maravillado,
excitado)
¿Es por eso que… que usted obra milagros? ¿Usted lo
consiguió verdad? Usted hizo que se transformaran en un flan. Usted lo logró.
¡Usted podrá salvarme...!
Visiblemente
molesto, el Dr. Augusto golpea la mesa del escritorio con furia y derrama el
líquido de la taza. Agarra el bastón con firmeza.
Dr.
AUGUSTO
¡No vuelva a quitarme la palabra de la boca! Se lo
advierto, si lo hace, si me vuelve a interrumpir, le golpearé con este bastón y
volverá a su pueblo diciendo que no sólo obro milagros…
Flánfilo agacha la cabeza. Se cubre el rostro con las
manos y suspira.
FLÁNFILO
(Sollozando)
No lo volveré hacer, doctor, no hará falta que use usted
su herramienta… Ya sufro bastante, todos los días, desde que esto empezó… Yo…
Me encierro en mi cuarto, me escondo bajo las sábanas concentrándome en esa
posibilidad y… Y lo que más feliz me hace es imaginar que un día entrarán
preguntando por mí, porque ya hará tiempo que no tendrán noticias mías, y,
oculto bajo el amasijo de sábanas, lo único que encontrarán será un flan.
Aprovechando
el desánimo de Flánfilo, el Dr. Augusto aprovecha para esconder dos cuadernos y
arrojarlos a la papelera. El primero reza: El paciente que quiso convertirse
en chicle. En el segundo: El Hombre-silla. Expira aliviado. Luego se
incorpora y da unas palmaditas en el hombro a Flánfilo, tratando de consolarle.
FLÁNFILO
(En la
misma postura que antes, en tono lamentoso)
Creo que la naturaleza ha cometido un error conmigo al
otorgarme este cuerpo… Un error imperdonable, condenándome de esta forma a
vagar por la tierra con el único propósito de transformarme en un flan…
El Dr.
Augusto se despega de su asiento y comienza a dar vueltas por el despacho
meditando el nuevo caso. Las manos enlazadas tras el lumbago sujetando la
humeante pipa.
Dr.
AUGUSTO
La naturaleza de los cuerpos es transitoria. En
consecuencia, existe la posibilidad de que la conciencia del sujeto no esté
acorde con la actualidad de su forma. Ello conlleva a padecer el síndrome de la
transformación, y la obsesión por parte del paciente de cambiar de forma.
FlÁNFILO
(Mirando
hacia el doctor)
¿Insinúa usted, doctor, que la naturaleza transitoria de
las cosas ha contemplado la posibilidad de que el hombre sea realmente un flan?
A lo mejor todo el universo provenga originalmente de un Flan Primordial, un
Flan Padre de todas las cosas, y el destino último de las mismas sea retornar a
ese arquetipo primigenio del que fueron causadas…
Dr.
AUGUSTO
(Observando
el cambio de ánimo de su paciente)
Eso es exactamente a lo que me refiero… Tenemos que
forzarle, Flánfilo, a recuperar su esencia perdida, debemos poner todo el
empeño en lograr tal propósito. Usted no está loco, Flánfilo, lo que le sucede
es que no es usted mismo, porque usted es un flan, el flan más delicioso que
pueda imaginarse…
Flánfilo
se revuelve en su asiento de felicidad. Sigue con la mirada al Dr. Augusto.
Éste se sienta nuevamente. Abre un nuevo cuaderno y escribe: El Flan
primordial. A continuación, cierra el cuaderno y se sirve más coñac en la
taza de café.
FLÁNFILO
(Enérgico,
convencido)
Yo le aseguro, doctor, que no pasa un solo minuto del día
en el que no piense en ser un Flan. Desde hace años, desde que murió mi mujer…
Ella preparaba esos flanes tan deliciosos. Veo sus manos batiendo, sus hermosas
manos que batían esos huevos, y solo pienso en deshacerme en esas manos. Solo
pienso en que después esas manos me harán de nuevo, me transformarán en un
flan… ¡Quiero ser un flan! ¡No puedo soportar la frustrante sensación de sentir
lo que no soy!
Dr.
AUGUSTO
Ha hecho muy bien en venir a verme, Flánfilo, porque yo
sé cómo puedo lograr su propósito, yo sé cómo devolverle su verdadero ser.
Ahora bien, tendrá usted que seguir al milímetro las instrucciones que voy a
recomendarle… Si no sigue el método, entonces será usted el único responsable…
Porque, señor Flánfilo, yo no obro milagros, el milagro lo obra el propio
paciente, recuérdelo. A partir de ahora deberá usted engullir cantidades
ingentes de flan, a todas horas del día, sin descanso, hasta que reviente.
Deberá usted primero probar con los clásicos, con los de huevo, después pruebe
con otros más atrevidos, como los de vainilla y queso, y, por último,
aventúrese usted con los más exóticos, como los de remolacha y mejillón, o piña
e hígado de buey. Debe cerciorarse de que tipo de flan es usted, y por más que
le vayan a estallar las tripas, continúe usted engullendo, Flánfilo, Señor
Flan, trague y absorba como si fuera usted un embudo insaciable.
