19 de abril de 2022

Angélica

 

Yo pensaba que Angélica tenía pene y me la imaginaba en la bañera sumergida en agua negra como el pelo púbico que se enredaba en sus ingles entre las cuales asomaba su pene imaginaba que era un hueso por su voluntad tiesa Angélica juntaba la punta de los dedos de sus pies y contemplaba anonadada su polla emerger del agua como la mira de un submarino rodeado de extraños e infantiles patitos de goma yo me encontraba apoyado en el marco de la puerta del baño observándola con curiosidad ella me tenía inquina y pensaba que era un niño con notables y serios problemas de retraso mental o quizás simplemente me comparaba con su hijo absolutamente dependiente debido a una falta de oxígeno durante el parto y yo no era sino un pretexto de venganza un objetivo a abatir en este mundo injusto que de tantas desgracias nos hace protagonistas o espectadores además siempre me colgaban unos mocos verdes de la nariz que no hacían sino reforzar este complejo del cual era acusado hipotéticamente por las razones expuestas pero lo cierto es que yo simplemente era un niño como otro cualquiera aunque particularmente ensimismado y con mucha imaginación que creía firmemente que su profesora de segundo de infantil era andrógina imaginaba que un buen día en primero o segundo de primaria nos reencontraríamos en el patio de recreo del “Campo Arañuelo” contemplando al resto de niños arañando la tierra y levantando nubes de polvo o jugando al escondite entre los árboles siendo por entonces yo un palmo y medio más alto que Angélica y Angélica una arruga y media más vieja con el pelo corto como lo solía llevar cuando era mi tutora sólo que en esta ocasión ya se podían entrever las canas de la vejez que nos recuerdan que al fin y al cabo somos todos mortales y que es la muerte y no la miseria la que nos iguala a lo largo de nuestra vida e iniciaríamos entonces una conversación  desde hacía mucho tiempo pendiente y que a mí personalmente me devoraba las entrañas y entonces yo le preguntaría por qué tenía pene o por qué había nacido con pene y de cómo se sentía ella de por qué el estar en posesión de semejante malformación le había arrastrado con los años a odiar a un niño por el simple hecho de parecerse a su propio hijo aunque esto último no fuera más que una conjetura de por qué en aquellos tiempos en los que era mi tutora y estaba a cargo de elaborar informes despreciables contra mi integridad moral ella me decía que siempre estaba en babia o pensando en la luna de Valencia y yo quería saber el significado de esas expresiones porque ciertamente no me dejaban dormir entonces Angélica me cogería de la mano que supongo sería más grande que la suya y la guiaría hasta su entrepierna dónde yo podría notar perfectamente como su pene se iba tornando más y más duro y más y más grande hasta convertirse en un bulto por dentro de su delantal que parecía tener vida propia como un corazón recién extraído latiendo con fuerza sobre la mano que lo sostiene y entonces Angélica me diría por fin has madurado hijo comprendiendo yo en ese instante lo real que era aquello mientras los niños ajenos a nuestra presencia desentendidos como es natural de mi descubrimiento proseguían con sus juegos infantiles alborotando el patio de recreo en tanto que Angélica me suplicaba que apretase con fuerza y yo la miraba incrédulo porque es de incrédulos pensar que una suposición se convierte de repente en algo cierto y aunque lo deseara con todas mis fuerzas es decir aunque no esperaba otra cosa no podía creer que aquello que estaba palpando era realmente el pene inhiesto de mi antigua profesora desenrollándose por dentro del delantal como una rareza extraordinaria de la evolución o como una impureza del ser creado o como una maldición de la cual tenía que vengarse concentrando todo ese odio en un niño que por una similitud más que justificada podría comparársele a su propio hijo a su descendiente igualmente maldito y entonces Angélica me dijo que siempre había sido un niño con mucha imaginación.

11 de abril de 2022

Lo que ocultan los Dioses

 


 

No arde nada en el infierno salvo el Yo.

Cuando Ra, el Dios del sol, volvía a su residencia en el inflamado occidente, tenía que sostener una encarnizada lucha contra un ejército de demonios. Luchaba contra ellos toda la noche, y a veces las potencias de las tinieblas conseguían ensombrecer el cielo con negras nubes y debilitar la luz del sol, incluso durante el día.

