16 de noviembre de 2021

KYNIKOS

 


 

Uno. 

Nacimos. Torpes, aturdidos, prácticamente ciegos. Impulsados por ese instinto de supervivencia que nos mueve hacia las rezumantes tetas. Nuestra madre aúlla desgarrada. Meras bolas de pelo desplazándose hacia su regazo. Ella nos da cobijo y nos alimenta. Meras bolas de pelo impregnadas de líquido amniótico. Dos hembras y tres machos. Nos peleamos por hacernos un hueco, huyendo de la intemperie. Huelo y araño a mis hermanos. Tropezamos sobre nuestros propios pasos. Nuestra madre devora su placenta, su propia materia, alimentándose de su propia carne, de sus mismas entrañas teñidas aún de sangre. 

Dos.

Uno de mis hermanos no avanza. Parece que nació sin vida, o lo que es lo mismo, para él la vida significó la muerte, lo cual entraña cierta contradicción. La vida como el comienzo de la muerte, porque nacer implica empezar a morir. Pero nacer muerto es una violación en toda regla de las leyes elementales de la naturaleza. Su muerte fue en realidad un amago de vida. Su corazón no llegó a latir. El tiempo de su vida se agotó incluso antes de haber empezado a ir marcha atrás. 

Tres.

La leche. Tocamos a más leche por hocico. Poco a poco vamos secando a nuestra madre. Desinflando a nuestra madre. Ella permanece en reposo. Quieta. Respirando hondamente. Los primeros días son oscuros. Son lentos como la oscuridad. No tengo prácticamente consciencia de mí ni de los otros. Busco continuamente el pezón húmedo de la madre. 

Cuatro. 

La primera vez que abro los ojos siento que me arden. Extrañas formas se van acoplando a mis retinas. Siluetas y sombras y oscuridad. Eso es todo. Eso es la vida. Después de beber leche me duermo, entre mis hermanos, recostados junto al vientre de la madre que apenas se ha movido desde que nacimos. Entre todos nos damos calor. Se está bien así. Se está bien. 

Cinco.

El olfato. Es poderoso el olfato. Ensancho las aletas de la nariz y me llegan del mundo mil aromas distintos. Del interior: olor a leche. El olor de mis hermanos. Olor a madera vieja. Olor a flores marchitas. Olor a herrumbre. Del exterior: a humo. A tormenta. El inconfundible olor a tierra mojada que desprenden unas botas. Unas botas enormes a las que les precede un ruido estremecedor. Las botas de un gigante cuya inmensa sombra se cierne sobre nosotros como una noche tenebrosa privada de luna y estrellas. El tacto de una mano áspera y peluda. Una mano enorme como una tarántula que nos agarra del pellejo y nos mete en un saco. Huelo la roña que esconden sus uñas. La madre gruñe a esa mano peluda y monstruosa enseñándole los colmillos. Oscuridad. Escucho a la madre ladrar hasta que sus gritos desesperados se ahogan en la distancia. No sé a donde nos llevan. 

Seis.

Nos abandonan. Olor a putrefacción. Echamos en falta la leche de la madre en el trascurso de las horas eternas, las horas del hambre pesadas como siglos mientras nos consume la incertidumbre del futuro incierto que nos aguarda en este lugar insalubre atestado de ratas. Mezquinos roedores merodean entre nosotros. Chillan restregándose las zarpas mientras nos mordisquean con sus repugnantes hocicos de rata. El miedo cala entre mis hermanos y yo. Al cabo de unos días el olor es insoportable. Al principio protestábamos de hambre y miedo, profiriendo agudos ladridos de cachorro. Luego algunos de mis hermanos dejaron de protestar. Luego algunos de mis hermanos se quedaron rígidos como estacas y callaron para siempre. Yo también quiero callar para siempre, pero algo más poderoso que el miedo y el hambre impide que cese de ladrar. De clamar auxilio al vacío. De gruñir a esas ratas que devoran los vientres hinchados y hediondos de mis hermanos muertos. 

Siete.

Una luz intensa penetra en aquel lugar inhóspito. Al fin han escuchado mis ladridos después de tanto tiempo. Después de que solo yo quedara con vida. Olor a perfume de rosas. Unas manos blancas se acercan a mí. Me acogen y me elevan como alas de ángel. Frente a mí distingo un rostro salpicado de pecas en el que brillan unos ojos negros e inmensos. Me dejo acunar entre esas manos y cierro los ojos. Siento los latidos entusiastas del corazón que me acoge. El aliento fino que mana de sus pulmones y que me acaricia el pelo. Escucho su voz dulce y tierna. Aquellas manos de la providencia me sostienen por encima del mundo. Me lavan y me libran de la peste en la que me hallaba sumido. 

