El Guisante Sonriente era el clásico bar erasmus donde se aglutinaban un sinnúmero de nacionalidades diversas. El objetivo que nos había traído aquella noche por el Guisante Sonriente consistía en trabar nuevas amistades o ampliar las fronteras de nuestra sexualidad sin ningún tipo de compromiso. Las candidatas eran Deméter, una joven griega que entonaba canciones populares de su país, Dominika, una polaca hambrienta de tez albina, tetas pequeñas y desproporcionadas caderas eslavas, y Georgina, una italiana del sur con abundante melena, con un rostro agradable salpicado de pequeñas pecas que le daban un aire de inocencia y frescura, aunque manchada de una repugnante pelusilla de varón pubescente que amenazaba en torno a las mejillas y bajo la nariz. Las tres siendo conocidas de mis engreídos amigos latinoamericanos, Fulgencio Amador, al que todos llamaban Rey, de nacionalidad peruana, con rasgos mongólicos y extremidades cortas y rechonchas, un pigmeo de los andes con depredadores ojos negros y colmillos afilados entrenados para desgarrar carne humana; y Anastasio Güímar, colombiano de piel cerúlea, licenciado en económicas y criado en Washington. Niño de bien a pesar de sus oscuros orígenes, adoptado por un acaudalado comerciante de la costa Este. Todos al son de una degenerada música urbana que estimulaba el contacto físico de una multitud efervescente y alcoholizada, retorciéndose sobre sí misma como un ciempiés moribundo. Yo por ahí intentando destacar entre mis latinos, pues soy alto y de buen porte, a pesar de que camine algo encorvado y nunca mire a las chicas directamente a los ojos. Sin entablar ninguna clase de conversación con nadie, sumido en cavilaciones y pensamientos poco trascendentes, disimulando mi malestar por encontrarme en un sitio como El Guisante Sonriente, rodeado por todos aquellos hijos de Dios, aparentando prestar atención a discusiones que no entendía, principalmente debido a mi más que plausible desconocimiento del inglés, abrumado por el olor a sudor y a amoniaco que emanaba de las letrinas, sin dinero en los bolsillos, sin cigarros en la tabaquera, husmeando como un perro famélico entre los cascos semivacíos de mis camarades, deshebrando las chustas acumuladas en el suelo etc. Mientras Anastasio, no sin esfuerzo, se proponía abarcar las caderas de Dominika, y Rey, con sus dedos gordos y limitados, palpaba los pronunciados pechos de Georgina buscando desesperadamente su garganta, Deméter me observaba con una mezcla de curiosidad y lástima. Después buscaba hablar conmigo de cualquier cosa, a lo cual yo simplemente asentía mirando al suelo mientras apuraba uno de esos apestosos cigarrillos reciclados. Insistía sin lograrlo en que bailáramos, susurrándome obscenidades al oído en su idioma, el que, por supuesto no entendía, pero que por el tono de su voz no podría tratarse de otra cosa proviniendo de una mente ecléctica y mediterránea. Después trataba de besarme, pero su aliento me hacía retroceder de forma instintiva. Luego me tocaba la espalda y bajaba hasta la cintura, pegando cada vez más su pelvis contra mi miembro, del que puedo asegurar que padecía un serio letargo y que no manifestó reacción alguna ante los encantos, cada vez menos discretos, de aquella lasciva criatura del señor. De esta penosa circunstancia pensaba yo evadirme considerando la paja que me haría nada más alcanzar mi despojada y humilde habitación ubicada en el barrio periférico de Nueva esperanza. Por aquel entonces me era imposible mantener relaciones sexuales satisfactorias al no ser que se tratara de prostitutas, mi dedicación plena estaba orientada a parecer un patético e indigente vagabundo centroeuropeo alcohólico y suicida de veintiún años que soñaba con convertirse en el más célebre, cabal y carismático poeta de su tiempo. Salimos del Guisante Sonriente a altas horas de la madrugada, atravesamos solitarias y oscuras calles alemanas del centro atestadas de espectros semiconscientes tratando de alcanzar la boca del metro. Nuestras amigas, borrachas y tambaleantes, se pararon ante un puesto de salchichas que desprendía una humareda tóxica con olor a curry. Anastasio, Rey y yo aguardábamos ateridos en una esquina, mientras las chicas engullían con ansiedad sus salchichas alemanas confeccionadas con seso de oveja. Después atravesamos el puente de acero que unificaba ambas orillas del Rin. El resplandor de los candados amarrados en los laterales del puente como consumadas y quizá olvidadas promesas de amor. Las chicas riendo como hienas posando ebrias y patéticas ante la cámara de sus teléfonos. Recuerdos estúpidos de una noche de fiesta retornando a las madrigueras del Studentenwerk. Las