Flánfilo
contempla al Dr. Augusto anonadado. Se restriega los ojos. Se incorpora y se
postra ante las rodillas del Dr. Augusto. Se abraza a sus rodillas y trata de
besarle las manos. Éste le rechaza con sutilidad e indica a Flánfilo que se
levante.
FLÁNFILO
(Pletórico)
Es usted sabio, doctor, el más sabio de todos cuantos
hayan brillado alguna vez en la historia. No rechazaré una sola cucharada de
flan, aunque me vaya la vida en ello, y si así fuera, que en mi tumba arrojen
yema de huevo en lugar de tierra… ¡Adiós doctor, adiós y mil gracias por su
impagable ayuda!
El Dr. Augusto
se queda solo, pensativo, dando lentos pero continuados sorbos a su taza.
Observa el retrato de su difunta mujer colgado de la pared.
Dr. AUGUSTO
(Nostálgico, al
retrato)
Dueña
incondicional de mi alma, no me mires de esa forma, ya sabes que nunca me
olvido de ti, porque, ¿qué son estos pacientes sino la única forma de combatir
la soledad? ¿No son acaso los demonios que me asaltan en tu ausencia? Sólo
quiero que te sientas orgullosa de tu Augusto, que te alegres de su ingenio y
de sus éxitos, pues, ¿no dicen por ahí que soy el mejor doctor que haya
conocido jamás este mundo?
El Dr. Augusto
se incorpora y se aproxima al retrato situándose a dos palmos del mismo. Fuma.
Exhala todo el humo sobre la pintura.
Dr. AUGUSTO
(visiblemente
agitado)
¿Me
has entendido, furcia? ¡Orgullosa te digo que has de estar! ¿A cuántos locos
has visto desfilar por este despacho en busca de mi ayuda? Sólo yo podré poner
fin a los males que les acechan, porque soy el único que está en posesión del
método y… ¡Desgraciada! Todo esto es culpa tuya… Me dejaste antes de tiempo,
cuando ya casi todo estaba listo, cuando el tratamiento comenzó a dar los
primeros resultados…
El Dr. Augusto
agarra una botella y bebe copiosamente. Acto seguido la arroja contra el
retrato. La pintura del retrato se emborrona y la botella salta en mil pedazos.
Regresa al escritorio, apoya la cabeza sobre la pila de cuadernos de Memorias
Clínicas y se duerme. Ronquidos.
Llaman a la
puerta. El Dr. Augusto levanta la cabeza, se pasa un brazo por la comisura de
sus labios para retirar la baba que le cuelga de la boca. Rápidamente barre los
cristales del suelo de una patada y los esconde bajo el escritorio.
Dr. AUGUSTO
Aguarde un instante, en seguida estoy con usted.
El Dr. Augusto
coge una sábana de la cama y cubre el retrato de su mujer. Se coloca tras el
escritorio y enciende su pipa. Tamborilea con los dedos de su mano derecha
sobre la mesa.
Dr. AUGUSTO
(Fingiendo
tranquilidad)
Adelante, ya puede usted pasar.
Entra en el
despacho una mujer ataviada con una vestimenta desproporcionada con respecto a
su propia figura. Camina con dificultad apoyándose sobre unos tacones que le
quedan desmesuradamente pequeños, al igual que el resto de prendas. La estampa
resulta grotesca. El Dr. Augusto la observa con pasmosa curiosidad. La mujer se
sienta frente al Dr. Augusto, da la sensación de que con cada movimiento
respiratorio van a saltar las costuras de su ropa.
SEÑORA G.
(Condescendiente)
Si
no me equivoco esta es la consulta del Dr. Augusto, el único capaz de tratar
las locuras más inefables.
Dr. AUGUSTO
Está
usted en el sitio correcto y ante la persona que busca, ¿Señora...?
SEÑORA G.
Puede
usted llamarme Señora G. Pero, en cualquier caso, no vengo por mí, sino en
representante de mi joven cuñado, que por los motivos que me dispongo a
exponerle, no ha podido asistir.
Dr. AUGUSTO
(Frotándose las
manos)
Cuénteme,
estimada señora G., en qué consisten dichos motivos. Estoy impaciente por
conocerlos, además, en vistas de mi prestigio, estoy convencido de que no habrá
locura inefable que se resista a mi método.
La señora G.
saca de su bolso una carta. Desdobla la carta ante los ojos inquietos del Dr.
Augusto.
SEÑORA G.