Ocho. 

Se llama Gloria. La mujer con manos como alas de ángel. La mujer que me llama mi niño y que me da de beber su propia leche. Siento que recupero las fuerzas. En unas semanas he triplicado mi peso. Mis sentidos se agudizan. Un mundo que hasta entonces desconocía se abre ante mí con una voluntad pasmosa. Un sistema de cuerdas impide que me aleje demasiado, y a veces es mejor permanecer atado. El mundo es algo demasiado grande para mí, demasiado para ser enteramente explorado. Estoy mejor así, libremente atado a las manos de Gloria. Muy contento observo que mi cola no para de moverse en todas direcciones. No sé por qué. Muevo la cola y Gloria se agacha y me sonríe. Me acaricia el pelo y noto como la piel de mi cráneo se echa hacia atrás, al igual que mis orejas. Me siento relajado así. Soy feliz acompañando a Gloria al exterior durante por lo menos tres veces al día. 

Nueve.

Desde hace un tiempo me alimento de sólidos. Una auténtica bazofia. A veces es húmeda y desprende un olor semejante a la hez de un animal enfermo. Al principio sabe bien, pero luego se te hace una pasta en la boca dejándote un regusto a hígado podrido. Otras veces es seca. Se te queda entre los dientes y su sabor es parecido a lamer la herrumbre del alcantarillado. Sigo prefiriendo mil veces más la leche. Pero Gloria ya no me da leche y me tengo que conforman con semejante porquería. A veces me llega de la cocina el olor a un filete crudo. Entonces, no sé por qué, comienzo a segregar saliva como un epiléptico. Me alzo sobre mis dos patas traseras ladrando a Gloria. A veces sueño con ese olor y me imagino cómo debe saber. En una ocasión aproveché un despiste de Gloria para hacerme con uno de estos filetes. Gloria había servido el filete para un invitado. Nunca me cayó bien ese individuo. Nada más entrar en mi casa irrumpía emitiendo una clase primitiva de ladridos, gruñéndome y sacando los dientes. No soportaba el olor que desprendían sus manos sudadas ni su aliento. Yo también le ladraba a él dejando entrever mis dientes afilados dispuestos a arrancarle el corazón si daba un paso más hacia mí. Yo me apoderé de aquel filete y él me cerró el hocico prendiéndomelo entre sus gruesos y fornidos dedos de primate. No me gustaba para Gloria aquel macho salvaje con los ojos enormes y los dientes blancos como perlas. El olor de su piel negra como el ébano. Sus enormes pies descalzos manchando el suelo de mi casa. Sus desproporcionadas fauces aproximándose a la boca de mi dueña. Su lengua rosa, gorda, como el filete que había estado a punto de devorar. No me gustaba cómo acariciaba a Gloria con sus extensas manos, ni cómo se apretaban en torno a los blancos y flácidos muslos de Gloria, ni cómo se hundían en sus cavidades, ni cómo su enorme rabo se hundía allí donde también había metido la lengua, ni la leche que manaba de su rabo espesa y caudalosa, pero que olía peor que las hojas putrefactas que se apelmazan en las calles cuando los árboles mudan de piel. 

Diez.

Mi relación con los otros perros se limita a olernos con sagacidad. Nos restregamos el hocico por nuestros ortos y órganos sexuales. Se puede conocer mucho acerca del otro con olerle el culo. Es como mirarse a uno mismo frente a un espejo. Los machos que todavía conservan sus huevos desprenden un olor que despierta la rabia de otros machos, así como el interés de las hembras. Hasta el día en que yo conservé mis testículos todos los machos me ladraban cuando Gloria me sacaba al gueto. Las hembras se acercaban y disponían su trasero delante de mí hocico para que las oliera y las montara. Me gustó una perra salchicha que tenía un culo respingón. Me gustó aquel olor porque en cierta manera me recordó a mi madre. La polla se me salió en forma de cuña roja como un pintalabios y se puso tiesa y rezumante. Al principio costó que entrara. La presión de su pequeño chocho de perra virgen (era su primer celo) me dio mucho gusto. Cuando la tenía completamente dentro, alzado sobre mis dos patas traseras, me menee dentro de ella haciéndole gemir voluptuosa a través de instintivos pero prácticos y finos movimientos de cadera. Me alegro de haber perdido la virginidad. Conozco otros casos de perros que mueren sin haber echado un polvo a una perra. Pistós, por ejemplo, que era un pastor alemán que yo no llegué a conocer personalmente; pero los demás perros del gueto me contaron que el bueno de Pistós, siendo tan gallardo como era, jamás logró montar a una perra. Murió viejo y triste, con el pene tan marchito como su alma. Una artrosis prematura le privó del acto sexual desde bien joven. Es la cosa más triste del mundo.