 

 

Nos ha llevado generaciones construir y mejorar nuestras herramientas. Hemos logrado fabricar flechas tan veloces y silenciosas como el vuelo de una lechuza. Punta de lanzas con las que plantar cara a nuestros enemigos. Utensilios tan afilados y cortantes que nos permiten abrir casi sin esfuerzo el escamoso vientre de un cocodrilo. Las bestias amenazantes que se ocultan entre la misteriosa maleza que nos rodea huyen despavoridas al escuchar nuestros pasos. Poco a poco, a lo largo de miles de años, hemos recorrido la vasta extensión del planeta. Los continentes se separan transformando desiertos en océanos intransitables. El suelo temblando bajo nuestros pies. Estremecedoras descargas eléctricas resplandeciendo en el horizonte. Incluso hemos presenciado como las entrañas de la tierra vomitaban fuego…

Pero habrá un cambio esencialmente significativo que modificará para siempre nuestra percepción del mundo. La odisea de nuestra especie comienza a dar los primeros pasos hacia el futuro. Para entender este cambio, habremos de remontarnos a la primera mirada. Una mirada a todas luces extraña y particular: la mirada original del hombre. Una mirada revolucionaria, en la que se ha creado un distanciamiento sin precedentes con respecto al misterioso universo que nos rodea. Estamos muy lejos de comprender en qué consisten sus cambios, pero el asombro persiste ante nosotros con una voluntad pasmosa. Pensemos en que tipo de impresiones habrían de causarnos los fenómenos cíclicos como las estaciones, el día y la noche, las fases de la luna, la estela de los cometas que surcan el manto estrellado. En cada despertar se repite el mismo proceso: la masa luminosa se enciende y se apaga en lados opuestos del horizonte. La piedra de nácar que nos observa desde el cielo y a veces se oculta retornando a su misma tenebrosidad. Se trata de una distancia que, simultáneamente, resulta enigmática y sorprendente. Porque si bien es cierto que esta nueva forma de mirar es, ante todo, distante, no lo es menos la poderosa conexión y el indispensable vínculo que nos ligan a ella. 

En estos instantes previos a la humanidad, nuestro cráneo es todavía pronunciado, nuestros huesos tan duros como la roca, pero nuestros pasos ya son firmes. Nos estamos asentando. Nuestro corazón late tan fuerte que nos damos cuenta de que está ahí, revolviéndose en nuestro interior, revelándonos en cada contracción un inquietante misterio: estamos vivos. Lo sabemos. El proceso de codificación se despliega ante la experiencia de nuestros sentidos. De forma imparable, las primeras representaciones, hasta entonces sin conceptualizar, comienzan a forjarse en nuestro cerebro. El nacimiento real de nuestra estirpe acontece en el acto de pensar, y lo pensado existe a través de esa nueva y extraña forma de mirar. Nuestro destino ha sido sellado. El primer pacto con el diablo, ¡la primera manzana podrida ya ha caído del árbol! La mirada del hombre expectante ante aquello que ya no forma parte intrínseca de sí mismo. Por primera vez, nos hemos vuelto hacia nosotros mismos, hacia lo que, posteriormente, se transformará en la conciencia: el distanciamiento con aquello a lo que estamos irremediablemente unidos. Una inspiración profunda. Una bocanada de aire caliente que penetra por nuestra nariz hasta abrasarnos los pulmones. Hemos sido bendecidos o condenados por nuestra esencial forma de mirar. Ante nosotros se despliega un caos infinito de formas diversas entre las que reina una desenfrenada voluntad.

A todo aquello que sentimos ajeno y extraño a nosotros le llamaremos mundo. El mundo.  Sentimos el aire meciendo nuestro vello ancestral. La tierra ardiendo bajo nuestros pies. Sabemos lo que es la lluvia. Conocemos el fuego: aquel animal que aún no hemos aprendido a domar y cuya mordedura nos deja una cicatriz indeleble, y, sin embargo, ilumina los senderos más oscuros y calienta nuestros cuerpos, incluso los alimentos se vuelven más suculentos con su beso incandescente. Es ante este mundo así contemplado donde la máscara del pensamiento comienza a fraguar la primera noción de sentido. El pensamiento terminará por suplantar el estado de naturaleza. El éxtasis se ha derrumbado, el frenesí de la existencia ha sido eclipsado por la consciencia. La conciencia engendrará a su vez al tiempo, y, por ende, la muerte. Todo cuanto nos rodea ya no es simplemente vivido, sino que también se nos muestra como representación. La inmediatez ha sido remplazada por la mediatez. Objeto y sujeto se manifiestan irreconciliables. La lucha de contrarios ha comenzado.  ¿Estamos acaso ante el primer atisbo de la razón? ¿de la consciencia? Desde entonces, todas nuestras percepciones habrán de pasar por el filtro de la dicotomía. Pensar es romper la realidad para recomponerla desde un prisma necesariamente humano, DEMASIADO HUMANO. La realidad se muestra ante nosotros provocando el más angustioso de los suspiros. Nuestros ojos expectantes observan con extrañeza y curiosidad, porque el mundo no existía antes de esta mirada. Pero a este acontecimiento primordial, le acompaña, además, una sonrisa y una lágrima. Los primeros rasgos de la comedia y la tragedia comienzan a esbozarse.  De forma simultánea, nos asomamos al drama de la existencia, y todo ante nosotros resulta particularmente foráneo. Un drama que se prolongará infinitamente a lo largo de la historia, y que no consiste en otra cosa que en retornar al seno de aquello que, tras esa primera mirada, nos será vetado para siempre.

Lo espiritual en el ser humano consiste en retornar al origen, volver a la naturaleza perdida. ¡Nos ha abandonado el éxtasis! ¡El paraíso es un viejo recuerdo! Y, sin embargo, sólo pensamos en volver a él. Extrañas fuerzas nos rodean. Aún desconocemos si están aquí para acrecentar o amedrentar nuestros pesares. La naturaleza se ha convertido en un fenómeno simbólico. Esto es así porque el mundo no existía como algo objetivable, y lo objetivo y subjetivo se escindieron igual que dos ramas gemelas del tronco principal. La mirada propiamente humana no consiste, en realidad, más que en objetivar la subjetividad de nuestras representaciones. Lo espiritual nace en el mirar como un primer intento de comprender el mundo a través de los fenómenos representados. Será necesario, por tanto, elevar todo lo ajeno a la categoría de lo divino, y, sin embargo, en lo más profundo de nuestro inconsciente, aún perdurará el deseo de pertenencia al paraíso del que fuimos expulsados. Todo lo espiritual obedecerá por tanto a ese ciego impulso de retorno.

Es entonces cuando los primeros pálpitos del animismo comienzan a sentirse en todo lo creado. Al abandonar el paraíso, no tuvimos más opción que yuxtaponer lo que nos es propio a lo que es el mundo, y, para comprenderlo, necesitábamos dotarlo de alma. Las primeras formas de civilización compartieron esta visión animista de la naturaleza. La concepción animista se corresponde con el primer estadio de conciencia de la humanidad. Las potencias naturales tenían sentido simbólico porque actuaban como agentes del caos previo a la organización animista del mundo. La lucha entre los titanes presente en la cultura mitológica se corresponde con esas primeras impresiones que estos fenómenos tuvieron en la conciencia primigenia del ser humano.

Cuanto más evidente y clara se hacía nuestra conciencia, más lejano y misterioso se tornaba el mundo. Por tanto, es lógico considerar la idea de que los símbolos que empleábamos para interpretarlo se volvieran más complejos. El surgimiento del politeísmo aparecería entonces como el nuevo elemento significador del segundo estadio de conciencia. Civilizaciones más desarrolladas necesitaban a su vez de símbolos más sofisticados. Ya no nos bastaba con dotar de alma al mundo, sino de hacer de éste la morada de los Dioses, representaciones de la realidad confeccionadas a imagen y semejanza del nuevo hombre, revestidas y moldeadas según la conciencia progresiva de Éste y en favor de la perfección de aquellos. Por lo que con la fabricación de estos nuevos Dioses habríamos desarrollado la capacidad de trascendernos a nosotros mismos. El mundo visto a través de los dioses implicaba la idea de un mundo simbólicamente más humanizado, y, en consecuencia, una explicación más razonable acerca de nuestros orígenes como ser desprendido de la naturaleza.