chicas se despidieron de nosotros en el primer bloque de edificios. Anastasio y Rey insistieron en que nos acompañaran hasta la habitación de aquel, pues aún conservaba algunas chelitas en la heladera. Las chicas repitieron varias veces el vocablo inglés maybe. Yo me orillé en una esquina y eché una larga meada en la dirección en la que supuse que se encontraba Inglaterra. Finalmente nos quedamos solos, dispuestos a proseguir borrachos indefinidamente. Tanto tiempo haciendo el pendejo para coger sucios en la soledad de nuestra cama. Pero lo cierto es que yo prefiero hacerme una buena paja que el ridículo con una griega. Durante el camino a casa de Anastasio hablé a mis amigos latinoamericanos de la grandeza de castilla, y de que, a pesar de nuestras diferencias étnicas, los quería tanto como si fueran descendientes de Pizarro. Impuros y degradados compatriotas de américa, yo sé que por vuestras venas aún corre sangre castellana. La habitación de Anastasio estaba limpia y ordenada. Rey le pidió que pusiera algo de música y Anastasio puso un disco original de los andes. Mientras escuchaba la música imaginé esas enormes cordilleras de américa. Una densa niebla descendiendo hacia la inexpugnable selva. Los magnéticos sonidos que emanan de la inescrutable profundidad de sus bosques tropicales. Entonces tuve una experiencia regresiva en la que encarnaba a uno de mis ascendientes extremeños abriéndose paso con un machete entre la densa vegetación, cargando el peso de una armadura manchada de sangre y atormentado por una aureola de mosquitos venenosos. La melodía de las flautas de pan seguida de una percusión primitiva y otros instrumentos ancestrales constituían la banda sonora perfecta para una incursión en el corazón de las tinieblas. Anastasio me despertó de aquel maravilloso y espaciado ensueño en el que me hallaba sumido, el muy cabrón tenía hambre y no tenía ni idea de cocinar: guarro latino malcriado y gringo. Fuimos a la cocina y abrió la despensa en la que acumulaba un montón de conservas. Casi me pidió de rodillas para que ideara qué demonios podíamos hacer con toda esa porquería almacenándose inútilmente. La cocina es como la literatura, uno puede seguir la receta al pie de la letra haciéndose con todos esos ingredientes exóticos y complicados de encontrar, o bien puede coger lo que tenga y montar un popurrí que a tres borrachos empedernidos y huérfanos de su patria pueda saber a gloria. Entonces me valí de una sartén con serias dudas de que estuviera desinfectada y mandé a Anastasio a picar ajo y cilantro. Añadimos un chorro de aceite de girasol al fuego y le fuimos incorporando sustancias sin ningún criterio específico. Removimos bien y finalmente quedó una masa homogénea mediocremente presentable. Anastasio se deleitaba con el aroma de mil especias que desprendía aquella cosa y llamamos a Rey para que echara un vistazo, aunque después de comer niños en el amazonas poco podría sorprenderle. Después de llamarle sin éxito regresamos al salón y sin encontrarle allí tampoco, comenzamos a buscarle por toda la casa. Finalmente, Anastasio lo encontró desnudo sentado en el retrete. Entre las dos manos sujetaba un casco de cerveza. Parece un pendejo la concha de su madre, dijo Anastasio. Dormía profundamente, y pasamos un par de minutos observando anonadados como respiraba. Quiero que imaginéis realmente lo que estoy tratando de exponer: su barriga redonda y sin pelos hinchándose y desinflándose como si estuviera gestando una criatura abominable allí dentro. ¡Pero marica, si tiene la verga al aire! señaló Anastasio. Regresamos al salón y le dejamos allí postrado en lo que nosotros degustamos aquella bazofia incomestible. Recuerdo que al llegar a mi habitación vomité como un diablo y lloré durante bastante tiempo sobre la taza del wáter. Muchos años después de aquella aventura literaria recibí un email de Anastasio. Hacía por lo menos siete años que no mantenía contacto con ellos. Me contaba que él y Rey iban a celebrar un reencuentro nostálgico con las chicas en Colonia y que esperaba que fuera. Luego me contaba algo más de su vida privada que no me interesó en absoluto, y que había conocido a un editor muy simpático que si quería podía intentar que me publicara. Era cierto que durante el escaso tiempo en que mantuvimos el contacto después del erasmus le había enviado algún cuento, pero el muy gringo con cara de inca ni si quiera me contestó. Al final de aquel extrañísimo mensaje con tan absurda proposición, añadía una posdata en la que rezaba:
Marica, espero que te acuerdes de la receta y me la mandes.
Saludos camarade.
A.G.
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