Cuando andaba cerca de cumplir el año, Gloria me llevó amordazado a un lugar tan resplandeciente y pulcro que resultaba estremecedor. Había más como yo aguardando en la sala de espera, con el rostro cabizbajo y el rabo metido entre las piernas. Presos de un miedo inconcebible que resultaba aún peor por el hecho de que desconocíamos qué diablos hacíamos allí. Aunque yo lo sospechaba, pues un perro amigo mío me había dicho que pasado cierto tiempo nos llevaban a un sitio parecido al que me encontraba, y que un hombre gordo, vestido con una holgada camisa decorada con estampados de huellas de perro de colores, nos arrancaba los huevos tras sedarnos con un medicamento que nos privaba de voluntad. Cuando te despertabas ya no tenías huevos. Ya no te volverían a ladrar por la calle otros machos y las hembras dejarían de mostrarse interesadas, y tú al mismo tiempo perderías el interés por oler chochos de perra y orines de macho con olor a testosterona. Sin huevos todo perdía el sentido y después te ponías gordo como el hombre que te había arrancado los huevos. Lo normal es que pasaras unos días deprimido, aunque a veces la cuestión se prolongara durante semanas o meses o hasta el mismo día de tu muerte. Esto me había relatado mi amigo, que ya era viejo y hacía años que le habían arrancado los cojones. Él era un perro grande que antes presumía de haberse follado a muchas perras y de tener unos huevos grandes llenos de esperma con el que seguro habría fecundado a más de una hembra en celo. Me dijo que desde el día en que se quedó sin huevos, no había uno solo en el que no hubiera pensado en suicidarse. Cuando le sacaban al gueto hurgaba con su hocico entre la basura en busca de objetos punzantes o cortantes que tragarse y acabar de esta forma con su vida miserable. Pero la castración es un mal menor comparado con lo que suele pasar después. Durante una semana me pusieron un collarín que me impedía mover el cuello y lamerme las heridas de mis recién arrancados cojones que al cicatrizar picaban más que las putas pulgas. Gloria me sacaba al parque. Al acercarme a alguna perra ésta me ignoraba. Solo encontraba apoyo entre los otros machos castrados como yo. Observábamos de lejos cómo otros perros que no habían cumplido todavía el año jugueteaban en torno a las hembras con sus esbeltos y prietos cojones. Nuestro único consuelo era pensar en que tarde o temprano a ellos también les arrancarían los huevos y sufrirían como nosotros, marginados y privados del placer que supone cogerse a una hembra. El destino de un perro castrado está abocado al fracaso más absoluto. En pocas semanas pierdes toda vivacidad. Te deprimes. Tiendes a tener pensamientos confusos, incluso acaba por gustarte la comida basura de la que hablé antes. Pierdes el interés por toda clase de olor. La vida no tiene sentido sin huevos, esa es la cuestión, como me confesó mi gran amigo. 

Once.

Dragos, otro de los perros con los que solía juntarme en el gueto, además de carecer de huevos, también se había quedado ciego. Se trataba de un caniche enfermo y anciano. Lo que nos contó me dejó pasmado. Cuando su dueño mantenía relaciones sexuales le gustaba meter a Dragos en la habitación. Ver fornicar a humanos es lo más degradable que existe. Gloria fornica con machos y hembras por igual. A veces me quedo observándoles tratando de recordar mi primera vez, pero el sentimiento de repulsión que experimento me priva de toda capacidad. Cuando la visitaba el gorila solía meterme debajo de la cama o ladraba para que me dejaran escapar de allí. El gorila la montaba de cualquier forma y ella gemía como mil perras de Laconia. Ambos blasfemaban. Raras eran las veces que no se abofeteaban o escupían encima. Hubiera deseado ser ciego como Dragos para no presenciar tales actos. El negro era gigantesco, sus espaldas inmensas y musculadas abarcaban todo. Gloria solo era una pequeña paloma pálida entre las garras de aquel cernícalo furioso de cráneo pelado y deforme. Dragos nos contaba que a las hembras con las que se acostaba su amo les gustaba que les lamieran las partes íntimas. Él las vendaba y obligaba a Dragos a chupetear aquel órgano húmedo y abierto cuyo sabor, según lo describía, era semejante no al bacalao, sino al olor que desprende una olla hirviendo de ropa interior. A veces ese órgano también contenía rastros de sangre. Cuando esto sucedía, el acto en sí no le disgustaba tanto, porque era como chupar un hígado crudo de vaca, decía Dragos. Las hembras humanas enloquecían de placer con la lengua de Dragos. 