Ojalá
esté en lo cierto, doctor. Resulta que mi difunto marido, un hombre genuino y
sagaz, apasionado matemático, murió hace años por causas desconocidas, y, en
consecuencia, lo único que me dejó en herencia fue su hermano pequeño, mi
jovencísimo cuñado. Este joven solía tener un temperamento taciturno y
melancólico, pero jamás mostró síntomas de locura. Sin embargo, desde que murió
su hermano, se ha apoderado de él una extraña obsesión en la que afirma ser una
de las mentes más brillantes que haya dado nunca la historia de los
matemáticos. Todo es falso, doctor, el pobre es incapaz de ejecutar una simple
suma. Lo cierto es que, desde que afirma tal cosa, vive encerrado en su
habitación realizando no sé qué clases de complejos cálculos, donde parece
combinar las ecuaciones lineales de Euler con las cinco líneas del pentagrama.
No obstante, lo más extraño de todo, es que él mismo es consciente de que tales
delirios matemáticos son realmente falsos, solo que, en lugar de achacarlos a
sí mismo, culpa a un hermano imaginario del que afirma vivir retirado en un
monte sin nombre, y en el cual dice que se ha establecido como el profeta de
los números, y que ayuda a los pastores transeúntes con cálculos eleméntelas
como el de contar su ganado. Todos estos disparates los describe en la carta
que le he traído, la cual deja en nuestro propio buzón, doctor, ¡cómo si no
supiera que compartimos el mismo techo! Además, en la carta, a parte de todos
estos disparates, me reclama dinero, dinero para salvar de la locura a su
hermano
matemático,
que no es sino él mismo.
La señora G. le
tiende la carta al Dr. Augusto. Este la toma con ansiedad y comienza a leerla.
Dr. AUGUSTO
(con la pipa
anclada en la boca)
Es
una carta interesante. Está claro que su joven cuñado está muy perturbado. Aquí
dice incluso que ha contratado espías para que den testimonio de su delirio,
dice que tiene las paredes de su choza garabateadas de fórmulas matemáticas
incomprensibles… ¡Y Dios santo! Le pide una considerable cifra para ayudarle…
La señora G.
asiente incesante a cada palabra, sin embargo, está visiblemente inquieta.
Hurga constantemente entre sus pertenencias, como si buscara algo.
Dr. AUGUSTO
(Con la carta
extendida ante sus ojos)
Este
tipo es un caso, es un auténtico impostor ¡Santo cielo! Jamás traté a nadie tan
mentiroso, tan… ¡sinvergüenza!
SEÑORA G.
Pero
sería un sinvergüenza si de verdad fingiera, doctor, pero no lo hace, realmente
lo cree así. Hace unos días me dediqué a espiarle yo misma. Entonces vi con mis
propios ojos como arrojaba las cartas al buzón. Después se levantaba muy
temprano, tan temprano que aún faltaban muchas horas antes de que despuntara el
alba, parecía incluso que las echaba y las recogía casi a la misma hora… Y
cuando estaba desayunando a la mañana siguiente, irrumpía violentamente en la
cocina y me decía: ¡Ese maldito impostor ha vuelto a escribirle para reírse
de nosotros y sacarla los cuartos! ¿Entiende doctor? Está loco de remate.
La señora G.
saca un pañuelo de su bolso y llora desconsoladamente. El Dr. Augusto se dirige
a la vitrina donde guarda las botellas de coñac y saca un par de copas. Las
sirve. Enciende su pipa y exhala una bocanada cubriendo por completo el rostro
de la señora G. Después se incorpora y comienza a dar vueltas por la estancia.
Dr. AUGUSTO
Tranquilícese,
señora G. Su caso está en las mejores manos. Como he dicho antes, no existe
locura, por más extraña e inefable, que pueda resistirse a la eficacia de mi
método. Lo que tiene que hacer es aplicarlo meticulosamente, y lo hará con las
siguientes indicaciones: Está claro que su cuñado está muy confundido, pero hay
una parte de su mente que no está perturbada del todo, pues, insistentemente,
tal como lo ha relatado, pretende denunciar esa fantasía y acabar con ella. La
solución consistirá en confundirle del todo, en hacerle tragar esa fantasía
hasta el límite de sus pulsiones delirantes. Redacte usted nuevas cartas,
háblele de ese hermano, diga que incluso le ha visitado. Penetre en su cuarto y
pintorree las paredes de su dormitorio con unas cuantas fórmulas. Es más, le
sugiero que lo haga por toda la casa, fórrela de fórmulas y fórmulas… Y si esto
no surtiera el efecto deseado, entonces, pruebe usted misma a disfrazarse de
número, disfrácese usted de la constante de Planck, o de ecuación diferencial,
sea usted, señora G., una maldita integral, un algoritmo… Porque de lo que se
trata, es de que esa locura que padece sea reabsorbida por una mayor, de una
naturaleza más confusa y radical de la que él mismo pueda abarcar.
La señora G,
completamente borracha, contempla al Dr. Augusto confusa. Apura su copa y la
vuelve a servir hasta que rebosa. Luego agarra la pipa y fuma. Exhala el humo.
Durante unos instantes desaparece y solo se observa al Dr. Augusto, que
continúa dando vueltas en círculos por el despacho.
SEÑORA G.