Pero no será hasta la era del monoteísmo cuando el hombre alcance el estatus máximo de la conciencia de sí. El tercer estadio, el más perfecto de todos, porque es aquel en el que el ser humano se encuentra más alejado del mundo. No obstante, intrínsecamente al mismo proceso politeizante, ya se estaba gestando la idea de crear un Dios supremo, un Dios de todos los dioses, de la misma forma que existe un Rey de reyes, y tal como ocurre en todo proceso psicológico, donde siempre prevalece una idea o pensamiento dominante. Para el tercer estadio de la conciencia, el Dios del monoteísmo representa la expresión más sublime que tiene el ser humano de la naturaleza, es decir, Dios supone el paroxismo de nuestro distanciamiento con respecto al mundo. Un Dios que reúne todos los ideales de perfección a los que aspira la propia conciencia. Un Dios que promete resarcirnos de nuestra condición humana, en el sentido de retorno a la naturaleza, pero al mismo tiempo un Dios en el que se reafirma una vez más la imposibilidad de regresar a nuestros orígenes. Lo cual no deja de entrañar un hecho bastante paradójico, pues el ser supremo no es más que el espejo donde se proyecta todo un proceso espiritual y simbólico derivado de esa primera mirada, y, sin embargo, la contemplación de esa imagen resulta hiriente e incluso vengativa, pues revela nuestra incapacidad de sumirnos nuevamente en la inconsciencia de la inmediatez y augura de forma inexorable la caída del hombre en la humanidad.

 

 

6 de abril de 2022

La casita de Olabarri

 

La vida es siempre dura, porque la vida, en tanto que proyecto de la naturaleza, es como una roca gigantesca que se cierne accidentalmente sobre un poblado de chabolas, o como el achaque agónico de un moribundo tendido bajo la implacable luz de un quirófano. De la vida desconocemos su fin, pero no su final. En el caso que nos ocupa, lo que pasó de ser una simple idea, infundada por promiscuas sospechas, desembocó, lamentablemente, en una devastadora tragedia.

Muchos fueron los kilómetros que recorrieron dos jóvenes con el afán de tejer su propio destino. Así fue como, lejos de todo indicio de civilización, en algún tramo de una autopista, alquilaron el ático de un edificio que, aun sirviendo anteriormente como guardilla, en poco tiempo lo transformarían en un agujero entrañable, o en un oasis refrescante en medio de un árido desierto, o en un remanso de paz y descanso, y bien hubiera sido todo esto posible, de no escuchar el tránsito ininterrumpido de los vehículos por la autopista, ni de los setenta centímetros que distaban entre el suelo y el techo:

            Imagínate López que estamos frente al mar escuchando el sonido de las olas rompiendo contra la costa trató de consolarle Naranjo.

            Imagínate Naranjo que somos meros gusanos y que por eso mismo no nos queda otra que arrastrarnos por el suelo le motivó a su vez López.

Extraños y perturbadores hechos acontecieron al poco tiempo. En un espacio tan reducido resultaba inconcebible que día tras día fueran desapareciendo diversos objetos. Cuando se trató de los mecheros poco importaba, igual que en el caso de las zapatillas de andar por casa o con otras pertenencias que tampoco es que tuvieran mucho valor. Pero cuando un día se levantaron y no encontraron el televisor por ninguna parte comenzaron a saltar las alarmas… A las desapariciones se sumaron otros fenómenos igualmente inexplicables: sobre las tres de la madrugada, aparte del tráfico, al que ya estaban absolutamente adaptados, podían escucharse una serie de murmullos a través de las paredes, así como pisadas sospechosas que hacían crujir el suelo de madera. En alguna ocasión también oían voces indescifrables que parecían venir de ultratumba. También la nevera prorrumpía en lamentos nocturnos, como si en su interior albergara la más terrible pesadilla que un electrodoméstico pudiera soñar. Por los ventanales de la guardilla asomaba una fría calígine que tenía la capacidad de accionar el aire acondicionado, cosa que les molestaba particularmente porque apenas contaban con el suficiente dinero como para permitirse algo de calefacción.  