 

 

Doce.

Debido a la falta de ánimo por carecer de testículos, a veces me pongo a filosofar. La otra noche en el gueto no me relacioné ni con perros ni con humanos. Me retiré a una esquina del parque y me dediqué a observar a los humanos y a los perros. A veces pienso que tener perros es parecido a tener hijos retrasados. Los perros son, por norma general, unos animales tontos, unos babosos de mierda con mirada de gilipollas. Dicen que somos el mejor amigo del hombre, pero en el fondo no somos más que una mierda a los que pasado un tiempo nos arrancan los huevos. A nosotros los perros se nos han atrofiado los instintos. A mí no me hace ni puta gracia que traten de jugar conmigo, hay que ser un auténtico negado para salir corriendo tras un palo o una pelota. ¡Anda que se jodan y nos devuelvan nuestros cojones! 

Trece.

No es nada fácil mear para un perro. Mucho menos cagar. Uno se siente jodidamente vulnerable a la hora de cagar o mear cuando te están observando. Hay que buscar el sitio adecuado. Hay que seguir un rastro hasta aquel lugar en el que la mierda de instintos que tenemos nos dicen: “adelante, aquí puedes depositar tus necesidades fisiológicas, sucio animal de mierda”. No me hace ni puta gracia hacerlo a la fuerza. Prefiero cagar o mear en casa, donde estoy más tranquilo. Eso de que me recojan la mierda me da un asco que no puedo. La mierda que sale caliente de mis entrañas desprendiendo vapores nauseabundos y que Gloria recoge entre arcadas envolviéndola en una bolsa de plástico. Pienso a menudo en el desgraciado que se levanta muy temprano para vaciar las bolsas de caca que se acumulan en las papeleras del gueto. 

Catorce.

Odio ser un animal doméstico. Muy raras veces sueño, pero cuando lo hago sueño que persigo a algún pajarillo o a algún gato. Sueño que le atrapo entre mis fauces y le arranco la vida a mordiscos rememorando nuestro pasado salvaje de lobos. Pero lo que más me gusta soñar es que no me han arrancado los huevos y me cojo a una buena hembra. Sueño con ser viril y tener cachorros. Con ser un padre de familia que, posteriormente, cuando su progenie crezca, pueda reproducirse a su vez con sus cachorras y engendrar nuevos vástagos nacidos todos de una sola estirpe propagando de esta forma y durante muchas generaciones la raza única. Pero lo cierto es que soy un perro miserable, un chucho asqueroso mezclado al que le quedan por vivir todavía muchos años lamentándose de su condición de eunuco. Me gusta imaginar cómo sería mi padre. Como se cogería mi padre, vagabundo y aventurero, a la perra de mi madre. Me imagino el polvo del que fui engendrado para después contemplarme a mí mismo aquí encerrado, entre estas cuatro paredes, junto a Gloria, haciéndole compañía durante años, pensando exclusivamente en tirarme por la terraza y descansar en paz.

Quince.

Otro día en el gueto. Solo que ahora nos han segregado a una parte del parque cercada por una valla metálica precedida por un cartel que pone: Solo perros. En este corral de cuadrúpedos caninos idiotas hay dispuesta una serie de bancos donde se sientan nuestros dueños. Hace ya mucho que desistí de oler el culo o el sexo a un semejante. Ahora únicamente reflexiono, distante, apartado, como ha de hacerlo un buen filósofo, aunque sea un perro. Veo cómo juegan los perros, cómo se huelen y agitan sus nerviosas colas, cómo hurgan en la tierra y levantan una polvareda asfixiante que a mi edad soy incapaz de soportar. Estúpidos. También observo a los humanos conversando o poniéndose ebrios con litronas que envuelven en bolsas de plástico, como cacas, mientras se fuman unos cigarrillos. Pienso que en ese instante no hay ninguna diferencia entre unos y otros. Es entonces cuando me percato de que, de repente, son los propios humanos los que se ponen a cuatro patas dispuestos a olerse y lamerse los culos y los sexos. Los que se suben los unos a los otros babeando y emitiendo incomprensibles ladridos. Los que hurgan en la tierra o sacan las lenguas babeantes para que los perros, sentados todos ahora en los bancos que antes ocupaban sus amos, les lancen palos y pelotas mientras balbucean borrachos: “Buen chico, buen chico. Tira a por ella”.

      

 

 

No hay comentarios: