I
El tres de diciembre del 2020 me adjudicaron una vacante por
tres semanas en la ciudad de Plasencia. Nunca ejercí como profesor, hasta
entonces había acumulado experiencia en una gran diversidad de sectores, puesto
que actualmente, trabajar de aquello para lo que te has formado constituye un
hecho bastante extraordinario. En cualquier caso me sentía feliz, especialmente
después de pasar varios meses en el paro. El último trabajo fue como mozo de
almacén para una gran superficie, enterrado a varios pisos bajo tierra, un
lugar que desprendía un olor a rueda quemada, excrementos de rata y humedad: bajo
nuestros pies correteaban cucarachas del tamaño de un dedo meñique.
II
Lo primero que me impresionó de Plasencia fue la estación. Ni
siquiera parecía una estación de tren, todo estaba en obras y daba la sensación
de que uno hubiera retrocedido dos siglos en la historia. Me recordó a la
imagen desalmada de los edificios con las obras paralizadas en la cuarentena. Los
obreros habrían trabajado un poco en la demolición del lugar y después se
largaron. Desaparecieron como los dinosaurios, como si se los hubiera tragado
la faz de la tierra y sólo quedaran los escombros apilados junto a las vías.
Había unas banquetas para los viajeros desperdigadas por un descampado a cielo
abierto. La cabina de recepción estaba vacía. La cafetería abandonada, el
ventanal con vistas al andén hecho añicos. No había baños. Extremadura es uno
de los rincones más olvidados de España. Lo primero que hice fue llamar a un
taxi para tramitar cuanto antes el asunto del nombramiento. El taxi me recogió en
el descampado aledaño a la estación. ¿A dónde? me dijo el conductor. A Virgen
del Puerto, el instituto, aclaré. Bien. ¿Vamos por la vertical o por el
centro? me preguntó. Por donde sea más rápido, dije. El resto del trayecto el
taxista me habló de las pérdidas que había sufrido el sector durante el
confinamiento. Esto será la ruina, decía. Yo vengo de Madrid, comenté. Pues
allí aún peor. Sí. Allí en Madrid me sentía como una rata. Aquí sólo hay ratas
de campo. Allí sólo hay ratas del tamaño de un gato. Aquí son del tamaño de un
conejo pequeño. Ratas vagando a ciegas por el mundo subterráneo de la urbe. A
mi derecha, a través de la ventanilla, se veía la ciudad: trazos de la muralla,
la catedral, el acueducto… A la izquierda las montañas salpicadas de formaciones
rocosas, pequeños arbustos y algunos olivos. Las antenas. Coronando el paisaje
las nubes, entre las que se intercalaban rayos de luz.
III
Todos los institutos de la ciudad se ubicaban en la misma zona,
uno seguido del otro, hasta prácticamente ocupar la totalidad de la avenida. El
mío se encontraba en último lugar. Pagué al taxista y llamé al telefonillo del
centro, separado de la acera por una valla herrumbrosa. El instituto se
componía de diversos módulos. Pregunté al de mantenimiento por la conserjería,
y allí por la jefatura. Conocí a la jefa de estudios, que me condujo a la sala
de profesores a través de las flechas indicativas que marcaban el sentido de la
circulación. Me presentaron al director, un hombre apresurado, que me mostró
las distintas instalaciones del centro. Ni siquiera una semana después de la
adjudicación sabía orientarme en aquel intrincado laberinto. Yo iba un par de
metros detrás de él, no por mantener la distancia de seguridad, sino porque el
hombre corría como alma que lleva el diablo. De tanto en tanto se viraba hacia
mí, suspiraba y gesticulaba nerviosamente, indicándome que me diera prisa. Me
hubiera encantado verle la cara al completo, discernir, a través del cristal
empañado de las gafas, cualquier atisbo de expresión. Me preguntaba cómo sería
la comisura de su boca, el tamaño de su nariz, la forma de la barbilla. Sólo
retuve en la memoria el lugar donde se encontraba la cafetería. Allí pasé la
mayor parte de mi estancia trabando amistad con Manuel, el camarero, un hombre
de aspecto risueño y dotado de un gran sentido de la improvisación: con los
pocos recursos disponibles había logrado trasformar el establecimiento en un
lugar seguro y libre de contagios. Manuel me hablaba de su hijo mayor, Enrique,
un chaval de dieciocho años que le ayudaba con el negocio. Los niños no quieren
hacer nada, ni estudiar, ni trabajar, ni nada. Mi hijo sabe cuál es la vida que
le espera si no estudia. Yo trabajo doce horas al día, y también llevo el
autobús escolar. Bueno, repuse, aunque quisiera estudiar tampoco encontraría
trabajo. Manuel siempre me invitaba al primer café de la mañana.
IV
Ya en Madrid me había puesto en contacto con diversos hostales.
Localicé uno cerca de la plaza mayor, y tras una conversación de al menos un
cuarto de hora en la que expuse mi situación, la mujer accedió a hacerme descuento.
Lo que me gusta de la atención telefónica es que puedes negociar. El hostal no
tenía servicio de comida y carecía de bastantes cosas. Ni si quiera tenía
internet. Pero con baño particular, una cama de noventa, un escritorio y
calefacción, era más que suficiente. Cuando llegué, la recepcionista, que
también era la dueña, estaba atendiendo a un anciano visiblemente cansado al
que acompañaba una sudamericana. Eran las tres y veinte de la tarde y tenía
hambre. La recepcionista no paraba de hablar y de encadenar sucesivamente
monólogo tras monólogo acerca de los beneficios de su hostal. Decía que su
hostal no era gran cosa. Su prioridad el trato, la amabilidad, la buena
disposición etc. La ostentosidad, decía, no vale de nada si el negocio no ofrece
un trato familiar. Este hostal, La Muralla, no tenía tan buenas vistas
como el que daba a la catedral, pero que indudablemente el trato era mucho
mejor aquí que en ningún otro sitio, y que la absoluta carencia de reseñas en Google…
Bueno, que todo era cuestión de gustos. ¿Y a dónde podemos ir a comer que no
sea demasiado turístico? le preguntaba el anciano pasándose el antebrazo por
una frente primitiva, surcada de arrugas y perlada de sudor. Bueno, decía la
mujer, podéis ir al Fortuna, o quizás al Corral de Paco, allí se
come muy bien. Conozco al dueño de toda la vida. ¿Pero es comida casera? preguntó
el viejo. Es comida regional, con vino de pitarra, acompañado de buen pan, de
esos que tenemos aquí que llaman Pampuja. La mujer lo indica por gestos.
Prosigue: Un pan duro, del que luego aprovechas y haces unas migas. ¿Saben
ustedes lo que son las migas…? Les recomiendo que las pidan con huevo frito. Yo
comenzaba a impacientarme. La mujer sacó un plano de la ciudad. Con un
bolígrafo marcó la ubicación. Después comenzó a trazar líneas. El anciano se
asomó por el mostrador de recepción tanto como le permitió su barriga, siguiendo
con la cabeza la trayectoria del bolígrafo, en círculos. Me figuré que trataba
de hipnotizarlo. Finalmente llegó mi turno. La mujer me entregó las llaves.
Estaba deseando subir las escaleras y dejar mi equipaje. Además de hambre me
moría por echarme un pitillo, no sé por qué no lo hice durante el interminable
monólogo que mantuvo con el anciano. Otra vez la misma charla. ¿Le importa si
salimos a fuera, que me apetece fumar un cigarrillo? Por su puesto, me dijo.
Aquí lo importante es que el cliente se sienta en su propia casa. Yo ya no
fumo. Mi madre fumaba como una carretera y murió de EPOC. Pobrecilla. Los
últimos años los pasó enganchada a una botella de oxígeno. Ya lo siento,
señora. Yo he pensado en dejarlo, es muy malo, la verdad, contesté. Memoricé
los sitios que había recomendado para comer por miedo a que la conversación se
alargara mucho más. Por el rabillo del ojo vi que se acercaba una pareja joven,
cargando con sus respectivas maletas. Después de un rato me percaté de que los
nuevos inquilinos comenzaban a estresarse. Bueno, voy a subir las cosas y
marcho a comer. No quiero que me cierren. La mujer lanzó una mirada de
reconocimiento a los recién llegados. Ahora estoy con ustedes, les dijo. No se
preocupe, aquí no cierran hasta el toque de queda. ¿No comprende que están muy necesitados...?
A mí también comenzaba a sudarme la frente. Bueno… queriendo poner término al
asunto, gracias por todo, marcho ya. Pero la mujer me frenó. Espere un segundo
que le doy un mapa. No hace falta. Insisto, dijo ella. Plasencia es una ciudad
pequeña, pero las calles son un lío, son… cómo explicarlo. ¿Ha estado en
marruecos? ¿Los barrios bereberes? Negué con la cabeza. Bueno, es igual, resulta
bastante embrollado. Lo mejor es que te lo indique. Sacó otro plano. Yo miré a
la pareja. Entre la pareja y yo se estableció un silencioso diálogo de miradas
evasivas. El chico suspiró. La chica dejó su maleta en la acera roñosa de la
entrada. La mujer desplegó el mapa y agarró de nuevo su bolígrafo. No hace
falta, dije en tono de súplica. No me cuesta nada, de verdad, ya ve usted que
aquí, en este hostal, el trato es lo que más nos importa. Y estoy muy
agradecido, pero de verdad que soy capaz de encontrarlo con el móvil. La mujer
se mordió el labio inferior, suspiró, ¡Ay, la tecnología! En qué tiempos
vivimos, una es demasiado antigua… Volví a mirar a la pareja. Por un momento
imaginé una cola gigantesca aglutinándose a las puertas del establecimiento.
Quizás fuera así, desde las siete de la mañana, diariamente, a lo largo de las
semanas, durante meses, todos los años que la mujer llevaba regentando el
hostal.
V
Al final me decidí por Fortuna, otro día probaría en el Corral
de Paco. Pedí de primero unas migas extremeñas con huevo, y lo cierto es
que a mí me salen mucho mejor. De segundo unas carrilladas en salsa. De beber una
copa de vino y, a pesar de la rasca preferí sentarme a fuera, en la terraza, y
esperar a que me trajeran la comida mientras me fumaba un cigarrillo y hacía
algunas llamadas. Cuando terminé me bebí un café con leche y pregunté a la
camarera si habría algún bar abierto a eso de las siete, para desayunar algo
antes de entrar al trabajo, ya que en el hostal tampoco servían ni un mísero
café. Me dijo que el primer bar que abría era el suyo, y que no lo hacía nunca
antes de las ocho. Que faena, dije. A lo mejor encuentras alguno de camino
subiendo por la avenida, pero la verdad es que lo dudo. Aquí no madrugamos
tanto… Al día siguiente, nada más pasar por la plaza a eso de las siete menos
cinco, había varios bares abiertos. El jamón de aquí, allí entré esa
primera mañana de trabajo como profesor en Plasencia. La barra precintada como
si se hubiera cometido un crimen. Había dos mesas con sus respectivos taburetes
distribuidas cada una a un extremo del local. Los dos sitios estaban ocupados. En
la entrada había dos trabajadores de correos conversando mientras terminaban su
café. Los clientes que había en el establecimiento eran hombres menudos, de
piel curtida y bronceada, con dedos gordos como gusanos y pelo entrecano y
grasiento. El camarero comentaba que la marrana que tenían en la finca ya había
parido. Cuarenta centímetros, indicó con sus manos. Luego dijo: siete parió
asín como rayone. No entendí sus palabras, pero me resultaron
enigmáticas. Un café con leche y un par de porras, dije. El camarero me miró
con sus negros ojos relampagueantes. Marchando, dijo. ¿Pero era una puerca, una
cerda, o una marrana? Le preguntaron. El camarero se viró hacia el que le
interrogaba. Pues no te he dicho cojone qué era una marrana. Po hija puta la
guarra, le respondió. Marrana te he dicho Eusebio, ira que te meto una… ¡cacho
desgraciaó! Mi puerca no pare tanto la cabrona, indicó otro. Eso eh porque no
tiene un buen cerdo pá que la monte, le respondió el camarero. Salí fuera, me
quité la mascarilla y unté la porra en el café con leche mientras revisaba el
contenido de las clases que tenía que impartir esa mañana. Tenía que empezar
Aristóteles. Al principio, cuando me encontré frente a los alumnos por primera
vez, tuve una sensación de pánico, sentí miedo de que me flaquearan las piernas.