(Con la pipa en
la boca)
Doctor,
todo esto es muy extraño… ¿No cree usted que de esta forma solo podré empeorar
su salud mental? ¿No cree que su juicio, en lugar de enderezarse, terminará más
torcido de lo que ya lo está?
El Dr. Augusto
suspira de forma impaciente y vuelve a su sitio.
Dr. AUGUSTO
(Con la pipa en
los labios)
Señora
G., el juicio de su cuñado está más retorcido que los rizos de un ángel. ¿Qué
más podría sucederle? Escuche, llevo más de diez años trabajando en este
método, y si algo he descubierto, es que la locura solo puede curarse con
locura, pues, supongamos que un loco supiera que está loco, ¿significa esto que
ya está cuerdo? En absoluto, tan solo significa que ha empezado a aceptar su
locura. Ahora bien, si un loco se vuelve más loco de lo que la propia
estructura de su locura puede soportar, ¿no se sobrecargaría el sistema? sí,
señora G., claro que se sobrecarga, se cortocircuita más bien. Es entonces
cuando empieza a verse la luz, el cerebro se resetea, se reinicia, resucita al
mundo de la cordura… ¿entiende usted lo que le estoy diciendo?
El asiento que
ocupaba la señora G. está vacío. El Dr. Augusto termina de beberse su copa
aparentemente tranquilo, deja su pipa encima de la mesa y abre uno de los
cuadernos por una página marcada. En la página hay una carta sin terminar,
éste, concentrado, comienza a escribir: Espero que no llegue usted a pensar,
estimada señora G., que la ayuda que le pido no tenga otro fin que el de ayudar
a mi hermano, y, sobre todo, que no crea, incluso pueda llegar a imaginar, que
no estoy menos cuerdo que mi hermano, ni mi hermano, más loco que yo.
Luego de
finalizar la carta, el Dr. Augusto saca de unos de los cajones del escritorio
un espejo y se contempla en él. Su expresión cambia hasta fruncirse del todo.
Acto seguido, en un ataque de ira, el Dr. Augusto se estampa el espejo contra
la cabeza y se corta el rostro. Después observa su imagen sobre la superficie
rota del espejo.
Dr. AUGUSTO
(Con el rostro ensangrentado)
Mire
esta sangre nueva, doctor, mírela bien… es la misma sangre que brotó de la
garganta de su hermano… Su hermano el genio distinguido, doctor, el que le
encerró en aquel cuartucho. Doctor, usted es como su hermano, es como… es…
¡Doctor! Y esa zorra desalmada, que me, que nos, que se… La muy zorra se… por…
Nosotros, doctor…
El Dr. Augusto destapa el
retrato de su difunta mujer. Ríe a carcajada limpia. Regresa a su escritorio y
arroja Las
Memorias Clínicas al suelo. Se
reclina en su asiento y cruza los pies encima del escritorio. Fuma. Se queda
dormido.
Aporrean
fuertemente la puerta del despacho. El Dr. Augusto, refunfuñando, se levanta y
se dirige al perchero. Coge la levita y el sombrero de bombín. Después corre
hacia el biombo y se cambia. Vuelven a llamar a la puerta. Rápidamente recoge
los cuadernos que arrojó antes al suelo y los apila sobre la mesa. Enciende su
pipa.
Dr. AUGUSTO
(Visiblemente
crispado)
Adelante, puede usted pasar
¡quién demonios sea! Pero haga el favor de no destrozarme la puerta.
Entra
por la puerta un hombre singularmente ataviado: sombrero, gafas de sol, levita
y bastón.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Conciliador)
Disculpe estos ruidos,
doctor, pero creo que la única forma de dar por supuesto la existencia real de
los objetos es golpeándolos con furia.
Dr. AUGUSTO
(Impaciente)
Déjese de cháchara y tome
asiento. Estas no son horas de venir a una consulta. Ni siquiera ha amanecido
todavía.
SEÑOR BUENA
VISTA
Y Dios no lo quiera,
doctor. Podría quedarme aún más ciego de lo que estoy.
Dr. AUGUSTO
(En tono
condescendiente)
¿Es usted
ciego, caballero? Y… ¿cómo dice que se llama?
SEÑOR BUENA
VISTA
(sonriendo)
Puede usted dirigirse a mí
como el señor Buena Vista, doctor. Y lo cierto es que no soy un ciego, no al
menos en un sentido corriente. No obstante, dudo de la existencia de todo
aquello cuanto me rodea y, para el caso, es como si estuviera completamente
ciego.
El
Dr. Augusto se fija en el bastón del paciente. Observa con detenimiento la
empuñadura con forma de cabeza de león.
Dr. AUGUSTO
Qué extraña cosa… ¿Podría
usted entrar un poco más en detalle de lo que le pasa?
El
señor Buena Vista se ciñe el sombrero e inclina hacia abajo la cabeza.
