3 de diciembre de 2021

David contra Goliat

  regalo del Rey Plaga
 
     Decían que el puto subnormal tenía una polla enorme. Se la habían visto en los vestuarios de la piscina después de unas clases de natación. Yo no había podido ir a esa clase porque tenía concertada una cita con el médico para que me dijeran por qué santas narices no estaba creciendo. Mientras que todos mis compañeros habían crecido unos ocho centímetros como mínimo durante el último año yo había crecido únicamente dos. Al nacer lo había hecho con una estatura promedio y aunque nunca había sido demasiado alto me preocupaba el asunto de mi crecimiento: contra toda sospecha podría acabar convertido en un enano de metro cincuenta. Así que cuando me dijeron que me había perdido el espectáculo bochornoso de un imbécil con un pollón enorme lo lamenté sólo a medias: mi curiosidad se encontraba divida entre mi crecimiento y una polla colosal. O tal vez lo había lamentado el doble: no entendía por qué el mundo era tan injusto, por qué yo no crecía y por qué un retrasado mental tenía que tener una polla tan grande. ¿Qué tan grande sería? Hasta el próximo mes no teníamos una nueva clase de natación.

    Las cuatro semanas que faltaban hasta la próxima clase de natación se me pasaron lentísimas. A pesar de que sabía nadar tenía unos deseos horribles de ver aquella polla. Lo que no soportaba era la idea de que esa polla pudiera ser más grande que yo, o mejor dicho, que yo acabase siendo más pequeño que esa polla. Porque la verdad de este asunto es que había un riesgo, limitado pero un riesgo, de acabar siendo un enano de metro cincuenta; y si aquella polla, en rigor, seguía creciendo y desarrollándose como es lógico que una polla de doce años crezca y se desarrolle, entonces podía legítimamente suceder que esa polla acabase midiendo, por ejemplo, un metro cincuenta y dos, mientras que yo me quedase en el metro cincuenta y uno. El retrasado no era siquiera muy alto: calculo que a los veinte años apenas alcanzaría el metro ochenta o quien sabe si un metro ochenta justo. ¿Es justo que un subnormal de metro ochenta tenga una polla más grande que un chaval ciertamente no privilegiado pero tampoco tonto, a pesar de su altura paupérrima? Pues mucho menos justo es que ese subnormal tenga una polla más grande que ese chaval en su total integridad: que mientras ese chaval mida uno cincuenta y uno la polla del retrasado mida uno cincuenta y dos.

    Durante aquellas semanas, cada vez que me encontraba a solas con el retrasado, procuraba fijarme bien en su paquete y aunque parecía guardar una mercancía más grande de lo normal me era difícil calcular la magnitud exacta de esa mercancía y, por lo tanto, el grado de su monstruosidad. Observando aquel paquete de idiota ni siquiera parecía seguro el que fuera especialmente grande: podía suceder que mi miedo, no tanto al enfrentamiento con una polla grande como a la injuriosa comparación entre mi pronto enanismo y una polla enorme, estuviera exagerando mis percepciones y obligándome a ver un leviatán donde sólo había un miembro promedio y poco más que decente. Y a pesar de que me procuraba cualquier excusa para fijarme en el paquete del subnormal, no lograba salir de mi incertidumbre y, con el paso de los días, mi pánico fue adquiriendo connotaciones suicidas muy siniestras: soñaba con suicidarme sepultado en una gran polla de cabra o de dinosaurio. Los gorilas, recordé, tienen una polla muy pequeña en comparación con la polla de los hombres. Uno puede conducirse a engaño, a través del poderío físico de los gorilas, y convencerse de que deben tener una polla titánica cuando, en realidad, cualquier niño de teta ya tiene una polla tan grande como la de un gorila. Si lo piensas, al gorila debe parecerle también muy injusto que el hombre, criatura inerme y afeitada, tenga una polla más grande que la suya. Pero también imagino que supone una inseguridad exclusiva de las criaturas inermes y frágiles el tamaño de su polla: por qué iba precisamente a sentirse inseguro ante los hombres un gorila que puede con total sencillez aplastar un cráneo humano sin esfuerzo solo encerrándolo bajo sus sobacos negros. Que un gorila pueda coger tu cabeza, ponerla en su sobaco, y hacer estallar tu cráneo debería, más bien, indicar que es incapaz de sentirse inseguro ante nada descomunal o gigantesco que los hombres posean, ya que él en esencia posee algo más valioso: su fuerza.