Cuando me tocaba exponer alguna presentación durante mis clases en la
universidad, apenas podía con los nervios, y eso que los que me miraban eran mis
propios compañeros. Recordé lo que dijo un profesor acerca de cómo debía
enfrentarme a tal situación, así que concentré mi mirada en un punto indefinido
al fondo del aula y comencé a hablar. La tarde anterior había ensayado frente
al espejo, incluso traté de entrenar lo que en el máster de docencia llamaban
la mirada del profe que todos llevamos dentro. Pero a la hora de pasar a la
acción, lo que consideré como mi propio bautizo de fuego en el mundo de la
enseñanza, tan solo alcancé a mirar al vacío, como si fuera incapaz de mirar
fijamente a los ojos de los alumnos que me contemplaban expectantes desde sus
pupitres. También en parte porque no veo nada de lejos, las gafas sólo me las
pongo cuando quiero ver la tele o disfrutar de un paisaje bonito. Sólo
Aristóteles, sólo quiero que penséis en Aristóteles, el discípulo de Platón,
aquel que compuso más de ciento sesenta obras hablando del ser en cuanto al
ser, estableciendo los cimientos de la filosofía primera, de la metafísica,
aquel que dijo aquello de que el ser se dice de muchas maneras, hijo de un
médico y maestro de Alejandro Magno, y entonces imaginé en qué pensaría el filósofo
si casi tres mil años después se le seguía enseñando, y además de esta forma
tan absurda, mirando al infinito por miedo, por inseguridad, respirando una y
otra vez tu aliento, de forma sofocada, mientras treinta pares de ojos
brillantes sobresalen de sus respectivos bozales y entienden muy poco, o más
bien nada, de todo cuanto trato de decirles. Ellos también con picores en la
nariz, con urticarias por culpa de la mascarilla, respirando su aliento con
olor a tabaco, o sabor a chicle de fresa, o a café con churros… En fin, dar
clase. Después del instituto fui a comer al Corral de Paco, dije que
venía recomendado por el hostal La Muralla. Ah, sí. La conozco, es amiga
mía. Siempre me los manda aquí. Me alegro, le dije. Pedí un consomé con un
chorrito de vino de jerez y de segundo rabo de Toro a la cordobesa. De beber,
vino. Paco ponía la mesa, y después, en un tono que me resultó casi de
desprecio, le ordenó a la cocinera, que sería su hija, porque para ser su mujer
era muy joven, que fuera a la cocina a prepararme la comida. Me acostumbré a
comer allí todos los días, hasta que una vez pedí unas alubias con chorizo y me
las pusieron de lata. No hay cosa que más me repugne que la comida precocinada,
más si se supone que te sirven comida casera. El hombre se posicionaba
normalmente a medio metro de distancia y me hablaba: aquí vienen a comer muchos
profesores, al menos dos o tres días por semana. El postre estaba muy bueno, le
dije mientras me limpiaba la comisura de los labios con una servilleta. Al café
te invito yo, muchacho, que vienes todos los días… Muchas gracias. Después
dije: Tengo toda la tarde libre. ¿Qué puede verse aquí de interés a parte de la
catedral y el acueducto? Vamos a ver, repuso el hombre, déjame pensar… ¿Conoces
el parque de los pinos? Sí, lo vi el primer día. Un parque con una plaga de
pavos reales. Pues no hay mucho más, me dijo. Quizás el paseo del río, al sur
de la ciudad. No hay mucha cosa, pero es un paseo agradable, y te puedes sentar
en algún banco y pasar la tarde.
VI
A penas unos doscientos metros de paseo al borde del río. Me
senté en uno de los bancos y fumé un cigarrillo mientras observaba la corriente.
Nunca te bañas dos veces en el mismo río, pensé en esta frase de Heráclito. Y
en esta otra: la misma cuesta es la que se sube como la que se baja. Curiosamente
vienen a decir lo mismo, aunque expresan formalmente lo contrario. El sol tiene
la anchura de un pie humano. Pensé en mis alumnos, ¿qué sentido tendría para
ellos aprender todos estos aforismos…? Seguí caminando hasta dar con el puente,
allí se acababa el camino, pero continuaba al otro lado. Crucé el puente y me
topé con un muro, podía saltarlo e investigar más allá. No pasaba un alma por
el sitio y podría pasear sin mascarilla, sin temor a que multen, pues en estos
tiempos la gente confunde civismo con cinismo, y a menudo me encuentro sujetos caminando
en solitario con su mascarilla puesta, aunque no haya un solo ser vivo en
kilómetros a la redonda. ¿Síntomas de decadencia en una sociedad eminentemente
estúpida? Me ceñí al muro todo lo posible, una distancia de menos de veinte centímetros
separaba mis pies de las turbulentas aguas del río. Al otro lado, encontré un
vertedero de cascos de botella, colchones enmohecidos, cajas de cartón y
jeringuillas. Agarré un palo por si acaso emergiera cualquier cosa de entre la
basura. Pensé en regresar al otro lado, pero entonces encontré una escalera
metálica y oxidada que comunicaba esta parte con la carretera. Escuché unas
voces que venían de arriba, desde lo alto de las escaleras. El sol me daba de pleno
en los ojos, me coloqué la mano sobre la frente a modo de visera y entonces descubrí
que las voces procedían de un par de agentes de la policía nacional. El sonido
de la corriente era tan fuerte que apenas alcancé a entender nada de lo que me
decían. Rápidamente me coloqué la mascarilla y subí peldaño a peldaño
observando a los agentes. Me pidieron la documentación y me preguntaron si
tenía antecedentes. Uno de ellos, el que sujetaba el walkie Talkie, me
miraba con desconfianza. Sus profundos y fríos ojos azules. El otro agente tenía
un parche en el ojo izquierdo y también me observaba con recelo, con la mano
derecha agarrado la funda de su arma. ¿Qué haces por aquí? me preguntó el
tuerto. Daba una vuelta, buscaba un sitio alejado donde pasear sin el trapo. El
otro agente me escudriñaba minuciosamente. No tiene antecedentes, le dijo al
compañero. Me entregó el DNI. Sólo buscaba un sitio donde inspirarme, acabo de
llegar a la ciudad. Trabajo como profesor en un instituto. ¿En qué instituto?
En Virgen del Puerto. ¿De qué? insistió. Seguía mirándome muy serio,
como si no creyera nada de lo que le estaba diciendo. De filosofía. ¿Llevas
algo que te comprometa? Me preguntó el tuerto. No, ya le digo que simplemente
daba un paseo por aquí y di con este lugar. Nos ha llamado un vecino que te vio
saltar el muro, mucha gente se ha ahogado en ese tramo. Bueno, yo no. Yo sólo
buscaba un sitio tranquilo para inspirarme. Ambos me contemplaban inmutables. Este
es un sitio peligroso. Aquí en San Lázaro solo podrás encontrar problemas. Casi
me entra la risa ¿Plasencia peligroso? vivo en el barrio de Tetuán, cerca de la
calle Topete, pensé. Bueno, pues no quiero problemas, me voy ya. Aquí en este
barrio, me dijo el agente no tuerto, cuando vienen los contadores de luz,
tenemos la obligación de acompañarlos. Es un barrio atestado de drogadictos y
gitanos. Pueden asaltarte en cualquier momento por nada, me dijo el tuerto.
Entonces me sentí tentado a preguntarle cómo había perdido el ojo, si fue aquí,
en San Lázaro, durante una heroica incursión guardando las espaldas del
contador de la luz. Pero al final no lo hice, a veces hay que guardarse más de
la policía que de los drogadictos.
VII
De vuelta al hostal compré un sobre de jamón y una barra de pan
en una tienda de alimentación. Estaba cansado. Me preparé el bocadillo y me di
una ducha bien caliente. Después me tumbé en la cama y leí durante un rato Vida
y opiniones de los filósofos ilustres. Buscaba alguna anécdota divertida
sobre Aristóteles para entretener a mis alumnos. Leí que, en una ocasión,
cuando le preguntaron por qué con los hermosos conversaba largamente, contestó:
De un ciego es digno esa pregunta. En el campo de los hechos naturales, Aristóteles
fue, indiscutiblemente, superior a todos los filósofos que le precedieron: redactó
más de cuatrocientas cuarenta y cinco mil doscientas setenta líneas, presentando
las causas para explicar incluso los mínimos fenómenos. No sólo le interesaba
dar un por qué al hecho de que lloviera, por ejemplo, sino que explicaba el
para qué. Con razón, continué leyendo, Platón llegó a afirmar de Aristóteles
que daba coces contra él como los potrillos recién nacidos contra su madre.
Cuando me cansé de leer chateé un rato con mi mujer. Al principio hablamos de
cosas cotidianas, de cómo me iba, de qué había hecho ella, de qué ganas de fin
de semana, de planes para el futuro etc. Pero luego empecé a masajearme
sutilmente los genitales. Se lo dije. ¿Ah sí? Si, se me está poniendo dura de
solo pensar en tu coño. Me gustaría tenerte aquí, con el culo en pompa y
empezar a comértelo por detrás, meterte la nariz entre las nalgas y succionar
hasta que te tiemblen los muslos. A mí me encantaría coger esa polla y darte
unos buenos lametones. Metérmela en la boca y notar como se humedece y se pone
caliente. Me estoy tocando. Cochina. Como te gusta hacer guarradas con mi polla
hiniesta. Quiero arrancarte el sujetador y atártelo al cuello. Escupirte en la
boca y en las tetas. Retorcerte los pezones. Niñato de mierda, me pones muy
cachonda. Se me están mojando las bragas. Entonces comencé a pajearme, cada vez
de forma más intensa, y era algo extraordinariamente complicado teclear el
móvil al mismo tiempo que me masturbaba frenéticamente. Como me gustaría oler tus
bragas y mancharlas de semen. Hazlo niño. Que rico, en mi boca. Guarra. Voy a
abofetearte la cara. Te voy a morder los huevos. Te voy a dar un azote. Yo te
voy a atar el cinto alrededor de la polla y me la voy a meter en el coño. Empezó
a mandarme audios en los que se escuchaba la fricción de sus dedos acariciando
su vagina y metiéndolos dentro. ¡Qué rico! Voy a correrme… ¡Y yo! Me ha saltado
la corrida en el pecho. Me ha llegado hasta el pelo. Tengo el ombligo rebosando
de esperma. Le mandé una foto. Ella me mandó otra de su culo y de su coño. Qué
a gusto estoy, dijo. Está bien esto, contesté. Sí. Luego nos dimos las buenas
noches. Nos dijimos que nos queríamos mucho. Nos mandamos besos, corazones,
sonrisas. Te amo criatura. Y yo, niñato. Después encendí la tele. Eso sí que me
gustó de la habitación cuando entré para dejar mi equipaje. Vi televisión cada noche,
deteniéndome en todos los canales. La mayoría emitían unos programas de mierda,
pero aquello me gustaba mucho. Comenzó una película: Susi la leyenda. Una
película de animación para niños, y cuenta la historia de una gata callejera que
vive en los barrios suburbiales de la capital. Una noche, tras devorar los
últimos restos del espinazo de una sardina, en lugar de regresar a los
habituales lugares donde acostumbra a dormir, decide pasar por el estéril
descampado donde nació, situado entre un par de viejos edificios. Allí descubre
que han instalado un enorme panel publicitario donde se anuncia un saco de
comida para gatos, protagonizado por un gato enorme y de aspecto saludable que
devora un suculento plato de pienso. Entonces decide contactar como sea con una
de esas agencias publicitarias y labrarse un futuro profesional. No obstante,
no es solo la cuestión de trabajo lo que alienta a Susi a emprender este
proyecto, sino que también responde a motivos ideológicos, pues resulta que los
gatos que aparecen en tales anuncios son únicamente varones. Poco a poco consigue
algunos contactos importantes, aunque para ello se vea forzada a entablar
relaciones indeseables con gatos sebosos y adictos al pienso. Tras una serie de
malas experiencias, conoce a Trombo, un gato vagabundo, homosexual y castrado,
que hace años fue el mejor agente publicitario de la ciudad. Trombo quiere limpiar
su nombre y recobrar la reputación perdida, por lo que decide ayudar a Susi. Sin
embargo, cuando Susi es reconocida y propuesta como la nueva figura modélica de
los anuncios de pienso para gatos, Trombo muere inesperadamente tras ingerir
una cantidad inapropiada de ese mismo pienso. Este trágico acontecimiento hace
replantearse a Susi las motivaciones que la impulsaron a formar parte de aquel
mundo abominable, falso y repleto de malas intenciones. Finalmente, Susi
recapacita y decide volver a las calles, pues como un día le dijo su amigo: más
vale malo conocido que bueno por conocer.
VIII
A las ocho menos cuarto terminé de desayunar. Atravesé la plaza
mayor y tomé la calle del Rey. Seguí ascendiendo hasta dar con la plaza del
caballo y continué por la avenida. A la izquierda dejé el acueducto y subí por
la calle del Salle hasta alcanzar la circunvalación que me llevaría al
instituto. Desde el mirador del parque de los pinos, observé el levantamiento
de los puestos del mercadillo. Había un montón de personas moviéndose como
hormigas en todas direcciones. Tuve la sensación de estar en un sueño. Ante mí la
certeza de que todo está estrechamente conectado. No se puede escapar, pensé. El
mecanismo del universo funciona con la precisión de un reloj atómico. Los
primeros rayos de luz que tiñen el cielo. El gorjeo de los pájaros entre las
ramas. Los faros de un coche emergiendo de la rasante. Una bolsa de plástico
cruzando la calle. El apagón de las luces que jalonan la avenida. Imagino que
el tiempo se ha detenido, que, por un instante, durante una milésima de
segundo, soy testigo de la inmensidad. Ahora entiendo lo que significa este
concepto, la inmensidad, la manifestación de lo eterno, más allá del tiempo y
del espacio, la nada más grande en la que estamos abocados a existir.
IX
En el recreo salí a fumar con San y Julia. San es de complexión
ancha, su cabeza perfectamente redonda, y antes de que se quitase la mascarilla
yo ya sabía qué aspecto iba a tener. Algunas personas te pueden sorprender para
bien o para mal cuando se descubren. Pero también existen otras que tienen la
cara, o más bien el hocico, exactamente como lo imaginas. San es uno de esos
tipos cuyo rostro no alberga dudas. De Julia, sin embargo, me sorprendió lo
negros, grandes y separados que tenía los dientes. Hablamos un rato de
banalidades mientras fumábamos nuestros cigarrillos al otro lado de la verja. Julia
llevaba en Plasencia cinco años, era interina. Provenía de las islas canarias y
hablaba como tal, con ese acento que puede confundirse perfectamente con el de
un país latino. Luego Julia se marchó porque tenía clase, pero yo me quedé un
rato más con San. Los dos habíamos vivido en Salamanca. Me contó alguna que
otra hazaña por el barrio chino y el cortijo. Aunque sobre todo viví en
Garrido, en la calle Galileo. ¿Eso no está por el cambalache? Exacto. Eso es
Garrido profundo. Sí. Entonces yo no era tan gordo, ni tan calvo, ni tampoco
tan viejo como soy ahora. Yo me reí. Él también lo hizo. Allí viví con una
chica algo mayor que yo que se prostituía con camioneros. Una vez la pillé
jodiendo en la bañera. ¡Joder! El agua salía a borbotones y él ocupaba toda la
bañera. Las extremidades le salían del recipiente y en una de las manos
sujetaba un tercio de cerveza. Ella gemía montando sobre aquella mole
absolutamente ajena a mi presencia. Unos días después se metió en mi cama y me
lloró en el hombro. Era algo realmente incómodo, no sólo porque no sabía cómo
consolarla, su madre moría de cáncer y ni siquiera le daban en el trabajo un
par de días de permiso, sino que además apestaba. Olía a una mezcla de colonia
barata y sudor que era de los más repugnante. Olía tan mal que, a pesar de que
vivíamos en un tercero, sabía si estaba en casa por el tufo que dejaba en el
portal del edificio. ¡Qué asco! Pero eso no era todo, me dijo mientras se
encendía otro cigarrillo. El casero era un traficante de hierba. Esta era la
razón por la cual la casa me costaba tan poco. El cabrón solía venir con sus
amigos a cortar las plantas que guardaba en uno de los cuartos. Imagínate a
señores de unos sesenta años cortando yerba y dejándote toda la puta casa llena
de rastros. También esnifaban chisma y me ensuciaban la mesa donde desayunaba.
A veces dejaban tanta coca que me daba para pintarme unas cuantas rayas antes
de salir a currar a la discoteca. Lo peor es que a veces traía a la mujer y el
bebé de ésta. La criatura no tendría ni tres meses y se pasaba toda la tarde en
su carrito aspirando humo. ¿No protestaba la madre? No, qué va. Era una niña,
rumana, sin papeles, con un hijo a cuestas que no era de él. Qué cosa más
extraña, añadí. Sí. Bueno, prosiguió, cambiando de tema ¿has salido ya por
aquí? Entonces le conté la historia de San Lázaro. Se echó reír. Nada, tienes
que explorar el centro. En la calle de los vinos puedes encontrar garitos muy
guapos. Tampoco te los esperes llenos de gente, pero puedes ir allí y tomar
algo. El bar Underground mola. Tiene la pared forrada de discos en
vinilo. Ponen Rock, hay peña guay allí. Pero sólo abre los fines de semana. Es
que los fines de semana me subo a Madrid, contesté. Ah, bueno, entonces en
frente de éste está el Trébol. Es un poco más cloaca que el otro, pero
se está bien. Por allí suelen ir los amigos de Neila. ¿Te han dicho por qué
está de baja? No. Porque su hermano ha muerto de sobredosis. ¡Qué dices! Sí, el
hermano de Neila era yonki.
X
A quinta hora tenía compensatoria, o lo que es lo mismo, libre.
Fui a la cafetería a tomar un café y saludar a Manolo. Allí se encontraba
Ignacio, el profesor de matemáticas. Es el único sitio donde aprovecho para
quitarme la mascarilla, me dijo. Pedí el café. ¿Quieres algo de comer? me
preguntó Manolo. No, gracias. A mí me pones otro Nestea. ¿Nestea? Para eso
podrías pedirte agua. Le tengo cierta inquina a la gente que pide refrescos. En
todo caso te pides una cerveza. Y si no se puede, porque estamos en un centro
educativo, y el café no te apetece, pues pides agua. Lo del refresco ya indica
que eres una persona que suscita desconfianza. Ignacio dice que es tímido. Me
cuenta que le costó alcanzar cierto equilibrio con los alumnos. Eso es porque bebes
el Nestea con pajita. Me dice que él nunca había dado clases en un instituto,
que se dedicaba a reparar ordenadores y que en su tiempo libre impartía clases
particulares. Espero que no fuera en tu casa. Su afición por excelencia es ir
de ruta. Me relaja tanto… Ni aunque me doblaran el sueldo me iría con Ignacio
de ruta. Ignacio tiene una voz timbrada y repelente, además se traba al hablar.
Camina con las extremidades rígidas y muy separadas, como si se hubiera
introducido una bola de billar por el ano. También soy de Cáceres, me dice. No
me apetece nada seguir hablando con Ignacio. Después me cuenta dónde vive. Mis
padres se han comprado una casa en la avenida de la montaña. ¿No me digas? Yo
vivo muy cerquita. No me interesa. Se frota las manos, como hacen las moscas.
Es repulsivo. Mientras me habla observo las cerdas negras que le sobresalen de
la nariz y del oído como si se asomaran las asquerosas patas de un insecto.
Quédate con mi tarjeta. Pienso en tirarle el Nestea a la cara. Acepto su
ofrenda, al menos puede servirme de marcapáginas.
IGNACIO
LERGA PAZ
Ingeniero
técnico de informática
Imparte
CLASES DE
MATEMÁTICAS Y ESTADÍSTICA
Después me cuenta la historia de que en una ocasión quiso saltar
en paracaídas para superar sus inseguridades. En el último momento me entró
pánico. Era el único que faltaba por saltar. El monitor era un tipo que imponía
por su constitución. Llevaba un traje muy ajustado y se le notaban todos los
músculos. Bueno, y también se le notaba otra cosa… Ignacio carcajea y sus
esputos me alcanzan en la cara. Era un hombre muy serio, me dice. Parecía estar
más tenso de lo que yo lo estaba justo antes de saltar al vacío. Me ponía
nervioso el hecho de que no dejara de apremiarme. Yo necesitaba mi tiempo, las
inseguridades estaban ahí, reflejadas en el temblor que me sacudía las piernas.
¡No me atrevo! le dije. Entonces él me agarró fuertemente de los hombros, con
sus poderosas manos presionando como alicates. Yo miraba el vacío y retrocedía.
Entonces me amenazó con que si no saltaba me iba a dar por culo. Ignacio volvió
reírse. Esta vez yo también me reí. ¿Y saltaste al final? Ignacio se troncha de
risa. Bueno… me dijo. ¡Al principio salté un poco, jaja!
XI
A última hora tuve examen con uno de los cursos de segundo de
bachillerato. Las últimas sesiones las había dedicado al repaso de los
filósofos presocráticos y la dialéctica de Platón. Neila había faltado con
frecuencia las semanas previas a la sustitución a consecuencia de los problemas
familiares antes expuestos, por lo que pacté con los alumnos que en el examen
de esta evaluación no les entraría Aristóteles. Repartí los exámenes y luego me
senté tras la mesa del profesor. En ese momento me sentí muy bien, sabía que se
había cumplido un ciclo de la vida, tan solo había pasado una década desde que
yo estuve en la misma situación. Podía sentir el clima de angustia que se
respiraba entre los alumnos, sus ojos dubitantes mirando hacia el techo del
aula en busca de respuestas, el temblor de sus manos a la hora de escribir,
rebuscando en los soterrados abismos de su memoria los conceptos que habían
tratado de asimilar diez minutos antes de la prueba. Entonces me pregunté cómo
había explicado Neila a Platón sin quitarse de la cabeza la imagen de su
hermano moribundo. Imaginé al hermano de Neila yendo a por metadona, aguardando
impaciente su dosis a lo largo de una extensa cola plagada de esqueletos
errantes llamando a las puertas de la muerte. En el recibidor los funcionarios
pasando lista o llamándoles por número como en la cola de una pescadería,
cobijando las puertas del establecimiento ataviados con sus mascarillas indiferentes
y despersonalizados. Yonkis acudiendo en peregrinación desde todos los rincones
de San Lázaro. El hermano de Neila tiritando de frío mientras Neila leía a sus
alumnos la alegoría del mito de la caverna, en la que un trío de encadenados contempla
las siluetas de diversos objetos proyectadas a través de las crepitantes llamas
de una hoguera. Sin embargo, explica Neila, no se trata de objetos verdaderos. Uno
de los prisioneros logra liberarse milagrosamente de las cadenas y consigue
salir al exterior, pero el hermano de Neila no emprende sino el camino
contrario, sumiéndose por completo en las tinieblas. La luz del sol, la luz
clarividente de la razón, ciega por unos instantes al hombre liberado que por
primera vez contempla la realidad en su auténtico esplendor. El hermano de
Neila es llamado por su nombre, o a través del número que le han asignado, y
por primera vez desde que se puso a la cola, siente que hay esperanza para él.
Pasa al interior de la sala donde tiene que identificarse, por fin van a
medicarle, y aunque se trate de un simulacro, será la mentira imprescindible que
le mantendrá con vida un poco más. Un nuevo hombre ha nacido, el sabio, que
regresará a la caverna para relatar a sus compañeros la nueva verdad que ha
descubierto. Sin embargo, sin dar crédito a lo que cuenta, le toman por loco y
conspiran para matarle. El hermano de Neila regresa a su caverna y se tumba
sobre un lecho de cartones podridos. No piensa en otra cosa desde que se le
pasó el efecto, como si despertara nuevamente y comprendiera que jamás podrá
escapar de sí mismo. Neila se excusa y sale un momento de la clase. Telefonea a
su hermano sin obtener respuesta. Telefonea a su novia y ésta le dice que su
hermano no se presentó en el centro médico aquel día. Horas después le
encontrarán muerto en un callejón. Neila conservará en su recuerdo la cara
pálida de su hermano. En realidad, parecía un niño dormido.
XII
Al centro me acercaron en coche la jefa de estudios, María
Josefa, y Marisa, jefa del departamento de inglés. María Josefa era más alta
que Marisa y también más ancha de caderas, pero salvo esta diferencia ambas
podrían pasar por hermanas o primas. También podrían pasar por amantes. Siempre
estaban juntas, de hecho, resultaba más que evidente que existía entre ellas
cierta conexión. Me las imaginé haciendo el sexo en los baños del instituto.
Durante el trayecto mantuvimos conversaciones irrelevantes. Luego me advirtieron
de que debía subir las notas antes del miércoles de la semana que viene. El
jueves tenemos la primera junta de evaluación, dijo María Josefa. Espero que no
se entretengan mucho, comentó Marisa. Algunos tutores se detienen más de media
hora en cada alumno. Debo reconocer que me agobié. A ti te va a tocar de cuatro
a ocho de la tarde. A mí no me interesan los problemas que tengan en casa, dijo
Marisa. Yo creo que es importante, sugerí. Pues a mí me da igual también,
aseveró María Josefa. Ya trabajamos bastante como para perder la tarde entera
en cuestiones personales. Pero a ti te vendrá bien, así es como se aprende este
oficio, dijo Marisa. Bueno, comentó la otra, lo imprescindible de nuestra
profesión radica en saber mentir sin que se te note. María Josefa se rio. Yo no
me reí. Si, mentir, dijo Marisa. El docente tiene que mentir impunemente. ¿Pero
cómo que mentir? pregunté. Mentir, hijo, mentir como un desalmado a todo
cristo. Sobre todo, hay que mentir a los padres. Tienes que ser falso. Tienes
que hacerte el despistado. Más bien el inocente, corrigió. Cuando te llame un
padre tienes que fingir y darle los buenos días. Tomaré nota, dije. Hola,
buenos días. Le llamo del instituto… Soy la profesora de inglés, a su hija le
duele la tripa. Con su permiso le he sugerido que no lleve camisetas tan
cortas, que estamos en invierno. Eso, eso, dijo Maria Josefa. ¿Así es como debo
actuar? Si, hijo, así. Después le cuelgas y le mandas a la mierda por capullo. Una
vez una madre me dijo que lo primero era decir buenos días y presentarse. No
importa si su hija está con cuarenta de fiebre, lo que quiere saber el padre
primero es con quién habla. ¿Y no basta con decir que llamas desde el
instituto? No hijo, no basta. A cualquier persona con sentido común le sobraría
con esa información, pero no a un padre. El padre es como un policía, apuntó
Marisa. Eso, dijo María Josefa. Quieren saberlo todo. Si te descuidas te sacan
hasta el año en que naciste. ¡Qué barbaridad! exclamé. No les basta con que
tengas tu plaza de docente. Después hubo un silencio. Y también recuerda esto:
siempre que te reúnas con un alumno hazlo con las puertas abiertas. Eso, dijo
Marisa. Si no hasta pueden acusarte de abusos sexuales. ¿Los padres? Sí, los padres,
y también los alumnos. Y ten cuidado con lo que les dices. Eso, dijo Marisa. Me
refiero, aclaró María Josefa, nunca les llames memos, aunque lo lleven escrito
en la frente. Ni memos, ni gilipollas, ni idiotas, ni subnormales, ni cretinos
o imbéciles. Todas estas palabras están prohibidas. Una vez que termines de
hablar con ellos ya puedes hacer lo que quieras. Eso, dijo Marisa. Después
dijo: yo llevo conmigo siempre una libreta donde apunto lo que les diría si
estuviera exenta de responsabilidades. ¿Y qué les dirías entonces? Les diría de
todo, hijo. Los pondría a caldo. A parir, matizó la otra. Sería capaz hasta de
inventar un diccionario de nuevos insultos. Las dos se rieron. Por unos
instantes pensé que iban a morrearse allí mismo. Gracias por los consejos,
dije. El profesor de lengua, Fernando, propuso insultar a los alumnos empleando
el análisis morfosintáctico. ¿Y cómo es eso? pregunté sin dar crédito a la
conversación que estábamos teniendo. Lo haces de forma encubierta, y como son medio
retrasados, ni se enteran de que les estás insultando. ¿También a los padres?
¡Oh, con más razón a los padres! Además, recalcó la jefa de estudios, son
capaces de pensar que les estás piropeando. Un ejemplo: tu hijo y tú sois unos
adverbios circunstanciales que no dais ni para complemento. O también, advirtió
Marisa, ni para el presente simple vale tu niña. O es tonta como un suplemento
de régimen. O eres tan sorda como un sujeto elíptico. Después me dijeron que me
iban a dejar frente a la calle Talavera, y que ya sólo tendría que subir hasta
dar con la plaza. ¿Me podéis recomendar algún sitio dónde comer? El Españolito
no está mal, y no es caro para estar en el centro. Es mejor que los otros dos,
dijo la jefa de departamento. Pero no pidas el menú turístico, advirtió la jefa
de estudios. Es igual que el normal pero dos veces más caro. Cuando
estacionaron en la bocacalle me despedí con un saludo y les di las gracias por
acercarme.
XIII
Aunque por regla general me gusta observar lo que acontece a mi
alrededor mientras paseo, me decanté en esta ocasión por llamar a mi amigo
Pablo, también docente, y de cuyas conversaciones siempre suelo sacar algo
productivo. En la primera llamada saltó el contestador. No insistí más. Llamé
entonces a mi amigo Ricardo, igualmente docente, aunque en este caso, las
conversaciones solían discurrir por caminos totalmente insospechados. Ricardo
había sido hace tiempo compañero sensacional de aventuras literarias, cuando no
éramos más que dos estudiantes errando por las intrincadas calles de salamanca,
topándonos siempre con personajes estrafalarios de la más diversa índole. En
una ocasión nos echaron de una discoteca por jugar al escondite dentro del
establecimiento mientras nos alucinábamos de ácido. El portero le pegó un
puñetazo en el bazo y mi amigo echó toda la borrachera en algún rincón sombrío
de la bocacalle, en alguna esquina que desprendía un fuerte olor a meado,
mientras yo me refugiaba bajo el amparo de un soportal igualmente mugriento bajo
los efectos del ácido. Empezó a llover a raudales y un tremendo arrebato de
risa casi acabó conmigo. En otra ocasión le invité a comer a mi casa de la
plaza del oeste, y después de meternos medio kilo de espaguetis a la carbonara,
nos tomamos unas setas que me había regalado otro amigo, y nos fuimos a las
tres de la tarde a la terraza de la Taberna del Ángel, bajo un sol implacable
de una tarde de verano sudando como cerdos. Después Héctor, el dueño de la
taberna, nos propuso ir a su barrio, Buenos Aires, una maqueta en miniatura de
algún barrio suburbial y peligroso de Cartagena de Indias, para pillar cocaína
de la buena, o algo parecido a la cocaína cortada con no sé qué clase de
medicamento que hacía que te sangraran las narices. Allí nos condujo hacia un
bloque de tonos ocres alzándose sobre un montón de bolsas de basura, subimos
hasta el sétimo y nos recibió una gitana fumando un cigarrillo. La mujer iba
envuelta en su roñoso albornoz, ostentado de lamparones, y a través de señas
nos llevó hasta la cocina. Armada con un cuchillo picó una bolsa de plástico y
esparció una cantidad generosa de ese medicamento sobre una superficie de
cristal. El efecto asociado causado por las setas alucinógenas perturbó de
forma considerable mi perspectiva, privándome del enfoque objetivo que uno a de
disponer si quiere abordar dicha situación. Héctor insistió en que se pintase
las líneas mi colega, y Ricardo, sin mediar siquiera con un turulo, trató de
esnifar la montaña de cocaína esparciendo el polvo por el espacio como si de
una nebulosa en desintegración se tratase. Tuvimos que atravesar los oscuros
pasillos hasta la salida presos del pánico, porque a la vieja le dio un ataque
de histeria y comenzó a perseguirnos por las galerías de su madriguera como una
rata infectada. Al fin salimos y fuimos a casa de Héctor. Yo me acomodé sobre
un sofá y traté de reflexionar mientras Ricardo andaba de un lado para otro
frenéticamente, insistiendo en que no le habían subido ni las setas ni la
cocaína. Yo le observaba estupefacto mientras daba vueltas como un puto
bumerán. Héctor, siempre descojonándose de la risa, siempre enseñando sus dientes
amarillos revestidos de sarro, nos sacó unas cervezas y fue a darse una ducha.
Al atardecer llegamos al embarcadero del Tormes para alquilar unas barcas y
navegar río adentro hasta los confines de la Tierra. El charro dueño de las
barcas se negaba en hacernos precio especial, pues la idea de Héctor era que nos
dejara dos barcas al precio de una. No fui consciente del tiempo que pasamos
Ricardo y yo aguardando a que finalmente se llegara a un acuerdo aceptable para
todos. Posiblemente era bien entrada la noche cuando nos metimos en las barcas
y zarpamos río arriba. Las ondulaciones en el agua a causa de los remos, sobre
las que se reflejaba en mil pedazos la luna con forma de guadaña, despertaron
en mí todas las alertas de peligro que uno pueda esperar de una situación como
aquella, y mientras mis instintos me decían: lárgate de allí, aunque tengas que
ir a nado, Héctor no paraba de hacerse rayas, o trazarse unas clenchas, o pintarse
unos garabatos en la pantalla reventada de su móvil, y Ricardo empezó a tocar
la armónica, y tampoco sé si había estrellas en el cielo, pero supuse que sí,
que tras toda esa oscuridad que nos envolvía, tendría que haber necesariamente
algo que brillase, una luz redentora en el último trayecto hacia el abismo. Ricardo
me cogió el móvil al tercer toque. Él siempre tiene tiempo para mí, aunque yo
casi nunca lo tenga para él. Al principio hablamos de cosas sin importancia,
siempre, en realidad, cuesta arrancar. Me contó la anécdota de que un alumno suyo
le había rajado la hoja del examen delante de sus narices. ¿Sabes cuál fue mi
respuesta? No, dije. Pero espero que no cedieras al chantaje. Le dije que me
escribiera el nombre… Después hablamos de los problemas que atañen a esta
generación. En algunos institutos se permite el uso de teléfonos móviles porque
la mayoría de alumnos no tienen recursos para comprar libros de texto. Eso es
un problema, me dijo. La idea es que puedan acceder desde sus dispositivos a la
clase virtual. Lo sé, pero se quedan a atrapados como insectos en sus estúpidas
pantallas luminiscentes. Por lo menos así los que dan más por culo se sientan
atrás y están en silencio. Eso será en tu aula, en la mía, dije, se ponen a
jugar a no sé qué clase de aplicación de cortar el pelo. Después Ricardo se
rio. Yo también me reí. En un principio, le dije, tenía la teoría de que el
conocimiento era como un producto que te vende una empresa en forma de una
necesidad, y que de lo que se trata es de hacer atractivo el producto. Eso era
lo que me decían a mí en el master de pedagogía, dijo. Pero ahora creo que a
esta generación de nihilistas lo mejor que les podría suceder es un cataclismo,
algo así como una guerra de la cual no pudieran excusarse, un lugar donde
enterrar sus almas vacías, dónde sepultar sus mediocres aspiraciones como seres
humanos. Nuestra generación si está preparada para una guerra. Hemos trabajado
de casi cualquier cosa. Hemos terminado carreras, másteres, idiomas, cursos… todo
para ir a parar a un local de comida basura. Bueno, nosotros somos docentes…
Sí, pero para cuando consigamos plaza fija ya seremos ancianos. La culpa es del
sistema, de la pedagogía, de los políticos y de las putas leyes de educación. A
ellos les tenemos que aprobar con tan solo presentarse a un examen y a nosotros
nos exprimen hasta la extenuación. Pero ahora vivimos como reyes, dije. Pero
solo cuatro meses al año, dijo. Eso es cierto. Nuestros alumnos no sueñan. Han
optado porque sea la vida quien les vive a ellos en lugar de que sean ellos quienes
la vivan a ella. No salen, no se relacionan, no se cuentan historias, tampoco
viven aventuras literarias como hicimos nosotros. No saben amar, no saben
follar, lo único que saben es aguardar a que algo inesperado e incomprensible
les borre para siempre de la faz de este mundo. ¿Algo como un virus? Sí, algo
así. Estaba ya casi a las puertas del Españolito cuando me encontré con
un puesto de libros. Entre ellos había uno de Issac Asimov sobre los Lagartos
terribles. Siempre sentí fascinación por los dinosaurios, le dije. Podemos
hablar de paleontología cuando quieras, me dijo. Cuando me toca guardia en un
aula le digo a los alumnos que hagan lo que quieran mientras yo enciendo el
ordenador y me busco algún buen documental de dinosaurios. Hace unos días di
con la saga de Caminando entre dinosaurios. ¿La conoces? No. Pues es
cojonuda, mi padre me la grabó en VHS cuando era niño. Luego la cinta se perdió
en alguna mudanza. Pero ahora he vuelto a dar con ella en internet, me cruzo de
piernas sobre el escritorio y me reclino en el asiento de profesor y entonces
pienso en que ojalá pudiera fumarme un cigarrillo. ¿Así es cómo trabajas? Sólo
si tengo guardia. Me parece bien. Cuando el dependiente se distrajo aproveché
para sustraerle el libro. Siempre está bien robar libros. Abrí una página al
azar y di con un fragmento que hablaba sobre el ancestro común de los
mamíferos, una criatura que también compartía aspectos comunes con los
reptiles. Le pregunté a Ricardo si pensaba que nuestros alumnos se habrían
quedado en alguna línea taxonómica intermedia, y que si el futuro que nos
depara será algo más parecido a una involución o contra evolución de la especie.
Nos reímos al unísono. Después Ricardo, que era biólogo, comenzó a divagar en
su campo como si de repente se hubiera convertido en un profesor de universidad,
y yo fuera uno de nuestros alumnos amébidos, que por azar, o más bien por el
santo milagro de alguna novedosa ley pedagógica que amenaza con destruir el
sistema educativo, hubiera pasado indiferentemente de curso, año tras año,
sentado indistintamente en el mismo pupitre hasta llegar a la universidad, y
entonces sería irradiado por una luz cegadora como el sol ubicado más allá de
la caverna, y ahora que por fin había escalado hasta el último estrato de las
verdades, me resultara incapaz comprender ninguna de ellas. El ancestro común,
proseguía Ricardo, vivió a finales del paleozoico hace aproximadamente unos
doscientos cincuenta millones de años, o quizás un poco más, un poquito más
incluso, hasta los trescientos millones de años, y fue el primer ancestro que
ponía huevos amniotas, porque hasta entonces los huevos eran como los de las
ranas, que eran como una gelatina, un óvulo, y a partir de mutaciones y
evolución surgió un ancestro que ponía esta clase de huevos, es decir, huevos
como cojones, pensé, pero no, en realidad dijo huevos como los de las aves y
los reptiles, huevos con un par, pensé, pero no, lo que dijo fue huevos con
cáscara. Una cáscara dura, y a partir de ahí surgieron tres linajes que se
desarrollaron sobre todo durante el mesozoico, hasta hace sesenta y cinco
millones de años, y entonces, como te digo, su linaje era el de los anápsidos,
que eran las tortugas, que es porque no tenía fenestras, no tenía agujeros en
la mandíbula, que hipotéticamente es, de los tres linajes, el que tiene menos
fuerza en las mandíbulas… Luego estaban los sinápsidos, que es porque tenían dos
fenestras, el cráneo, dos agujeros que se fusionaron y ahí fue donde se
insertaron los músculos, lo que los hacía evidentemente más potentes que las
tortugas. Fue este linaje, el de los sinápsidos, el que precisamente dio origen
a los mamíferos hacia finales del mesozoico. Bueno, no sé cuándo exactamente,
porque a finales del mesozoico también tuvo lugar la gran extinción. ¿La
nuestra? ¿La de nuestros alumnos? ¿La del ancestro común? Y luego, el tercer
linaje del mesozoico era el de los diápsidos. Este es de vital importancia,
dijo. ¿Por qué? pensé, pero no lo pregunté. Entonces, proseguía, la musculatura
se insertaba en esas fenestras generando unas mandíbulas muy potentes. De este
último linaje surgen un montón de historias. ¿Más? Entre otras cosas los
reptiles actuales, y también surge otra línea que son los dinosaurios… ¡Coño,
ahí están! Y a su vez, dentro de los dinosaurios aparecen varias líneas, y
dentro de una de estas están las aves. La historia de la vida es como un juego
de muñecas rusas. Las aves surgen más o menos en el cretácico. ¿Qué importa
unos cuantos millones de años hacia adelante o hacia atrás? Y bueno… a lo que
quería llegar. ¿Pero querías llegar a algún lado? Las aves y los mamíferos se
desarrollan principalmente en el cenozoico, que abarca desde hace sesenta y
cinco millones de años hasta la actualidad… Tengo hambre. Tengo ganas de quemar
el libro de Issac Asimov. Colgué.
XIV
En unos soportales al fondo de la plaza mayor se encontraba el Españolito.
Tomé asiento en la terraza, dejé mi maletín de profesor en la silla contigua y
eché un ojo a la carta. Efectivamente había dos tipos de menús, tal como me
habían indicado mis compañeras. El menú turístico costaba siete euros más que
el normal, éste incluía codillo asado como opción al segundo plato. El codillo
asado es un plato típico en toda Alemania. Seguramente constituiría el anzuelo
perfecto para los ojos de un alemán hambriento. Yo, que había vivido en
Alemania, debo reconocer que también estuve tentado a escoger el menú
turístico, pero desistí de ello tras mantener una breve conversación con el
camarero. Un individuo de origen rumano que hablaba español perfectamente, y
que me dijo que la cocinera era griega, y que no tenía comparación la musaca,
incluida en el menú convencional, con el asado. El rumano, un hombre menudo y
alargado, de unos cincuenta años, con el pelo entrecano y lacio, frente
arrugada y ojos redondos de un color gris ciénaga, con el resto de facciones
inescrutables a causa del bozal, me aconsejó también que pidiera cuscús de
primero, que lo preparaba el ayudante de cocina de nacionalidad marroquí. Eché
un ojo al resto de los platos y asombrosamente descubrí que no había uno solo
que fuera español. Miré en dirección al local, y no se podían albergar dudas,
estaba en el sitio correcto: un cartel gravado con letras de hierro góticas
encabezaba el dintel de las puertas del establecimiento: Españolito.
Pedí fuego al rumano y me respondió que ya no fumaba. Le pedí una copa de
manzanilla mientras me decantaba por lo que iba a comer. En la esquina había
otro camarero fumando. Le pedí fuego y me respondió afirmativamente. Cuando le
devolví el mechero me dijo: grache mile. Le observé: tenía el pelo
moreno peinado a lo cepillo, piel bronceada y ojos de color miel. ¿Italiano? pregunté.
No, siciliano, me dijo. Volví a mi sitio replanteándome el sentido de todo
aquello. Desbloqueé el teléfono y mandé un par de WhatsApp a mi mujer
exponiéndole la situación. Después de un intercambio de emoticonos cariñosos nos
despedimos. El rumano apareció con la copa de manzanilla y preguntó qué quería
comer. Creo que voy a pedir el cuscús y la musaca. Perfecto. Buena elección. Le
pregunté por el postre. Me recomendó helado frito. ¿Helado frito? Sí, muy
bueno, dijo. ¿Pero eso no es típico de china? Sí, el señor Tzu, el jefe, es
chino, contestó el rumano. Cuando terminé de comer pedí un café con leche, creo
que lo único verdaderamente español. A la hora de pagar se acercó el señor Tzu.
Hablaba muy rápido, prolongando las últimas sílabas de cada palabra como si
fuera de Badajoz. ¿Comido bieeeennn?. Está tratando de mimetizarse con la
tierra. Pero está cometiendo un gravísimo error. Los belloteros del sur no
hablan como los mangurrinos del norte. Si yo emprendiera un negocio en tierra
extranjera trataría al menos de conocer los matices característicos del habla
de la región. Me estaba poniendo furioso el chino. Los ojos negros y rasgados
desprendían un brillo siniestro, como la hoja de una cuchilla de afeitar.
Estaba todo muy rico, respondí. Ah, me alegro que rico-rico… ¿Pá eso estamo
noooo? Se ríe y me enseña los dientes. Yo no zoy da-quí. Me dice no-no a través
de gestos por si no me hubiera enterado todavía. No-no con la manita. Provengo
del otro lao del rio Huai. Lejo, lejo. Yo solo sé que en china hay un río
amarillo, pero me cuesta creerlo. El chino se ríe y se inclina hacia la mesa en
actitud servicial. No amarillo el río. Se palpa el antebrazo con los dedos. No
como esto, no. Después dice: ¡Ehhh! ¡Yo muy lejo ehhhh!¡China! Yo comprar ¿Nooooo..?
a viejos extremeños. Yo querer hacer comida internacional en españolito. Yo
oportunidades a la gente. Pero no solo de china ¡ehhh!. Yo hago migas. ¿Migas, ehhh?.
Sí, sí. Muy ricas las migas, seguro. ¿Quiere migaaaa? No, gracias. Después el
chino se despide cordialmente y desapareció en el interior del establecimiento.
Me bebí el café con leche y dejé un par de euros de propina. El rumano me dio
las gracias. El señor Tzu, me dijo, es muy buena persona. El señor Tzu está
reactivando la economía de la ciudad. No sólo tiene este restaurante: El Gema,
La Dehesa, Los Cigüeños y un par de bazares, los más grandes de la ciudad,
también son suyos. No importa que no tengamos papeles, él nos da trabajo y nos
deja dormir en el local. A veces hay falta de espacio, pero cualquier cosa es
mejor que nada. Cualquier cosa es mejor que el frío. La cocinera Anastasia y yo
trabamos amistad desde el principio. Los dos dormimos en la alacena, entre las berenjenas
para musaca, y allí jugamos al ajedrez. En alguna ocasión invitamos también al
marroquí y al siciliano, y la mujer de Tzu nos prepara té calentito mientras
echamos una partida de cartas. Formáis una hermosa familia internacional en el
españolito. El señor Tzu es nuestro gran padre oriental, si no fuera por él yo
estaría en la calle, estaría pasando frío, y ahora, sin embargo, vivo en una
alacena rodeado de la mejor compañía. Aquí, le dije al camarero, existe un
dicho para este tipo de situaciones: en tiempos de guerra, cualquier agujero es
una trinchera. El rumano se sonrió, aunque no sé si llegó alcanzar el verdadero
significado de mis palabras. Después agarró la moneda de dos euros y la hizo discurrir
hábilmente entre sus dedos hasta guardársela en un bolsillo del delantal. Algún
día abriré mi propio restaurante, y cuando en las noches cacereñas el frío de
las Hurdes descienda hasta la llanura… Izando su enorme mano como si estuviera
visualizando el futuro nombre de su negocio en el horizonte, dijo: todos los chinos
entrarán encantados al CIORBA Y PALINKA.
XV
Como no tenía internet en el hostal, el director me propuso
asistir de forma telemática a las juntas de evaluación desde su despacho,
provisto de calefacción. El IES está vacío. La cafetería cerrada, pero en mi
despacho estarás a tus anchas. Tengo un sofá, esto me lo dijo casi en susurros,
donde podrás dormirte si quieres. Una vez instalado en el despacho del director,
me dejé llevar por la vanagloriosa sensación de que en pocas semanas había
ascendido profesionalmente hasta el punto de trabajar desde el mismísimo
escritorio de la sala de dirección. Encendí el ordenador y me conecté a la
sesión. Apagué el micro y la cámara y crucé las piernas sobre la mesa del
despacho. Pensé en la casta de profesores hastiados de su trabajo. Pensé en los
profesores quemados de su profesión. ¿Cómo puede alguien quejarse de un trabajo
como éste? Quizás las generaciones anteriores de profesores habían empezado
demasiado pronto a trabajar como docentes. Quizás no sepan lo que es irse al
extranjero y trabajar dieciséis horas al día fregando platos o repartiendo
comida. No se han cortado las manos en las viñas del sur de Francia, no se han
manchado de barro hasta la cintura ni tampoco han conocido la lluvia y el frío
que erosiona los huesos tras doce horas a la intemperie en tu puesto de
trabajo. No han estado bajo las órdenes de un vulgar obrero de Móstoles dándote
voces nueve horas al día mientras cargas un centenar de garrafas de aceite. No
saben lo que es trabajar a comisión vendiendo tickets de viaje doce horas al día
en el puerto de Sliema bajo el implacable sol del mediterráneo. Mientras el
tutor hablaba y se detenía media hora en cada alumno, analizando el contexto
familiar de cada uno en pos de encontrar una posible justificación de aprobado
por parte de la generosa mano del profesor de matemáticas aún a sabiendas de
que el alumno no había trabajado absolutamente nada por su cuenta, yo me
dedicaba a corregir exhaustivamente, armado con la paciencia de un grafólogo,
los disparates que escribían mis alumnos: comenzaré comenzando con Platón, que
pertenecía al mundo de los sabios, dice uno. Segundo de bachillerato. Las cosas
según el pensamiento clásico de Parménides son, no son, semi son. El ser para
Parménides es como una pelota de baloncesto. Esta última me confesó que le
encantaba la filosofía y que se la iba a preparar para las pruebas de acceso…
Heráclito se quedó ciego de tanto mirar al fuego de la verdad. Kant dice que si
no devuelves el cambio al mercader está mal. Solo las acciones morales son morales.
Kant habla de lo que está bien y está mal. Nietzsche dice que hay moral buena y
moral mala. Según este distinguido autor alemán Nietz… no sé qué… tienes que
ser ateo. Un ejemplo de injusticia aristotélica es como cuando uno no lleva
mascarilla. Solución: que se la ponga. etc. etc. Al final ya no leía nada, sólo
buscaba las palabras clave que podrían respaldar mi incesante subida de notas.
Vamos a inflar las notas hasta que reviente el sistema educativo. 98% de suspensos
en las posteriores pruebas de acceso a la universidad. Los rostros descubiertos
de los profesores a través de la pantalla no podrían ser más inverosímiles. La
tutora de primero de bachillerato C, tenía cara de cernícalo. Agustín, de
historia, padecía de vitíligo. Obdulia, de ciencias naturales, labio viperino.
No hice una sola intervención. No comuniqué absolutamente nada. No quise avivar
las llamas de la discusión en torno a los principios pedagógicos que impulsan
el aprobado indistinto de los alumnos. Nuestro sistema educativo no valora el
talento, no admira la distinción, todos debemos ser igualmente mediocres. Pensé
en mi amigo Ricardo. Pensé en una guerra de trincheras. Pensé en los médicos
del futuro. Pensé en cómo me cortaría el pelo uno de mis alumnos. Pensé en
follar con mi mujer sobre el escritorio o en los baños del instituto. Cuatro
horas después activé el micrófono para despedirme de mis compañeros, agarré mi
mochila y me fui a nadar a la piscina climatizada del centro deportivo.
XVI
Hacía mucho frío durante las noches plasencianas. A menudo caía
una fina ráfaga de aguanieve. Este tipo de lluvia es especialmente molesta, te
va calando poco a poco, sin que te percates, hasta que lentamente va
traspasando las diversas capas de abrigo y notas como te muerde en los huesos. Faltaban
dos días para que nos dieran las vacaciones de navidad. La mayoría de los
alumnos ya no acudían a clase, pero siempre quedan algunos esquiroles. Mi
teoría es que no los quieren en casa, pero yo tampoco los quiero en clase. A algunos
les he enseñado a jugar al Diccionario y ya casi me dejan en paz. De vez
en cuando me preguntan si pueden ir al baño o sentarse con algún compañero. Las
normas de higiene actuales no lo permiten, pero yo siempre he sido un
anarquista convencido. Pero ni dejándoles hacer lo que les dé la gana callan un
poco. Siento que esta última semana mis funciones en la docencia han
desembocado en las de una guardería. A veces me siento inspirado y les aliento
a que trasgredan las normas de higiene. Si no son ellos quienes protestan y
derrumban el sistema nadie lo hará. Les hablo del fraude de las universidades.
Después de la educación secundaria todo es un sacaperras. Pero sólo después de
la universidad es cuando te das cuenta de que no vales nada, que eres una pieza
más en toda la maquinaria estatal. La situación actual es realmente desesperada
para todos, pero ellos lo tendrán mucho peor, es posible que ni si quiera
conozcan lo único realmente bueno de la universidad. En la universidad también
aprendes a conocerte como adulto, a entablar conversaciones más o menos
trascendentales, a follar, a cocinar, y a valerte por ti mismo. Hoy en día, los
estudiantes que se marcharon a estudiar fuera han regresado a sus casas. Todo
lo que nos permitían a nosotros está totalmente vetado para ellos. Poco a poco
sus cuerpos irán tornándose más redondos, como animales domésticos que ven
trascurrir los días de su vida sin ninguna expectativa, animales que solo
necesitan comer y dormir y un lugar donde poder hacerlo tranquilamente. Esto es
lo que realmente significa ser nihilista, o post-nihilista, o meta-nihilista, o
generación Z.
XVII
La calle de los vinos cortaba perpendicularmente con la calle
talavera. Se trataba de una calle sombría y sin asfaltar, angosta y alargada como
un paso de montaña. Cada cien metros, unos tenues farolillos alumbraban el
camino colgando de unas paredes de cal agrietadas y ennegrecidas por la
humedad. Pasé de largo el Underground, que estaba cerrado, y en el
escaparate de una tienda chapada contemplé mi imagen reflejada sobre el
cristal. Llevaba puesto mi sombrero soviético, mi denso forro polar y mi
chándal gris de algodón. Unos metros más adelante di con las puertas del Trébol.
Un par de mesas altas con sus respectivos taburetes custodiaban las puertas
del establecimiento. Sobre el dintel del local estaba inscrito el nombre
con luces de neón. Entrar allí era como penetrar en la senda lúgubre del
averno. Rodeando la barra había varios hombres de aspecto lóbrego que
contemplaban ensimismados el fondo vacío de sus tubos. Entre ellos una chica
joven, delgadísima, con el semblante pálido como la cera. Los ojos negros y
redondos fijados sobre la pantalla del móvil. Al fondo de un estrecho pasillo
se encontraban los aseos y junto a estos una diana de dardos. La máquina de
tabaco estaba a la izquierda nada más entrar por la puerta. La barra no tenía
grifo, así que pedí un tercio de cerveza y cambio para el tabaco. El camarero,
un anciano con aspecto de pirata trasnochado, quería seguir reproduciendo a
Wagner, mientras que su hijo, de unos treinta y cinco años, disfrazado de punki,
quería escuchar a los Viagra Boys, un grupo de postpunk danés. Las paredes del
establecimiento estaban forradas de fotografías donde aparecían diversas
personas que frecuentaban el bar en tiempos prepandémicos. Entre ellos
distinguí al cantante de Extremoduro, que estaba tirado en el suelo sobre un
charco de vómito. En la esquina inferior derecha de algunas fotografías aparecía
la fecha en la que se habían tomado. En cierta manera me recordó a una orla escolar,
porque en realidad siempre he pensado que los bares constituyen las nuevas guarderías
de adultos. En una foto realizada en el dos mil seis se encontraba, para mi
asombro, el profesor Neila. A Neila sólo le había visto una vez, en la sala de
profesores, durante una breve entrevista en la que accedió a prestarme su
propio material. Neila tenía el aspecto de un exbatería de un grupo de Rock, de
constitución delgada y rasgos marcados, con el pelo canoso y liso que le
llegaba hasta los hombros. Abrazado a Neila, se encontraba otro individuo
visiblemente más joven, pero con aspecto más demacrado. Tenía el pelo negro y
rizado y unas ojeras de no dormir en tres días. ¿Sería su hermano? Cogí el
tercio y salí a fuera con el pitillo pendiente de los labios. Me senté en un
taburete junto a una mesa y me dediqué a fumar mientras observaba la calle
vacía. Al rato salió la chica y se sentó a menos de un metro de distancia,
junto a la otra mesa. Al principio no hablamos. Ella seguía enganchada al
móvil, y de vez en cuando deslizaba su dedo pulgar por la pantalla. Finalmente,
fue ella la que inició la conversación. Primero me preguntó de dónde era y a
qué me dedicaba. Yo le respondí que venía de Madrid y que trabajaba como
profesor de filosofía. Pareció un poco sorprendida. Después, no sé por qué,
comenzó hablarme de la mecánica cuántica. La primera parte de la conversación
giró en torno al principio de indeterminación, la segunda ley de la
termodinámica, el diablillo de Maxwell y el gato de Schrödinger. A ti como
filósofo te interesará saber que la supuesta realidad objetiva, no es más que
la reconstrucción subjetiva confeccionada a base de algoritmos. Yo no supe qué
responder a eso, lo cierto es que pensé que iba a tener otro tipo de
conversación, después de las juntas de evaluación sólo quería beber cerveza y
relajarme, no hablar de mecánica cuántica. Por llevar la conversación a mi terreno,
le dije que la mecánica cuántica se encontraba actualmente en la misma
encrucijada en la que se vio envuelta la filosofía clásica tras la disyuntiva
entre Heráclito y Parménides. Ella asintió afirmativamente. Yo opino, decía,
que todo son energías. Pues sí que cambia rápido de conversación, tan pronto
pasa de la ciencia a la filosofía como de la filosofía al espiritismo. Le
pregunté entonces qué había estudiado. Bellas artes, dijo. Ahora me encaja
todo. Después siguió con el rollo de las energías, algo que generalmente me
resulta bastante impreciso. Está bien pensar que existen energías, eso es algo
evidente, pero cuando tras un discurso superficial se descubre que el verdadero
núcleo del asunto son las putas energías de siempre… En fin. El amor, seguía
diciéndome, es la energía que lo une todo. Por el contrario, el odio, es la que
las separa. Eso lo dijo Empédocles, respondí. Pues claro que lo dijo
Empédocles, yo soy empedocliana radical. No sabía que existía esa
corriente de pensamiento. El amor y el odio insuflan nuestro espíritu para
crear la más hermosa armonía. Me excusé para pedir otra cerveza. Siempre
atraigo a los raritos. Al regresar a mi sitio me preguntó si podía leerme sus
frases. ¿Qué frases? Las frases que escribo en mi móvil. ¿Por qué siempre me
acaba leyendo sus cosas la gente? Me planteé la situación como un verdadero docente:
frente a mí tenía algún tipo de alumna con necesidades especiales de la que
debía extraer toda la jugosidad de su sabiduría. Consentí afirmando con la
cabeza. Observé como una sonrisa pintada de negro se dibujaba en su rostro enfermizo.
Leyó: solo de nuestra voluntad más sincera podrá lograrse la armonía. Todo
el universo es una curva en la que acaban conectando el amor y la locura.
Tuve que contenerme para no soltar una carcajada. Es muy interesante. Los
aforismos son una forma simple de expresar algo muy complejo. Ella no contestó.
Ahora parecía empecinada en leerme más cosas. ¡Para que habré destapado la caja
de pandora! Sus labios volvieron a la carga, moviéndose lentamente, y antes de
que el primer sonido emanara de su boca y yo me viera arrastrado de forma
irremediable a convertirme en un eterno receptor pasivo, emergió de las
tinieblas del antro el hombre disfrazado de punk cuyo semblante se parecía al
de un ángel exterminador, que con su sola presencia contuviera cual ráfaga
helada el prometedor discurso de mi alumna. Entonces se prendió un cigarrillo
de liar, y como si yo constituyera una amenaza, me dio la espalda para encarar
directamente a la chica, nuevamente cabizbaja frente a su pantalla. ¿Tú qué?
¿Te viene? El viejo ya ha dicho que cierra y yo me la piro pá casa. Ademá aquí
no hay ná ya pá hacé. Así que tú verá… La chica metió el móvil en su bolso y se
despidió de mí con una expresión que reflejaba cierta timidez, como si se
avergonzara de su compañero. Me dijo que se llamaba Alma y que le había gustado
la conversación. ¿Qué conversación? A mí también. Encantado, Alma, dije. Volví
al bar a por otra cerveza y salí a fuera.
XVIII
Al rato apareció por la puerta un hombre de gran envergadura,
ataviado con una larga gabardina de color gris militar y un gorrito de lana. Señaló
con su dedo índice al taburete vacío adyacente a la mesa. Adelante, dije. Él se
sentó y me ofreció un cigarrillo. Acepté. Fumamos en silencio. El humo de sendos
cigarros se mezclaba en la atmósfera fría de la noche elevándose hacia las
luces de neón. Al fondo de la calle se aproximaba una mujer escuálida que en
vez de andar parecía arrastrarse. El pelo negro y sucio le cubría los ojos. Los
brazos, delgados como juncos, se retorcían sobre su pecho como garritas de tiranosaurio.
Hablaba para sí en voz alta o maldecía para sus adentros. Cuando nos vio, si es
que podía ver algo aquella criatura venida del inframundo, se acercó a
nosotros. Con un tono lamentoso nos preguntó si podíamos prestarle unos
céntimos. La dentadura podrida casi sin dientes. Los labios secos y agrietados. Pellejo arrugado
de tono amarillento cosido a ras del cráneo. Un par de diminutos puntos
brillantes iluminaban la hueca hendidura de sus cuencas. Lo siento mucho, dije.
Y volqué el monedero de la cartera sobre la rasa superficie. ¿Lo ves? Ya
prácticamente no manejo efectivo. Entonces la inquisitiva mirada de la calavera
buscó el rostro afable de mi acompañante. Mi niña, dijo, yo no tengo nada. La
mirada polifémica de la mujer se posó ante la copa de JB del hombre y después
sobre los paquetes de tabaco desperdigados en la mesa. La mujer volvió a
irrumpir suplicante que le prestáramos algo, que había perdido la cartera y que
si no cogía el autobús que pasaba en veinte minutos se quedaría tirada en la
calle. Yo le dije que sólo podía ofrecerle un cigarrillo. Invitarla a un trago,
pero nada más. El hombre se alzó de hombros. No podemos ayudarte, lo siento,
dijo. La mujer nos miró una última vez y se perdió al fondo de la calle de los
vinos. Me los conozco yo bien, dijo el hombre. Acuden desde cualquier punto
cardinal de la península. Luego se pinchan en San Lázaro. Después merodean por
el centro de la ciudad y pretenden dar lástima, pero allí en San Lázaro se
muestran cómo son realmente. Una vez fui a pillar allí un poco de costo y uno
me abordó por detrás pinchándome con la punta de su navaja. Por cierto, soy
Willy, y me tendió la mano. Se la estreché. Encantado Willy, dije. La mitad de
su rostro permanecía en la penumbra. Frente arrugada. Tendría más años que mi
padre aquel hombre. La nariz aguileña y poblada de un robusto e hirsuto bigote.
En determinado ángulo, las lentes de sus gafas se tornaban de color verde
cuando la luz se proyectaba sobre ellas. Un reptiliano el tal Willy. Me
preguntó que a qué me dedicaba. Le conté mi historia. Yo conozco a Neila. Solía
venir mucho por aquí antes de lo de su hermano. Luego me dijo que era de
Cáceres, pero que llevaba cuatro años en Plasencia trabajando de cocinero en
una residencia para retrasados mentales. Me contó que en su juventud había sido
peluquero. Me contó que se había pasado media vida tomando tripis y bebiendo
cerveza. Ahora no tomaba tripis ni bebía cerveza, sólo JB con Coca-Cola. Hablamos
de los pocos bares de ocio nocturno que quedaban en Cáceres y de que la mayoría
había cerrado por la pandemia. Después hablamos de técnicas de cocina. Si le
echas un par de clavos a las alubias evitas los gases. Sin este remedio los
residentes se lo hacen encima. Si le echas calabaza en lugar de patata quedan
mucho mejor las lentejas. Con un aliño de mostaza y miel la ensalada de naranja
se convierte en un plato de alta cocina. Me mostró fotos en su móvil sobre sus elaboraciones
gastronómicas. Después me dijo que había sufrido acoso laboral. Desde entonces
soy el administrador y fundador de la plataforma CEALDE. ¿De qué? pregunté
intrigado. Plataforma Contra el acoso laboral de Extremadura. Cada vez somos
más adeptos. ¿Y cómo sabes cuándo están acosando a alguien? Es muy sencillo, lo
primero que pido es que el acosado se haga un test Burnout. ¿Un qué? Sí,
es para comprobar si el interesado no padece en realidad el síndrome del
quemado. ¿Pero también eres psicólogo o qué? No, no soy Psicólogo. Solo a mis
cincuenta y nueve años me he dado cuenta de la importancia de esta disciplina.
Llevo leídos cientos de libros sobre psicología. Según esta disciplina todo se encuentra
en el cerebro, o más bien dentro del cerebro. En la glándula pituitaria en
concreto. La glándula pineal. Meditaciones metafísicas. Descartes. Pero solo lo
pensé. Al menos este tipo parte de una base más materialista, y si no más
materialista si al menos más concreta. Energías. Energías. Alma. Glándula
pituitaria. ¿Lecciones de psicología o
de anatomía básica? Sin tabique nasal. Speed. ¿Tendrá speed? Un cigarrillo y
otra cerveza. ¿Y qué autores has leído? He leído por ejemplo a… bueno… no me
acuerdo del autor. ¿Un título? dime alguna obra. Willy me mira. ¡Joder! No me
acuerdo del autor. Posa la mano sobre su frente en actitud reflexiva. Las lentes
de color verde y una sonrisa de satisfacción: ¡Una psicología real! ¿Lo
conoces? Ni idea. Bueno, según este autor todo está en dicha glándula. Si
fuéramos capaces de encontrarla, de examinarla. Un carnicero abriendo un
corazón de vaca sobre la encimera ensangrentada. En ese caso podríamos
descubrir el verdadero sentido de todo… Volvimos a pedir. Volvimos a fumar. Pero
tampoco sabemos si esa glándula existe. No es más que una hipótesis. En
cualquier caso, me cortó Willy, lo interesante es no confundir el acoso real
con uno de sus síndromes. La plataforma CEALDE se toma muy en serio los
procedimientos. Hay trabajadores que están quemados. De ahí la necesidad de
hacer el test antes de contemplar un caso de acoso laboral. Esta es la
circunstancia de mi compañera Celia. Sospecho que nadie acosa a Celia. ¿Y si la
acosas tú? He hablado con mis compañeros, les he observado en secreto. No hay nada
fuera de lo común. Pero Celia dice que le acosan. Entonces le dije a Celia que
se hiciera el test. Te has preguntado, Celia, le dije un día, ¿si te sientes al
borde del agotamiento? ¿Te has preguntado si trabajas demasiado? ¿Te has
preguntado de donde viene tu ansiedad? ¿Por qué te muerdes las uñas hasta
pillar la carne? ¿Crees, Celia, que el trabajo te inhibe como persona? Celia,
quizás llegues a casa y no puedas pensar en otra cosa que en cambiar sábanas.
Sábanas que en un principio fueron de color blanco y que, lamentablemente, día
tras día las tiñe inexorablemente el color sucio de la diarrea… ¿Te perturban
los retrasados mentales? ¿Tienes pesadillas con ellos? ¿Se meten en tus sueños,
Celia? ¿Las pisadas de gigante que retumban por el pasillo desinfectado de la
residencia? ¿Los charcos de baba? ¿Es eso lo que te priva el descanso, Celia?
Yo te aseguro, dijo Willy prendiéndose otro cigarrillo, que a Celia no le acosa
nadie. Además, me dijo, hace unos días Celia me entregó un sobre. Cuando fui a
abrirlo ella se puso histérica, me agarró fuerte de las manos y me hizo jurar
que no lo abriera hasta llegar a casa. ¿Y lo abriste? Naturalmente que lo hice,
pero cuando Celia ya no estaba. Pensé que sería la prueba manifiesta de su
acoso, pero me equivoqué. ¿Y qué coño era? Eran fotografías de OVNIS. ¿Y qué
hiciste? Celia está loca, dije. Dije: Celia es esquizofrénica. ¿Qué mostraban
las fotografías? Eran fotografías muy extrañas. Yo no juzgo a las personas.
Necesito hechos, pruebas. Una psicología real. Bien ¿entonces que hiciste con
las fotografías? ¿Pues qué iba a hacer? Corroborar. Aclarar. Contrastar. Probar
cuanta verdad había en esas fotos. Me cogí un tren en dirección a Madrid. En la
calle luna hay una tienda de comics. Eso en apariencia, claro. En realidad, se trata
de una tapadera. En la trastienda hay unas escaleras en forma de caracol que
conducen a un sótano. Allí entregué las fotografías a un doctor alemán
especialista en OVNIS. ¿Y bien, sacaste algo en claro? Todavía no, pero estoy a
la espera. Las pruebas ufológicas pueden demorar semanas, incluso meses.
¿Tienen que enviarlas escaneadas a una base clandestina ubicada en uno de los
satélites de Plutón? Pero que se den supuestos como los de Celia no tienen nada
de extraordinario. La plataforma CEALDE ha identificado muchos falsos casos de
acoso laboral. Imaginemos entonces la siguiente situación, uno de tus
compañeros ha dado negativo en el test de burnout. ¿Qué pasos sigue entonces la
plataforma CEALDE? Esta es la parte sin duda más laboriosa de la investigación.
Willy se pidió otro JB. Yo me pedí otra cerveza. Fumamos. El siguiente paso
consiste en realizar un estudio de comportamiento sociológico para identificar
si hay chupadores. ¿Chupadores? Chupadores, sí. Bebedores de almas, vampiros camuflados
en el mundo de las apariencias dispuestos a sorber tus energías, es decir, lo
que vienen siendo psicópatas integrados. Estos seres tienen apariencia de
humanos corrientes, de ahí el sobre nombre de integrados. Estos son los más
peligrosos de todos. ¿Los más peligrosos de los psicópatas? Sí. Existen
psicópatas de muchas tipologías. La mayoría no son en el fondo psicópatas, sino
maníacos. Un verdadero psicópata pasa desapercibido. Un verdadero psicópata no
mata directamente, únicamente te chupa, poco a poco, hasta que solo eres un
autómata errante. ¿Cómo esa yonki? Lo peor de todo es que no te das cuenta, es
más, comienzas por aceptar que todo es culpa tuya, o si no, lo achacas a una
depresión. Pero en el fondo estás siendo la víctima de uno de esos vampiros,
siempre acechando, siempre, entre las tinieblas, metiéndose hasta el fondo de
tu pituitaria… La boca de Willy se cerró formando un punto diminuto en la
comisura de sus labios, y el resplandor verde de sus lentes relampagueó una vez
más. ¿Y cómo discernir quién es un psicópata? Pregunté ostentando el cigarrillo
dándome aires de importancia. Willy carraspeó. Yo tosí. Eso es lo más fácil,
añadió. Vete a cualquier parque, y quién esté sentado en un banco de piernas
cruzadas fingiendo leer el periódico o mirando el móvil, pero que, en realidad,
esté observando de reojo a los niños que se columpian, ese, te digo ¡ese es un
auténtico psicópata! Quién se ríe de los problemas ajenos ¡también lo será!
Quien pasea distraído y se acerca a un carricoche, saluda y sonríe a la madre y
le da al niño un caramelo, y después le retuerce el moflete ¡ese también! Quien
a una embarazada le pregunta, por ejemplo ¿de cuánto estás? Y mientras palpa en
su bolsillo una minúscula cabeza de alfiler, y sonríe a la embarazada y la mira
como si la penetrase ¡ese es el más psicópata de todos! Quien no duerme también
es un psicópata. El marqués de Sade… ¡otro psicópata! Jesucristo ¡otro
psicópata! Todos los presidentes de Estados Unidos. La secretaria de tetas
operadas. La niña que aplasta caracoles de camino a su casa… ¡futura
psicópata...! Willy hizo una pausa para coger aliento. Está bien, me ha quedado
claro. El mundo es un lugar potencialmente psicópata. Y los hay que son
integrados. Y los hay que son integrales. Y los hay que son de libro. Y de
cuento. Y de cine. Y de risa. Y también principiantes, y experimentados. Y hay
psicópatas en todas las razas, y de todos los géneros, y el niño que nace de un
hombre que antaño fue mujer y ahora se atiborra de hormonas para que le salga
barba y el pecho se le cubra de bello… ¡ese fruto indeseado de la especie será
un chupasangre de manual! También hay vampiros del alma maricas. Sin embargo,
los psicópatas sobre los que hacen documentales, los que son noticia, los que
de alguna forma han alcanzado la fama eterna por sus aberrantes crímenes, esos
son psicópatas de segunda categoría. Psicópatas de revista. De modelo. Una
mezcla de psicópata y paparazzi amarillo. Y a los actores que interpretan a
esas sanguijuelas les llamo yo psicópatas de simulacro… Los huelo con mi
pituitaria, o con mi sexto sentido, o con el séptimo, o con lo que los indios
llaman el tercer ojo. Un agente fundador de la plataforma CEALDE es lo mínimo
que puede hacer. Eso mismo creo yo, Willy. El canto de las Valquirias sonaba a
todo volumen dentro del Trébol, señal de que el bar cerraba sus puertas
por aquella noche. Me despedí afectuosamente de Willy y llegué al hostal a
trompicones. Me desnudé. Mandé un mensaje de buenas noches a mi mujer y encendí
la televisión.
XIX
En el canal de Extremadura emitían una película española de mil novecientos
ochenta: El hombre de antifaz. El origen. La película en sí ya estaba
empezada, pero eso no impidió que pudiera reconstruir el argumento desde el
principio: Un hombre a punto de jubilarse tiene una ferretería en Carabanchel.
Regenta el negocio desde hace unos treinta años y durante todo este tiempo ha
sufrido multitud de atracos. Un día, harto ya de esta situación, decide pasar
de ser la víctima al agresor, así que para evitar que se le reconozca se
incorpora un antifaz que recuerda a un gato con barba o a un híbrido entre un
mapache y Karl Marx. Armado con una palanca patrulla cada noche las peligrosas
calles de Carabanchel golpeando a prostitutas y borrachos. Una noche, durante
una de sus arriesgadas misiones, le da un ataque al corazón y muere
repentinamente. A la mañana siguiente, unos periodistas fotografían el cadáver del
anciano y unas horas más tarde pasa a encabezar los titulares de todos los
periódicos del país: NO ESTAMOS SOLOS. ESPAÑA EMBAJADA MUNDIAL DE
EXTRATERRESTRES. ¿CAUSA DE LA MUERTE? DESCONOCIDA. ¿MOTIVO DE LA VISITA?
SECRETO DE ESTADO. Unas horas más tarde se desmiente el hallazgo, Roberto, el
joven ayudante de la ferretería, ha testificado frente a las instituciones
forenses quién era realmente el fallecido. Esa misma tarde, los periódicos
anuncian: DE EXTRATERRESTRE A HÉRORE DE LAS CALLES ¿QUIÉN PODRÍA CREERLO?
Roberto traspasará el negocio y venderá por un millón de dólares el diario de
su jefe a la franquicia Marvel, inspirando las futuras películas del hombre
murciélago.
XX
A la mañana siguiente, el último día antes de las vacaciones, me
reuní en la cafetería del centro con Ignacio, San, Marisa, María Josefa y demás
integrantes del equipo docente. Hablamos de cómo se presentaban estas navidades
tan extrañas. Las normas de prevención dictadas por el gobierno no eran las
mismas en cada comunidad autónoma. En Extremadura y en Castilla y León, el
número de acompañantes a la mesa era notablemente inferior al que permitían en
Madrid. Tampoco estaba claro si podías desplazarte de una comunidad a otra. En
todos los grupos de WhatsApp circulaban un sinfín de bromas al respecto.
¿Cuándo te quitas la mascarilla? ¿Le practicas un agujero central y te metes
toda la cena con la ayuda de un embudo? ¿Tienes que desinfectarte las manos por
cada uva que ingieras? ¿Está prohibido reírte por si el virus salta de un
comensal a otro? ¿Encerramos a las abuelas en otra habitación? ¿Qué hay de los
chistes del cuñado? Un chiste: ¿Qué le dice el césped al sol? Le dice: no me
calientes que me hago una paja. ¿Tienen que ser chistes tan malos? ¿Mejor un
chiste malo y corto que uno bueno e interminable? ¿Se contagia así menos la
covid-19? Por otro lado, a través del ministerio de sanidad, la televisión
pública lanza anuncios que bien podrían formar parte de una nueva vanguardia
del absurdo. Una familia feliz. Bueno, más bien un tercio o menos de una
familia feliz reciben con las puertas abiertas de su casa al resto de
invitados. Preferiblemente familiares antes que amigos, no vaya a ser que… Y en
la casa contigua otra familia diezmada les saluda con los bozales incorporados
a modo de respeto. Ellos también esperan a medio familiar o a un tercio de
amigo. Después los créditos con el eslogan del luto y la bandera de España: El
mejor regalo es cuidarnos. Yo hubiera preferido que se mataran entre ellos, que
por una vez en la vida les estuviera permitido emprender una cruenta batalla a
muerte entre las familias, y después: ¿Te gusta conducir? o ¿No es el día
perfecto para fumarte un Marlboro?. Ignacio se pone a dar saltitos como cuando
se lanzó en paracaídas. San bromea con otro profesor que no conozco. María
Josefa contempla con lascivia a su inseparable y fiel jefa del departamento. Yo
estoy sentado en un taburete frente a la barra un poco al margen de todo. Desde
hace unos días solo pienso en entrar por la puerta de mi casa y follarme a mi
mujer. O que mi mujer me folle nada más entre por la puerta de mi casa. Entonces
se aproximan junto a mí dos alumnas. Una quiere entregarme un retrato. La misma
que me hacía dibujos en el examen porque si no es incapaz de que le salga nada
de la cabeza, según me dijo. La otra se quejó de que no le hubiera puesto un
diez en vez de un nueve. Me hubiera encantado explicarle que su examen lo
habría hecho mejor un simio sin extremidades. Estuvimos charlando sobre su futuro,
pero ¿qué futuro? Después me colmaron de elogios, pero entre risas, les dije
que las notas eran inamovibles. Aquella tarde me hinché a buñuelos con chocolate
en la plaza. Luego entré en una tienda del centro especializada en productos
extremeños y compré unos paquetes de jamón, lomo, salchichón y una torta del
casar. Dicen que es uno de los mejores quesos del mundo. Un queso que no cuajó
bien y que al abrirlo despide un olor a pies de los mil demonios. Aunque otros
dicen que no es olor a pies, sino a los restos de zurraspa que el quesero
imprimió con su mano tras mal limpiarse con unas pajas del campo después de un
apretón. Esta misma noche cenaré en casa de mi suegra. ¡Aguanta! ¡Aguanta! habrá
pavo asado como plato principal. No te lo comas todo antes de llegar. 24 de
diciembre. Las luces adornan las avenidas. Los comercios se llenan. Pero está
prohibido cantar. Está prohibido reunirse. Todo tiene que estar cerrado antes
de las seis de la tarde. Después fui al hostal y recogí mis cosas. Dejé las
llaves en el buzón y me escabullí sigilosamente por la puerta, pues no deseaba
que la desmesurada cortesía de la regenta me hiciera perder el tren. Me dirigí
a la estación a pie cargando con el equipaje y aterido de frío.
XXI
Los espacios diáfanos de la estación en ruinas no resultaban ser
un buen aliado para contener al frío. En la cabina de recepción había un cartel
que rezaba:
¡VUELVO YA!
¿Qué cojones querrá decir eso? Me froté las manos. Eché vaho
sobre la cristalera y lo despejé con la manga de mi abrigo para ver en su
interior. Nada. ¡Vuelvo ya! En fin. Insuflé calor con mi aliento a mis manos
congeladas. No había nadie en los andenes ni en las banquetas. El viento
silbaba entre los raíles como lengua de serpiente. Consulté la hora y busqué
refugio en alguna cafetería de las proximidades. No recuerdo el nombre de la
cafetería, pero sí que estaba a unos pocos minutos de la estación, escondida
entre naves de grandes almacenes, perdida en la periferia de la ciudad. El
establecimiento, visto desde fuera, no podía resultar más cutre. Visto desde
dentro: sórdido, si no grotesco o inmundo. Tras la barra precintada una imagen
panorámica de la ciudad de Manhattan. Una camarera, con el pelo recogido en un
moño, barría con insistencia bajo los mostradores como si hubiera un nido de
cucarachas. En una esquina había un alcohólico escuchimizado inyectando monedas
a la máquina tragaperras. La máquina, además de tragarse las monedas, emitía
una serie de ruidos marcianos como agradecimiento. Al fondo había sentado otro
hombre de aspecto desaliñado y sucio, tan gordo que su culo caía hacia ambos
lados del asiento. Sorbía un café mientras ojeaba una revista pornográfica. Ambos
intercambiamos unas miradas. Sobre la mesa, a su izquierda, reposaba un maletín
de piel. De tanto en tanto hacía tamborilear sus dedos sobre la superficie de
cuero. Inspeccioné a un metro y medio de distancia el contenido de las bandejas
de los mostradores. ¿Qué quieres niño? me preguntó la mujer, sudando, con las
manos aferradas al mango de la escoba. Para beber un café con leche. La mujer
se volteó rápidamente hacia la máquina. ¡No me calientes la leche! del tiempo
está bien, insistí. Continué mirando la comida. ¿Qué es esto? pregunté
señalando con mi índice. La mujer se viró. Rabo, dijo. ¿Y esto? Carne con
tomate. ¿De cerdo? De cerdo, sí. ¿Y esto? La mujer suspiró. Volvió a la barra y
me entregó el café con leche. Eso es criadilla. Ah. ¿Y esto? La mujer me lanzó
una mirada inquisitiva y agarró nuevamente la escoba. Eso son sesos. ¡Oh! entonces
una tapita de sesos. Tienen un aspecto repugnante. No sé por qué coño pedí esa
bazofia. ¡Muy ricos! dijo la mujer. Me sirvió aquella cosa gelatinosa en un
cuenco de cerámica. Que los disfrutes. No sé si lo dijo irónicamente. En ese
instante imaginé a la mujer extrayendo los sesos de su marido y depositándolos
en aquella bandeja con una sonrisa malévola. Me senté frente al hombre de la
revista. El televisor, al fondo, estaba encendido. No escuchaba nada a
consecuencia de los ruidos de la máquina tragaperras y los porrazos que le
propiciaba el hombrecillo cabreado. ¿Puede subir el volumen? En la dos daban un
documental llamado Los amantes de Rontenburgo. Finales de los noventa,
Alemania. Un ingeniero informático navega obstinado por la Deep Web en busca de
algún voluntario que se ofrezca para ser su cena. Durante un tiempo chatea con posibles
candidatos simulando siniestros juegos sexuales, como, por ejemplo, etiquetar
las partes del cuerpo que el ingeniero se va a comer primero. Sin embargo, todo
queda en algo meramente anecdótico. No obstante, una noche contacta con otro
individuo que se le presenta bajo el interrogante de: ¿quieres que sea tu cena?
Se trata de un importante ejecutivo de berlín que desea experimentar el dolor
absoluto. Sin dar crédito de su descubrimiento, el ingeniero contacta
rápidamente con él y comienzan a emprender, durante las próximas semanas,
extensas conversaciones sobre cómo satisfacer las fantasías de ambos. Los dos
congenian en lo que parece ser una perfecta alianza diabólica. En una de las
conversaciones, el ejecutivo exige al ingeniero que éste le seccione el pene y
se lo coma delante de él. Además, insiste, debe estar consciente durante todo
el proceso. En los días sucesivos, acuerdan quedar en una estación de tren en
las proximidades de Rontenburgo, a donde el ingeniero se dirige en coche para
recoger su comida. Durante el viaje a la casa del ingeniero, éste expresa sus
dudas con respecto a la fantasía que están a punto de realizar, y le propone a
su colega comprar calmantes y un medicamento para la tos, a lo cual, el
ejecutivo responde negativamente y le recrimina que no sea capaz de cumplir lo
acordado. Ya en la casa, y tras practicar relaciones sexuales, el ejecutivo se
pone nervioso y suplica al ingeniero que le corte el pene y se lo coma de una
maldita vez. Después de varios intentos, el ingeniero secciona el pene de su
acompañante y lo blanquea en una olla hirviendo para después pasarlo por la
sartén. El pene se empequeñece y arruga hasta ser totalmente incomestible. Entre
tanto, el ejecutivo, mientras se desangra, se lamenta de no haber sentido más
dolor. El ingeniero lo sube al piso de arriba y lo introduce en una bañera
donde morirá horas más tarde. Después, el ingeniero colgará el cadáver de uno
de los ganchos para ganado que oculta en el sótano, y lo cortará en pedacitos
depositándolos escrupulosamente en el arcón. Seis meses después, tras un
minucioso registro en la vivienda del ingeniero, la policía federal alemana lo
detendrá por asesinato premeditado y canibalismo. No obstante, durante el
juicio, la única prueba inculpatoria de carácter físico que pudo aportar la
fiscalía fue el minúsculo pene del ejecutivo: un pellejo seco que el juez escrutó
con detenimiento hasta deliberar el tipo de castigo que recaería sobre el
acusado.
XXII
La repugnante ingesta de los sesos me provocó una forzosa
necesidad de ir al servicio. El baño no tenía pestillo. Taquicardia. Me cuesta
mucho hacer de vientre en lugares ajenos, más aún si estos carecen de pestillo.
Dos traumas del pasado han reforzado este bloqueo gastrointestinal que
experimento en tales situaciones. En una ocasión, cuando tenía quince años, me
estaba haciendo una paja en el cuarto de baño. Confiaba en que nadie, al
percatarse de que la puerta estaba cerrada y un hilo de luz discurría por la
rendija, entraría sin llamar antes. Escuché las pisadas de mi padre en el
pasillo, así como el inconfundible silbido que las acompaña. Demasiado excitado
como para detenerme, proseguí con mi tarea. Justo en el momento en que me
disponía a eyacular, mi padre entró en el baño y me pilló literalmente con las
manos en la masa. Una gran putada de la cual me avergoncé de mirarle a la cara
durante los días sucesivos. Antes de que mi mujer y yo nos fuéramos a vivir
juntos, ella compartía piso con dos compañeras en un barrio próximo a dehesa de
la villa. Tardé semanas en poder ir al servicio y hacer mis necesidades
mayores. Hubo una tarde en la que me creí solo en la casa y entonces, sacando
de tripas corazón, decidí superar mis miedos e ir a cagar, pues ciertamente ya
no podía aguantar más. A penas empecé con el proceso, cuando una de las
compañeras entró sin llamar y… ¡Está ocupado joder! La caca retrocedió para
dentro como la cabeza de una tortuga, y por más veces que lo intentara de
nuevo, ya nunca pude defecar a gusto en aquella casa. Por estas razones, cuando
me meto en un baño sin pestillo, noto como un malestar patológico me recorre
todo el espinazo. Por más esfuerzos y empujones no me salía nada. Probé
encendiendo el grifo. Nada. Bloqueé la puerta con uno de mis brazos. Nada. Suspiré.
Presioné con fuerza. Me incliné hacia delante. Me puse de puntillas. Nada. Me
retiré el sudor de la frente, debía esperar. Eché un par de Backgammon en el
móvil. Nada. Entonces me puse música y traté de liberar la mente. Me acordé de
un antro que solía frecuentar en Malasaña con un amigo poeta. En el Aleatorio,
así se llamaba, solían celebrar recitales libres de poesía. El poeta y yo
íbamos allí con el propósito de pasar un rato divertido. Los labios temblorosos
de los aspirantes, con la mirada perdida en el infinito ante el silencio
sepulcral de los espectadores. Voces lamentosas hablando del suicidio, de la
muerte de un perro, del espíritu empoderado de las mujeres reprimidas. También
seductores sibilinos dispuestos a meterse dentro de alguna braga
preadolescente. Después aplausos. Lágrimas. Felicitaciones. Y al fondo dos
borrachos destornillándose de la risa. Iluminados por los focos del escenario,
los poetas se aposentaban en la letrina del lenguaje, y allí depositaban su
gran contribución a la poesía. Una mierda compacta y resonante. ¡Bluf! Palmadas
de agradecimiento. Una pedorreta. Esta se quedó en el aire. Apesta, pero no hay
sustancia. Una tormenta de diarrea que nos mancha a todos. Catarsis por parte
de los radicales. Ahí va otra, una pelotita de oveja. Un verso libre, sin
gracia. ¡Un puf! Limpio, pero casi imperceptible. Una lamentosa caca líquida
que resbala por la taza del retrete. Este poema nos hizo recordar lo afortunados
que somos, o lo poco que sufrimos algunos. Y así uno tras otro hasta que,
milagrosamente, me vienen a mí las ganas. ¡Ya está aquí! Lo estoy consiguiendo.
Se viene algo grande… ¡Unos sesos revueltos!
XXIII
No había papel higiénico. Me limpié como pude y después me lavé
bien las manos. Cuando salí del baño, el hombre del maletín ya no estaba. Fui a
la barra y pagué. Quedaba menos de media hora para que saliera el tren. Me
dirigí nuevamente a la cabina. Al asomarme encontré al hombre del maletín en su
interior. Nos saludamos. Le pregunté si iba con retraso (solo pasa un tren). Me
dijo que sí, que iba con retraso. Me froté las extremidades, el frío era insoportable.
Encendí un cigarrillo y comencé a dar vueltas por el andén, tenía muchas ganas
de llegar a casa. El hombre salió de la cabina de recepción en mi busca. Se
encendió un cigarro. Charlamos. Si tienes tanto frío puedes meterte en la
cabina conmigo. No sé si es una buena idea, cabrón. Allí se está bien, hay
calefacción. Por pura supervivencia terminé cediendo a su invitación. Una vez
dentro, me dijo: me gustaría mostrarte una cosa. El hombre sujetaba el maletín.
¿No querrás enseñarme tu polla? Se sentó frente a mí con el maletín en las
rodillas y lo abrió. ¿Qué es eso? pregunté. Esto es mi vagigoma. ¿Tú qué? La
heredé de mi primo. Esta noche le di bien al aparato y me he hecho un esguince.
Vamos, creo yo que es un esguince. Se me ha torcido hacia un lado y me duele.
¿De qué coño me está hablando? Extrajo un muestrario del interior del maletín.
Esto también lo heredé de mi primo. Cada cuadrícula contiene el aroma de un
chocho distinto, clasificado según la raza. Señalando una muestra, me dijo:
este de aquí, por ejemplo, es el de una asiática. ¿Quieres olerlo? No. Bueno,
es igual. Este de aquí es el de una europea del este. Y este el de una europea
del sur. Este el de una andina. Este, muy fuerte, por cierto, de una
estadounidense blanca. El hombre olió otra muestra y suspiró satisfactoriamente.
Las indonesias… dijo. Esos son los mejores. No sudan. No tienen pelo. Mi primo
me contó que una vez se tiró a una Indochina. Me dijo que era tan suave, tan
perfecta, que, mientras él no cesaba de sudar como un cerdo, ella se mantenía
pulcra como una baldosa. Cogiendo otra muestra, dijo: las subsaharianas es otra
cosa. Este tipo de chocho es mucho más fuerte. No quiero decir que sea
desagradable. ¡Ningún chocho lo es! pero es muy intenso. Lo huele. Yo no sé qué
responder. No sé qué cojones hago aquí. Pienso en el olor de mi mujer. Ese olor
que hace que me excite como un salvaje. Sin embargo, proseguía, existe una gran
diferencia entre el coño de una subsahariana y el de una estadounidense negra.
El segundo es más suave, contiene aromas más delicados, pero aun así… prefiero
un olor fuerte pero natural, a un olor suave y artificial. Luego sacó la
vagigoma. Esta vagigoma es de marca española. No está mal, aunque, sinceramente,
me considero una persona de gustos exóticos. Todos los días, desde hace años,
cuando salgo de esta mierda de trabajo, me pongo porno y me la machaco con este
aparato. Me está relatando la vida más triste del mundo. Tengo en mente un
negocio. Si uno es emprendedor… bueno, no es que este país favorezca la
iniciativa, pero, en cualquier caso, quiero montarme una franquicia de estas
putas vaginas de goma. Satisfaceremos las necesidades de los más exigentes. Mi
primo sabía de lo que hablaba cuando me dio su vagina. Vaginas de goma
intercontinentales para viajeros intrépidos. Pues suerte con tu negocio. Aún
queda un rato, me dice consultando el monitor. Si quieres puedes quedarte aquí
en la cabina mientras me voy a dar un paseo. Está totalmente desinfectada, como
es natural, esto hay que lavarlo todos los días a conciencia después de cada
uso. Te lo agradezco, pero no tengo ninguna intención de probar tu vagina. No
es que sea escrupuloso, en verdad no lo soy, pero creo que es algo muy íntimo.
No pasa nada si está limpia. Es igual, ya te he dicho que no quiero probarla en
absoluto. Como quieras. En fin, dije. Ya he entrado en calor, creo que ahora
necesito airearme un rato. Feliz navidad. El hombre me tendió la mano. Rehusé
estrechársela por prevención. Salí de la cabina y me encendí otro cigarrillo.
XXIV
Me llamó mi mujer. El tren viene con retraso, dije. Vaya, espero
que no se quede a medio camino. Este tren es una mierda. Después de Oropesa y
Talavera uno se adentra en tierras extrañas. No seas huevón, si a ti te encanta
tu tierra, jaja. Ya no sé ni de dónde soy. Oye… ¿Dime? Nada, que tengo muchas
ganas de verte. Y yo, amor. Me muero de ganas por comerte las tetas. ¡No seas
bruto, jaja! Odio la navidad, tío. Esto está insoportable de gente. Esto está
vacío… ¡ojalá conocieras esta estación...! hay un tipo muy curioso en recepción,
acaba de… ¡Ya empezamos, jaja! Bueno… es igual, ya te contaré cuando llegue. Ha
sido una estancia de proporciones homéricas. Para ti todo es una aventura
literaria, huevón. Aterriza, ya estás de vuelta, ¡vamos, feliz navidad…! es
broma. Traigo sorpresitas para esta noche. ¿No me digas? ¡qué bien! por cierto
¿sabes ya lo que vas a ponerte? No sé, cuando llegue registraré el armario a
ver que encuentro… Si quieres puedo ir eligiéndote yo la camisa… Como quieras.
Viene el tren. En tres horas y media me tienes entrando por la puerta de casa.
¡Qué ganas! Nos despedimos. Sentí los estertores del viejo y lentísimo tren
acercándose desde el fondo. Las luces pálidas asomaban entre la neblina seguidas
de un ruido ensordecedor. Toda la pesada maquinaria avanzando con pies de plomo
haciendo estremecer las oxidadas vías. ¡Viajeros al tren! Miré a mi alrededor.
Era el único pasajero en toda la estación, por un momento me sentí como el
único superviviente tras un devastador cataclismo. Las escaleras desplegables
se quedaron a medio camino. Lancé la maleta al vagón y salté al interior. Me
senté junto a la ventanilla. Diez minutos después la maquinaria arrancó y
lentamente fui dejando atrás la ciudad de Plasencia. La dehesa extremeña plagada
de sus encinas y robustos alcornoques. Charcas plateadas. La tierra roja del
oeste. Piara de cerdos negros alimentándose en el llano. Suspiré profundamente
con un libro entre las manos. El hombre sin atributos. Transcurridas las
navidades volvería a pasar por el infierno de las instituciones burocráticas.
¿Tres millones y medio de parados? ¡Jajaja! ¿Y después? ¿Un catering? ¿Agente
comercial de Iberdrola? ¿Una plaza para un mes en el cuerpo de bomberos en
Teruel?
1 comentario:
Querido Valcour:
Sin duda un ejercicio de constancia y resistencia, 50 páginas no son moco de pavo; pero quizá sí moco co-vid. Enhorabuena, te estrenaste como dios manda. Lo has hecho muy bien y nos alegra tanto a Siiderius, (L), y a mí leerte estas líneas llenas de aventura, emoción, crueldad, cinismo y; en definitiva, literatura.
Un abrazo,
tu nuevo mejor amigo
Antivorj
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