SEÑOR BUENA
VISTA
Verá usted, doctor. Lo
cierto es que gozo de una visión más que perfecta, se podría decir que incluso
padezco un exceso de visión. Si me lo propongo puedo ver bacterias… Puedo ver
el vuelo de un insecto a más de quinientos metros. Puedo ver incluso las lunas
de Júpiter, doctor.
Dr. AUGUSTO
(Incorporándose)
Eso es verdaderamente extraordinario…
El
Dr. Augusto se dirige a la vitrina y se sirve una copa. Se vira hacia el
paciente.
Dr. AUGUSTO
¿Quiere?
SEÑOR BUENA
VISTA
¿A qué se
refiere, doctor?
El
doctor vuelve a su asiento. Bebe.
Dr. AUGUSTO
Es igual…
Prosiga, caballero, siga usted comentándome.
El señor
Buena Vista sujeta el pomo
del bastón con las dos manos, se inclina hacia el doctor.
SEÑOR BUENA
VISTA
Por su puesto, doctor, pero
antes de continuar, me gustaría preguntarle algo. ¿Puedo?
Dr. AUGUSTO
Adelante.
SEÑOR BUENA
VISTA
¿Conoce usted
la filosofía idealista? ¿Ha leído usted a Berkeley?
Dr. AUGUSTO
No tengo el gusto, ciertamente…
El
Dr. Augusto, visiblemente impaciente, se levanta de nuevo y se dirige a uno de
los estantes. Agarra un libro y lo ojea: El ciego que en realidad ve.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Off)
Ese gran hombre iluminó mi
mente con su filosofía, me hizo comprender la irrealidad de todo cuanto me
rodea. Esto me hizo dudar de la posibilidad de que exista una certeza absoluta
para todo, pues, según este autor, todo proviene de nuestra imaginación. Lo
cual me dio que pensar, porque, doctor, ¿y si nada fuera real? Por ejemplo,
¿cuánto de lo que creo que soy es real? y… ¿estoy realmente donde creo estar? o
todavía algo más importante, ¿es usted verdaderamente un doctor…?
Tras
escuchar esto último, el Dr. Augusto abandona la lectura del libro y se vira
inquisitivamente hacia el paciente. El señor Buena Vista continúa en la postura
de antes, mirando tras el escritorio, como si el doctor no se hubiera movido de
su sitio.
SEÑOR BUENA
VISTA
Quizás
todo cuanto creo saber simplemente lo haya imaginado…
El
Dr. Augusto regresa a su sitio. Deja el libro abierto por la mitad sobre la
mesa.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Reflexionando)
Entonces comencé a
sospechar acerca de todo… ¿Existo realmente, o simplemente soy el producto de
una fantasía? ¿y si no fuera más que la proyección de un delirio? Pero está
claro que cuando formulo esta clase de preguntas estoy pensando ¿no?, y si
pienso es porque existo, ¿sí…? Claro que, y eh aquí mi paranoia, también dudo
del pensamiento en cuestión, dudo no solo del propio acto de pensar, sino
también de su palabra, ¿es realmente una palabra, o tan solo una cacofonía
ininteligible?
El
señor Buena Vista, agitado y nervioso, se pasa una manga de la levita por la
frente perlada de sudor.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Confuso)
Y si dudo acerca de cosas
tan elementales, ¿cómo no de todo cuanto hasta ahora he percibido? Algo tan
simple como el amanecer, si uno lo observa bien, ¿qué ve realmente? ¿está
amaneciendo? ¿está anocheciendo? ¿amabas cosas a la vez? ¿cómo saberlo? ¿qué es
lo que hay que saber? ¿qué es saber? La única opción que me quedaba tras estas
cavilaciones fue la de apropiarme de estas gafas, tan oscuras que soy incapaz
de ver nada…
El
Dr. Augusto observa las lentes de su paciente y acto seguido dirige la mirada a
la esquina de la mesa donde creía haberlas puesto en un principio. Después,
pasa la palma de la mano por delante de su paciente. El señor Buena Vista no se
inmuta. Luego cierra de un plumazo el libro que traía entre manos y lo deja
caer al suelo. El señor Buena Vista mira fijamente al suelo inclinando la
cabeza. Inmediatamente mira hacia el Dr. Augusto.
SEÑOR BUENA
VISTA
¿Ha escuchado usted ese
ruido? ¿ha sido realmente un ruido lo que oí?
El Dr. Augusto sonríe. Comienza a reírse.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Negando con la
cabeza)
Pero, ¿y si no fuera un
libro lo que usted cerró? Y el libro, ¿existiría el libro, aunque no lo hubiera
oído? Ve, doctor, ya empiezo. ¡Soy incapaz de parar, me va estallar la cabeza!
Entonces,
el Dr. Augusto se abalanza sobre el paciente y le roba el bastón.
Dr. AUGUSTO
¿Y esto? ¿Qué fue esto,
señor Buena vista? ¿Le robé el bastón o fue ciertamente usted quién me lo robó?
¿Y sus gafas, de dónde demonios ha sacado usted esas gafas?
El
Dr. Augusto le quita las gafas. La paciente protesta de forma histérica y se
tapa los ojos con las dos manos. El Dr. Augusto se sitúa detrás del paciente y
agarra el bastón por un extremo. Apunta con el pomo a la cabeza del paciente y
le golpea con fuerza. El Señor Buena Vista se desploma inconsciente sobre el
entarimado.
Dr. AUGUSTO
¡Siempre desconfié de la
filosofía idealista! No existe en el mundo otra más perversa. Señor Buena
Vista, preste atención a lo que voy a decirle: la única realidad es esta misma
en la cual existimos. Son nuestras acciones lo que la prueban, sin importar
nada más que el instante presente en que transcurren.
El
Dr. Augusto dirige la mirada al retrato de su difunta mujer. Se lleva la palma
de la mano al pecho. Suspira. El paciente se retuerce de dolor en el suelo.
Dr. AUGUSTO
(Off)
El dolor, señor Buena
Vista, el dolor es la clave que hace efectiva la existencia, y solo por el
dolor sé que estoy existiendo. Del dolor no hay ninguna duda… Ya sea durmiendo
o estando despierto, el dolor siempre es real… El dolor… ¿Usted se ha enamorado
alguna vez? No existe cosa más dolorosa ni más real que el desamor, ¿podría
usted dudar de eso?
El
doctor cierra la palma de la mano y se golpea el pecho.
DR. AUGUSTO
¡El mundo es dolor, señor
Buena Vista! El mundo es real porque nos duele. ¿Qué sería del mundo sin dolor,
sin sufrimiento? Ese Berkeley no sufrió, se lo garantizo. Por eso dijo todas
esas gilipolleces.
El
paciente se arrastra por el suelo. Trata de incorporarse y cae. Se palpa el
enorme chichón que le ha brotado de la coronilla. Su expresión cambia radicalmente,
ríe a carcajadas.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Arrebato de
felicidad)
Creo que me ha curado,
doctor. No hay duda en ello. No tengo la más mínima duda de que me duele la
cabeza como si me la hubiera estampado contra un muro de piedra. Podría dudar
de la existencia de un muro de piedra, podría sospechar acerca de la veracidad
de su discurso, podría cuestionarme incluso la naturaleza de la fuerza con que
he sido arrastrado al suelo… Pero no puedo dudar de este brutal dolor de cabeza
que tengo.
El
paciente se golpea en la cabeza. Se incorpora y comienza a dar saltos de
alegría por la estancia.
SEÑOR BUENA
VISTA
¡Me
duele! ¡Me duele! ¡Qué me partan la cabeza si esto no es lo más real que he
experimentado en mi vida!
El Dr. Augusto le tiende las gafas al paciente.
Dr. AUGUSTO
¿Qué hará ahora con ellas?
El
señor Buena Vista agarra las gafas y salta sobre ellas hasta pulverizarlas.
SEÑOR BUENA
VISTA
(Abriendo la
puerta del despacho)
En cuanto llegue a casa
quemaré todos esos estúpidos libros de Berkeley, lo prometo, doctor, juro que
lo haré… ¡hasta nunca!
El señor Buena
Vista cierra de un portazo. El Dr. Augusto mira el desorden en que está sumido
el despacho: papeles, ceniza, cristales, botellas vacías, ropa… Coge por el
cuello una de las botellas y bebe hasta terminar lo poco que queda. Después se
planta ante el desfigurado retrato de su mujer.
Dr. AUGUSTO
(Con la palma
de la mano sobre el corazón)
Querida
mía, ¿sabes lo que me duele que todavía no creas en mí? Pero yo sé que no es tu
culpa, que mi hermano, ese infame impostor, logró engañarte con sus artimañas…
El Dr. Augusto
se mira las manos, las alza hacia arriba y su rostro cambia drásticamente.
Dr. AUGUSTO
¡Ojalá
vuelva para estrangularle con mis propias manos!
Exterior,
comienza a amanecer.
Interior.
Despacho del Dr. Augusto.
El Dr. Augusto,
visiblemente agotado, regresa al escritorio. Justo se enciende la pipa cuando
nuevamente llaman a la puerta.
Dr. AUGUSTO
(Desganado)
¡Un momento!
Trata de poner
un poco de orden, de repente, se percata de que la levita que trajo el señor
Buena Vista está tirada en el suelo, al igual que las prendas que trajo la
señora G. Vuelven a llamar insistentemente a la puerta.
Dr. AUGUSTO
(Nervioso)
¡ya le he oído diablos!
Las paredes del
despacho están garabateadas de incomprensibles fórmulas matemáticas. El Dr.
Augusto se lleva las manos a la cabeza muy confundido. En ese instante descubre
que tiene un voluminoso chichón en la coronilla. Se asusta. Llaman a la puerta.
Dr. AUGUSTO
¡Adelante!
Aunque le advierto de que no dispongo de mucho tiempo… Ya está amaneciendo.