    Llegó más tarde que temprano el día sagrado en que por fin volveríamos a la piscina. Aquella noche apenas había dormido, el cuerpo me temblaba y no podía dejar de sudar y de pensar: de pensar en que, como castigo, a todos los enanos deberían follarlos pollas enormes de subnormales. Sentía que con el paso de las horas mi propia polla encogía, acomplejada y tímida ante la perspectiva de la polla demencial de un tonto del culo. Es que era realmente tonto: no piensen que lo digo motivado por la envidia o el resentimiento. Todos en el colegio sabíamos que era realmente incapaz: sacaba malas notas, apenas sabía hablar, los mocos le colgaban de las fosas nasales sólidos y verdosos, era torpe de movimientos, su cabeza tenía forma de plátano y su frente parecía como abrillantada por la estupidez de un modo tan inusual como lo era su propia inferioridad. Es verdad que yo también sacaba malas notas, pero no porque fuera tonto sino porque era vago y porque últimamente le había dedicado mucho tiempo de preocupaciones al asunto de mi crecimiento: para qué necesita un enano de mierda aprender raíces cuadradas: lo que un enano tiene que hacer es subirse a un árbol y desaparecer: ser violado analmente por los árboles y desgarrado interiormente para que aprenda lo que vale un peine: así es la vida, aprendes o te follan. Pero no quería desaparecer: me aterrorizaba la perspectiva de ser devorado por una pantera en el bosque como aquellos monos diminutos que los grandes felinos depredan. Chillando, sollozando, con la autoconsciencia atrofiada multiplicando mi horror y mi sufrimiento mientras un gran gato negro me clava los dientes y las uñas, me asfixia, destripa y devora. Por lo menos, pensaba, las pollas no tienen uñas y dientes, porque si las pollas, incluso las más pequeñas, tuviesen uñas y dientes, la convivencia con el prójimo sería imposible. ¿O acaso la consciencia es la compensación necesaria por la ausencia de uñas y dientes en nuestras pollas? ¿No tienen algunos animales pinchos en las pollas?

    En el viaje de autobús hasta la piscina había estado realizando ciertos cálculos sobre el modo adecuado de ver en primera fila la polla del retrasado: una vista demasiado lejana, entre cuerpos infantiles obstaculizando mi comprensión de la tragedia, habría hecho inútil cualquier mirada. Necesitaba estar a su lado: poder compararme a mí mismo con esa polla y ponernos frente a frente si era necesario. Sin embargo, intuía que no era el único que necesitaba verle la polla al idiota: los días previos el clima había estado muy tenso, con chistecillos por aquí y por allá sobre desproporciones y frutas almibaradas gigantes. Debía ser astuto, rápido y preciso si quería tener éxito en mi empresa. Derrotar a la competencia de niñatos morbosos, pues yo no era el típico niñato morboso que sólo quiere deleitarse observando de cerca un monstruo: yo ante todo necesitaba comprender y, sobre todo, sobrevivir: mi preocupación era asunto de vida o muerte. Necesitaba que hubiera justicia en este mundo. Así es: a mí no me motivaba el morbo sino el puro anhelo de justicia. 

    Hice el cálculo siguiente: descarté aspirar a verle la polla mientras nos cambiábamos para ir a la piscina. Decidí que la competencia ansiosa e impaciente sería demasiado fuerte, que ningún niño resistiría su ansiedad y que todos correrían a verle la polla en cuanto el subnormal se bajase los pantalones. De manera que comprendí que la mejor opción consistía en verle la polla cuando todos estuvieran saciados por la primera contemplación de su polla y cansados además por la natación y con sus mismas pollas flácidas y exangües. Yo ahorraría esfuerzos, apenas haría los ejercicios, me quedaría cerca del subnormal y cuando hubiera que salir del agua e ir hacia los vestuarios me sentaría a su lado en los bancos. Allí comprendería, allí juzgaría si Dios existe o no existe. ¿Por qué iba Dios a poner, en el mismo vestuario, juntos a un enano y a un idiota con una gran polla? ¿Qué necesidad de vejación padecería Dios de ser posible la escena patética de un enano patético, ridículo y miserable junto a una gran polla de idiota, de niño que se come los mocos, que babea y es incapaz de comprender que dos por dos son cuatro, que Marte tiene dos lunas, que Cervantes escribió “El Quijote” o que los gorilas, por muy imponentes que nos parezcan, tienen el miembro muy pequeño? Yo comprendía todas esas cosas sin mayor dificultad a pesar de que, sistemáticamente, suspendiera todos los exámenes o que tuviera un cráneo tan pequeño como el de un gorrión. ¿Acaso la humillación es el precio a pagar por un espíritu cultivado? ¿Quién necesita más a quién, David a Goliath o Goliath a David? ¡Santificado sea tu Reino, Padre, que estás en los Cielos!

    Ocurrió, no obstante y para frustración de toda la clase, que el idiota vino con el bañador puesto desde casa. Pálidos, flacos y repentinamente envejecidos, los niños, uno tras otro, desfilamos de los vestuarios a la piscina cariacontecidos y apopléjicos. Supuse que su madre, que observaría esa polla crecer abominablemente día tras día, previendo la atención y las burlas que suscitaría ese idiota con ese gran miembro, le puso el bañador por debajo de los pantalones para disimular el miembro y evitarle a su hijo el esperpento. Todavía quedaba, sin embargo, la posibilidad de que se quitase el bañador, empapado del agua de la piscina, cuando terminásemos los ejercicios y hubiéramos de volver al bus de regreso al colegio para continuar las clases. Pero entonces la competencia por alcanzar las primeras filas sería durísima. Había que estar, o bien preparado, o bien ser precavido y asumir la peor de las posibilidades, que siendo un enano como era, parecía también la más obvia: que me quedaría de nuevo sin verle la polla al subnormal a no ser que hiciera algo. 

    La oportunidad estalló como un rayo prometedor cuando la profesora nos pidió que nos pusiéramos en grupos de dos para un ejercicio acuático: conseguí al imbécil como compañero, pues al contrario que los demás, no temí la degradación y el ataque a la reputación personal que suponía acercarse a ese engendro. El ejercicio consistía en tomar la cabeza del compañero, con éste de espaldas hacia nosotros, para que pudiera flotar sin peligro de hundirse mientras chapoteaba con las piernas contra el agua. Repugnado y hasta ofendido en mi dignidad personal cogí la sucia cabeza de plátano del imbécil y dejé que hiciera él primero, con su típica sonrisa bobalicona y los mocos redondos dentro de la nariz, los ejercicios acuáticos. Confesaré el plan en seguida, pues era muy simple: en cuanto me tuviera él a mí de espaldas, aprovecharía para bajarle el bañador bajo el agua y así, definitivamente, hundirme o no en la gravedad de una humillación comparativa inmerecida aunque inapelable. 

    Dicen que cuando estamos a punto de morir toda nuestra vida nos pasa por delante. En aquellos momentos ocurrió exactamente lo mismo: recuerdos de mis compañeros comparando la polla del subnormal con los troncos caídos de los árboles más grandes, nudosos y negros; recuerdos del médico con cara de pena diciéndome que había crecido tan sólo dos centímetros el último año; recuerdos de mi madre llorando porque eso no tenía ningún sentido, ya que no podía ser que un niño, normal hasta los doce años, de pronto dejase de crecer; recuerdos de mi padre decepcionado, diciendo que no había salido a ningún hombre de su familia; recuerdos de latas en cajones demasiado altos para mí; recuerdos de bordillos donde me subía para fingir que tenía una estatura idéntica a la de cualquier niño de mi colegio; recuerdos, en definitiva, dolorosos y pueriles, de pollas apoteósicas y cuerpos de bebés con caras de hombres melancólicos y resignados. En síntesis: la polla del subnormal era aún peor de lo que había imaginado. Yo había imaginado una polla enorme sin más y me había encontrado una polla morena, de venas hinchadas, gorda y cubierta de un espeso bosque negro de cabellos rizados con dos enormes bolas tostadas colgantes cubiertas también de pelos. Allí bajo el agua la polla ni siquiera flotaba: parecía hacer contrapeso hacia el fondo como un ancla que fuera más grande que el propio barco, arrojando una gigantesca sombra amenazante bajo los pies, mientras que la mía asomaba a la superficie como un pececillo que muerde el pan que le tiran los turistas. La imaginación desvaneció mi conciencia perdida en aquel esplendor de espesura: volví a pensar en el mono subido a un árbol en la jungla en medio de la noche oscura, acosado por grandes felinos de ojos rojos y sanguinarios, estómagos hambrientos y enormes dientes blancos y afilados. Frente a aquella polla era una criatura tan vulnerable como un cachorro de pingüino bajo la lengua de una orca asesina que confundiera al pingüino con una mirtazapina flash en lugar de tenerlo como una presa digna.

    Todos los niños aplaudieron mi hazaña, chillaron, aplaudieron, graznaron, dieron golpes con las palmas sobre el agua. Poco a poco me fui dejando llevar por la corriente en el agua que engendraba la histeria de sus celebraciones, navegando hacia el silencio y la pesadumbre. Cuando el profesor tocó el silbato fui el primero en volver al vestuario. Al mirarme en un espejo vi que tenía arañazos en la cara. Ni siquiera me había dado cuenta de que el subnormal me había destrozado el rostro con sus uñas. O tal vez con las uñas de su polla. Era indiferente, había perdido el conocimiento mucho antes. Observé que los pantalones parecían quedarme grandes. También la camiseta. Las zapatillas parecían una talla más grande que la mía. Sospeché que alguien, para burlarse aún más de mí, me había dado el cambiazo y había puesto ropa ajena en mi taquilla ¿Quién? No podía ser otro sino Dios. No entendía que tuviera que ser precisamente yo el objeto de aquella enorme humillación. ¿Qué mal puede hacer un niño, que merezca el sufrimiento y la tortura por los restos de sus días? Pensé de nuevo en los gorilas: si yo era la polla de un gorila, el subnormal era el gorila entero. Pensé también en los dinosaurios y en posibles criaturas astronómicas de grandes cuerpos y diminutas pollas. Un calamar gigante dejando insatisfechos los soles que embaraza...

1 comentario:

Valcour dijo...

Uno de los mejores relatos publicados en sífilis