En términos generales, no obtuvieron una respuesta satisfactoria a lo que pasaba allí dentro. Lo habían intentado todo. Habían mirado ensimismados el cielo cosido de estrellas. Habían leído los anuncios obsoletos de las páginas amarillas. Habían revisado todos y cada uno de los programas de Cuarto Milenio e incluso habían leído a Lovecraft. Pero nada. Tanto los técnicos como la casera no daban crédito a las historias que contaban.

            Todo está perfectamente señalaban los técnicos

            No entiendo que es lo que os quita el sueño se quejaba la casera fijaos, la nevera funciona, la calefacción está desactivada, y os garantizo que en los últimos cinco años que lleva la casa vacía, nadie escuchó ninguna voz. Aquí no hay fantasmas, chicos.

            ¿Y qué me dices del televisor? preguntaron.

            ¿Qué televisor? respondió la dueña armada de paciencia ¡Aquí no hay televisor que valga!

Con el paso de los días la salud mental de los jóvenes fue en detrimento. López le confesó a Naranjo que se sentía como una fruta madura espachurrada en el suelo, y que los gusanos, que eran algo así como el insomnio, le estaban devorando el cerebro. Naranjo le dijo que él se sentía más bien como el cadáver de un roedor expuesto a la intemperie de los elementos, y que las moscas, que eran algo así como la locura, habían depositado ya hace tiempo los huevos que pronto eclosionarían arrebatándole la razón.

Una noche escucharon el transitar de unos pasos que parecían provenir de las escaleras. Aquello que estuviera ascendiendo hacia la guardilla lo hacía muy lentamente, de escalón en escalón, provocando un sonido semejante al de cuando se pisan las ramas secas. Unos golpecitos tras la puerta confirmaron que efectivamente no se trataba de una alucinación, algo aguardaba al otro lado. Naranjo reptó hasta la entrada y extendió su largo brazo hasta dar con el pomo de la puerta. López se enroscó expectante al otro extremo de la estancia. Al abrirse la puerta, apareció en el rellano la silueta de una vieja. La escasa luz del pasillo apenas alcanzaba para trazar el perfil de aquella figura, y aunque su rostro permanecía aún velado por el misterio, podía distinguirse la punta de su espeluznante nariz olisqueando el marco de la puerta. Cuando se adentró del todo, tanto López como Naranjo pudieron verle los ojos a la vieja, arremolinándose como aguijones venenosos en la oquedad carcomida de sus cuencas.

            Quién diablos eres preguntó López.

            La misma muerte respondió la vieja.

            ¡Tu puta madre! exclamó Naranjo.

            Espera intercaló López creo haberla visto antes. Es la gitana del primero.

            He venido a que por fin conciliéis el sueño, gandules.

            Iré a por los cuchillos anunció Naranjo arrastrándose lo más rápido que pudo en dirección a la cocina.

            ¡No! Aguarda un momento. Vamos a terminar con esto de una vez. Abajo en el coche tengo una garrafa de gasolina.

Naranjo, que avanzaba ahora en dirección a la anciana con un cuchillo entre los dientes, masculló:

            ¡Qué piensas hacer!

Quemar el puto edificio respondió López.

Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar. López regresó al instante con la gasolina y esparció su contenido por toda la guardilla. Actuaba como un títere movido por hilos invisibles, como si las larvas, que decía le estaban devorando el cerebro, hubieran cumplido con su cometido y López ya no fuera López, sino tan solo un autómata descerebrado o una fruta madura y pocha sin semillas. Por su parte Naranjo forcejeaba con la vieja, que decía ser la muerte, o un tipo de ángel exterminador, cuando la pura realidad es que era una vieja chocha y desdentada. “Si mato la muerte ganaré la vida”. En eso pensaba Naranjo mientras rodaba con la vieja asentándole múltiples puñaladas bajo una lluvia de gasolina. Las llamas devoraron rápidamente la habitación consumiendo los tres cuerpos, no tardando en extenderse al resto del edificio. Los cimientos cedieron al fuego y todo el bloque se desplomó levantando una nube de polvo y ceniza. Cuando a la mañana siguiente la policía se acercó al lugar de los hechos, lo único que encontraron fue el televisor de la casita de Olabarri, cuya pantalla asomaba resplandeciente entre la ceniza como una jodida señal de Dios.