La puerta del
despacho se abre y penetra una densa neblina. Tras esta comienza a
diferenciarse la silueta de un hombre que avanza con dificultad. Conforme se
aproxima se puede apreciar su aspecto macilento, su rostro desfigurado y lleno
de cicatrices. Le falta un trozo de nariz y la oreja derecha, al igual que
algunos de dos de la mano. Los ojos del hombre brillan de forme siniestra entre
la neblina. Tiene el aspecto de un cadáver viviente. El Dr. Augusto le observa
con curiosidad, al mismo tiempo que experimenta un miedo sin precedentes.
DR. AUGUSTO
Tome
asiento, caballero. Lo cierto es que me ha sorprendido usted, no estoy
acostumbrado a recibir muertos en mi consulta…
El cadáver se
sienta frente al Dr. Augusto. Le sonríe dejando entrever su dentadura podrida.
Dr. AUGUSTO
¿Sabe
a qué me dedico? Mi profesión vela por salvaguardar la cordura, pero se trata
de la cordura de los vivos, caballero, de los vivos. Aquí no se resucita a
nadie, ¿comprende?
El cadáver se
arranca un dedo de la mano, lo mastica y lo escupe sobre la mesa del
escritorio. El Dr. Augusto se aparta asqueado.
CADAVER
Vengo
en calidad de enfermo, doctor. No estoy muerto aún, pero no tardaré en estarlo.
Dicen que no hay nadie como usted a la hora de tratar los trastornos mentales…
Pues bien, creo que mi caso le interesará especialmente.
El Dr. Augusto
exhala una bocanada de humo contra el cadáver. El humo, al chocar contra el
rostro desfigurado del paciente, se desintegra. El Dr. Augusto asiente con la
cabeza.
Dr. AUGUSTO
Está
bien, por lo que acabo de comprobar, no es usted un cadáver del todo. Su cara,
aunque putrefacta, es real… Además, aunque no lo fuera, ¿cree usted que el
método no es igualmente efectivo para los vivos que para los muertos? Escúcheme
bien…
El Cadáver gira
la cabeza hacia la izquierda, por el lado en el que le falta la oreja.
Dr. AUGUSTO
(Haciendo un
ademán con la mano indicando que se gire)
Ponga
el otro lado de la cabeza, el que tiene oreja…
CADAVER
(Invirtiendo la
posición)
Disculpe,
doctor, es la costumbre… Siempre oí mejor con la derecha… ¡Por eso me la
corté…!
Dr. AUGUSTO
Mi
método es infalible, ninguno de los que han pasado por aquí salió peor de lo
que entró, lo cual, es un claro indicador de su eficiencia…
El cadáver ríe.
Vuelve a mover la cabeza para mirar de frente al Dr. Augusto.
CADAVER
Lo
celebro, doctor. Pero seguramente mi situación le apremia más que ninguna otra,
porque si sigo así, terminaré por desaparecer del todo. Fíjese en esto.
El cadáver abre
la boca y se mete un dedo por la boca sacándolo por el trozo que falta de la
nariz.
CADAVER
Yo
mismo lo hice… al igual que me amputé los dedos y corté mi oreja. Y pronto me
sacaré los ojos… llevo varios días meditándolo. No puedo evitarlo, pronto me
arrancaré tantas cosas que no quedará nada. También extirpé mis pezones, y
suelo cortarme los labios, pero… pero estas heridas al final cicatrizan, como
los cortes que me he infligido en los brazos y en las piernas, y también las
quemaduras… al final estas también terminan curándose… Es una pena, lo sé. Odio
que el cuerpo se cure solo, a pesar de arrancarme las postillas… este tipo de
heridas superficiales casi nunca se infectan. Por eso comencé a amputarme
partes del cuerpo, porque estas sí que son irrecuperables del todo… Olvidé
decirle que también me deshice de los genitales… ¿quiere verlos? Siempre los
llevo conmigo, como un trofeo… ¿Entiende? Se trata de mis propios huevos.
El cadáver hace
el ademán de buscar entre los bolsillos de su camisón. El Dr. Augusto le
detiene.
Dr. AUGUSTO
(Parándole)
No
hace falta, no me interesa para nada el asunto de sus testículos. ¿Desde cuándo
lleva haciendo todo esto?
CADAVER
Hará como unos diez años.
El Dr. Augusto
se palpa los cortes que tiene en la cara. Se mira la yema de los demos manchada
de sangre seca.
CADAVER
Un
día desperté aterrado… Era como si mi cuerpo no fuera verdaderamente mío.
Primero comencé a odiarme, a renegar de mí mismo, y entonces descubrí que el
hecho de infligirme dolor físico aliviaba mi angustia interior. Desde ese
instante fantaseo diariamente con amputarme partes del cuerpo. A veces sueño
con abrir el pecho y extraer mi corazón para comérmelo.
El Dr. Augusto
se incorpora y se dirige a uno de los estantes. Regresa con un pesado libro y
lo consulta sobre la mesa.
