6 de abril de 2022

La casita de Olabarri

 

La vida es siempre dura, porque la vida, en tanto que proyecto de la naturaleza, es como una roca gigantesca que se cierne accidentalmente sobre un poblado de chabolas, o como el achaque agónico de un moribundo tendido bajo la implacable luz de un quirófano. De la vida desconocemos su fin, pero no su final. En el caso que nos ocupa, lo que pasó de ser una simple idea, infundada por promiscuas sospechas, desembocó, lamentablemente, en una devastadora tragedia.

Muchos fueron los kilómetros que recorrieron dos jóvenes con el afán de tejer su propio destino. Así fue como, lejos de todo indicio de civilización, en algún tramo de una autopista, alquilaron el ático de un edificio que, aun sirviendo anteriormente como guardilla, en poco tiempo lo transformarían en un agujero entrañable, o en un oasis refrescante en medio de un árido desierto, o en un remanso de paz y descanso, y bien hubiera sido todo esto posible, de no escuchar el tránsito ininterrumpido de los vehículos por la autopista, ni de los setenta centímetros que distaban entre el suelo y el techo:

            Imagínate López que estamos frente al mar escuchando el sonido de las olas rompiendo contra la costa trató de consolarle Naranjo.

            Imagínate Naranjo que somos meros gusanos y que por eso mismo no nos queda otra que arrastrarnos por el suelo le motivó a su vez López.

Extraños y perturbadores hechos acontecieron al poco tiempo. En un espacio tan reducido resultaba inconcebible que día tras día fueran desapareciendo diversos objetos. Cuando se trató de los mecheros poco importaba, igual que en el caso de las zapatillas de andar por casa o con otras pertenencias que tampoco es que tuvieran mucho valor. Pero cuando un día se levantaron y no encontraron el televisor por ninguna parte comenzaron a saltar las alarmas… A las desapariciones se sumaron otros fenómenos igualmente inexplicables: sobre las tres de la madrugada, aparte del tráfico, al que ya estaban absolutamente adaptados, podían escucharse una serie de murmullos a través de las paredes, así como pisadas sospechosas que hacían crujir el suelo de madera. En alguna ocasión también oían voces indescifrables que parecían venir de ultratumba. También la nevera prorrumpía en lamentos nocturnos, como si en su interior albergara la más terrible pesadilla que un electrodoméstico pudiera soñar. Por los ventanales de la guardilla asomaba una fría calígine que tenía la capacidad de accionar el aire acondicionado, cosa que les molestaba particularmente porque apenas contaban con el suficiente dinero como para permitirse algo de calefacción.  

En términos generales, no obtuvieron una respuesta satisfactoria a lo que pasaba allí dentro. Lo habían intentado todo. Habían mirado ensimismados el cielo cosido de estrellas. Habían leído los anuncios obsoletos de las páginas amarillas. Habían revisado todos y cada uno de los programas de Cuarto Milenio e incluso habían leído a Lovecraft. Pero nada. Tanto los técnicos como la casera no daban crédito a las historias que contaban.

            Todo está perfectamente señalaban los técnicos

            No entiendo que es lo que os quita el sueño se quejaba la casera fijaos, la nevera funciona, la calefacción está desactivada, y os garantizo que en los últimos cinco años que lleva la casa vacía, nadie escuchó ninguna voz. Aquí no hay fantasmas, chicos.

            ¿Y qué me dices del televisor? preguntaron.

            ¿Qué televisor? respondió la dueña armada de paciencia ¡Aquí no hay televisor que valga!

Con el paso de los días la salud mental de los jóvenes fue en detrimento. López le confesó a Naranjo que se sentía como una fruta madura espachurrada en el suelo, y que los gusanos, que eran algo así como el insomnio, le estaban devorando el cerebro. Naranjo le dijo que él se sentía más bien como el cadáver de un roedor expuesto a la intemperie de los elementos, y que las moscas, que eran algo así como la locura, habían depositado ya hace tiempo los huevos que pronto eclosionarían arrebatándole la razón.

Una noche escucharon el transitar de unos pasos que parecían provenir de las escaleras. Aquello que estuviera ascendiendo hacia la guardilla lo hacía muy lentamente, de escalón en escalón, provocando un sonido semejante al de cuando se pisan las ramas secas. Unos golpecitos tras la puerta confirmaron que efectivamente no se trataba de una alucinación, algo aguardaba al otro lado. Naranjo reptó hasta la entrada y extendió su largo brazo hasta dar con el pomo de la puerta. López se enroscó expectante al otro extremo de la estancia. Al abrirse la puerta, apareció en el rellano la silueta de una vieja. La escasa luz del pasillo apenas alcanzaba para trazar el perfil de aquella figura, y aunque su rostro permanecía aún velado por el misterio, podía distinguirse la punta de su espeluznante nariz olisqueando el marco de la puerta. Cuando se adentró del todo, tanto López como Naranjo pudieron verle los ojos a la vieja, arremolinándose como aguijones venenosos en la oquedad carcomida de sus cuencas.

            Quién diablos eres preguntó López.

            La misma muerte respondió la vieja.

            ¡Tu puta madre! exclamó Naranjo.

            Espera intercaló López creo haberla visto antes. Es la gitana del primero.

            He venido a que por fin conciliéis el sueño, gandules.

            Iré a por los cuchillos anunció Naranjo arrastrándose lo más rápido que pudo en dirección a la cocina.

            ¡No! Aguarda un momento. Vamos a terminar con esto de una vez. Abajo en el coche tengo una garrafa de gasolina.

Naranjo, que avanzaba ahora en dirección a la anciana con un cuchillo entre los dientes, masculló:

            ¡Qué piensas hacer!

Quemar el puto edificio respondió López.

Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar. López regresó al instante con la gasolina y esparció su contenido por toda la guardilla. Actuaba como un títere movido por hilos invisibles, como si las larvas, que decía le estaban devorando el cerebro, hubieran cumplido con su cometido y López ya no fuera López, sino tan solo un autómata descerebrado o una fruta madura y pocha sin semillas. Por su parte Naranjo forcejeaba con la vieja, que decía ser la muerte, o un tipo de ángel exterminador, cuando la pura realidad es que era una vieja chocha y desdentada. “Si mato la muerte ganaré la vida”. En eso pensaba Naranjo mientras rodaba con la vieja asentándole múltiples puñaladas bajo una lluvia de gasolina. Las llamas devoraron rápidamente la habitación consumiendo los tres cuerpos, no tardando en extenderse al resto del edificio. Los cimientos cedieron al fuego y todo el bloque se desplomó levantando una nube de polvo y ceniza. Cuando a la mañana siguiente la policía se acercó al lugar de los hechos, lo único que encontraron fue el televisor de la casita de Olabarri, cuya pantalla asomaba resplandeciente entre la ceniza como una jodida señal de Dios.

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