Dr. AUGUSTO
Usted
es un claro ejemplo del trastorno de autofagia y desorden de identidad corporal.
Pero esto no es nada extraño, de hecho, la propia naturaleza impulsa su propia
autodestrucción para dar lugar a obras más perfectas…
El cadáver
comienza a morderse el antebrazo arrancándose tiras de pellejo.
CADAVER
(Con trizas de
su piel colgando de sus dientes)
No entiendo una mierda de lo que me dice, doctor…
DR. AUGUSTO
Lo que quiero decir, ¿señor…?
CADAVER
(Masticando)
Ciriaco,
doctor, Ciriaco el Loco. Así solía llamarme ella.
DR. AUGUSTO
Señor
Ciriaco, lo que quiero decir, es que no debe detener esa pulsión de
autodestrucción, pues en vista de los hechos, está claro que la naturaleza ha
reservado para usted un fin superior.
CIRIACO EL LOCO
(Golpeando la
mesa, enfadado)
¿Qué
insinúa doctor? ¿Que prosiga con mi propio suicidio? ¿Y es esta la solución?
Oh, usted no es más que un impostor.
Ciriaco se
incorpora violentamente, comienza a dar vueltas por el despacho preso de la
cólera. Finalmente recoge un puñado de cristales del suelo y se saca los ojos.
Dr. AUGUSTO
¡Excelente,
Ciriaco, excelente! Usted lo ha comprendido todo.
El Dr. Augusto
se levanta y le tiende el bastón.
Dr. AUGUSTO
(Aplaudiendo)
¡No
se prive Ciriaco, no se prive! ¡ábrase la cabeza de un garrotazo!
CIRIACO EL LOCO
¡Usted
no es más que un loco y un desalmado! ¡un fratricida! Pero pronto se dará
cuenta… Muy pronto, cuando amanezca, cuando la luz del sol inunde este sucio
lugar. Entonces no tendrá escapatoria, no podrá salir de aquí…
Ciriaco se
desvanece en la neblina. Un hilo de luz penetra en la estancia. El Dr. Augusto,
exhausto, se deja caer en la cama, pero entonces choca contra un cuerpo que se
revuelve bajo la colcha.
CUERPO
(Susurrando)
Ya
estoy casi… Ya estoy casi… Un poco más y conseguiré convertirme…
En la mesa del
escritorio, la señora G., escribe en un cuaderno.
SEÑORA G.
(Concentrada en
el papel, murmurando)
Estimado
cuñado, jajaja. Hoy ha estado con nosotros tu hermano, el matemático.
El Dr. Augusto
comienza a sudar conforme la luz del día se va haciendo más intensa, se muerde
las uñas aterrorizado.
Dr. AUGUSTO
(Asustado)
¡Pronto anochecerá!
El Dr. Augusto
se incorpora de la cama y se dirige al centro de la estancia, donde es rodeado
por todos sus pacientes.
Dr. AUGUSTO
(Fuera de sí)
¡¿Quiénes
son todos ustedes?! ¿Qué están haciendo aquí? ¡Dejadme!
SEÑOR BUENA
VISTA
¿Es que no ve usted bien, doctor?
CIRIACO EL LOCO
Habrá que sacarle los ojos para que aprenda a ver…
El Dr. Augusto
trata de abrirse paso entre los pacientes. Estos se lo impiden.
FLÁNFILO
¿Recuerda
usted los flanes que hacía la mujer del retrato? ¡estaban deliciosos!
Dr. AUGUSTO
¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Me vais a volver loco!
CIRIACO EL LOCO
Usted
ya está como una cabra, doctor. Usted está muy perturbado…
Dr. AUGUSTO
Creo que voy a desmayarme… Me voy a…
El Dr. Augusto
se desploma sin sentido.
Exterior.
Crepúsculo.
Interior.
Despacho del Dr. Augusto. El Dr. Augusto se encuentra sentado tras el
escritorio escribiendo en los cuadernos. Todo está en orden. Mira al
retrato.
Dr. AUGUSTO
¿Te
sientes orgullosa de mí, querida? Está todo aquí, en mis Memorias Clínicas,
aquí he reflejado todo el proceso… Es el método, y yo soy la primera prueba de
su efectividad. ¡Me he curado! Mi juicio está sano… Nada podrá torcerlo ahora
que ya sé quién soy. ¿Estaba loco antes? Puede ser, pero ahora estoy cuerdo, y
debo dar a conocer al mundo mi método. Todos tenemos un destino al que
ceñirnos, y yo ya sé que el mío no consiste en otra cosa que en sanar mentes…
El Dr. Augusto se sirve una copa de coñac. Enciende su pipa.
Dr. AUGUSTO
Bueno, mi amor, tengo que ponerme a trabajar. Sólo una cosa más, no vuelvas a llamarme Ciriaco, de ahora en adelante seré el Dr. Augusto.
Llaman a la puerta del despacho.
Dr. AUGUSTO
Adelante,
puede usted pasar, bienvenido a la consulta del Dr. Augusto.
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