21 de junio de 2022

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somos el charco, la masa absorta de la conciencia sin centro, un ser que no sabe afilar sus deseos, que no sabe convertir sus deseos en algo deseable, el desierto esférico, el desierto de alas anudadas que rueda todavía impulsado por los residuos de una voluntad múltiple y obtusa, fiel fragmento de todo lo demás, astilla devota de lo permitido y parte de lo que siempre habrá: por un lado, bravucones golpeándose el pecho y pidiendo más vida (la tendrán), y por el otro lado la inteligencia disimulando en medio de la oscuridad abierta. Dios babea su fuego salvífico sobre los que nos hemos perdido: en la euforia sintética y las grietas de la bondad ajena nos hemos perdido, y seres un poco menos enfermos cuidan de nosotros, nos llevan de la mano por los caminos del mundo mientras evitamos dirigir la mirada hacia la lluvia incandescente donde las apariencias se abrasan y sólo queda lo que somos, no muy distinto del pescado que se asfixia entre la sal, a punto de vomitar sus vísceras transparentes, a punto de morir y también a salvo gracias a una entidad plomiza que se ocupa de la exposición y el brillo interminable de los seres: las imágenes continúan sucediéndose alrededor de una muerte, a las afueras de un cadáver sigue habiendo quien habla bruscamente y con cierta autoridad conferida por nada, quien se ríe con alguna ocurrencia soez, almas golpeadas por la inconsciencia, gris palpitante, los cadáveres están rodeados de internet

 

 

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una sola raíz asoma en el centro del lecho infinito: un brote grisáceo apuntando a las afueras, succionando, nutriéndose vertiginosamente como hacen las mentiras, exhalando ondas azules que son el eco torrencial de todo lo que existe, bebiendo de las afueras (el mito es al revés: todos los seres estamos enterrados en luz, todo cuanto se mueve está atrapado salvo el raquítico origen que asoma en las tinieblas) más allá del mundo no quedan más opciones, no hay algo sino el apéndice rugoso y quieto en la negrura, como un engendro, mezcla de antena parabólica y jengibre, un núcleo intermediario, más áspero que vivo, el apéndice inmóvil hurgando en lo etéreo, insuflándonos una versión de la oscuridad que pasa necesariamente por su saciedad, ¡aleluya! una saciedad ajena nos propaga y no entiendo a los valientes ni a los cobardes, seres acuosos por igual, acumulándose en el fondo de las cuevas de luz con los ojos dilatados y desplazándose únicamente gracias al temblor o al furor heredado, con prisa por ceder a la repetición de la sangre, por huir y funcionar, aunque a tientas, levantando edificios, apretándose contra los símbolos y dando frutos incomprensibles. Me asombra verlos arrojarse hacia delante o hacia atrás sin que interfiera en su voluntad lo absurdo y, cuando el trabajo o la masacre han terminado, no sé cómo se sientan y creen merecer un descanso, algo así como el merecimiento después del impulso: se sientan y suspiran hinchados con el secreto orgullo de la propagación, ¿y cómo puede un automatismo enorgullecerse? sólo habiendo olvidado que lo es: volcado en la omisión de su raíz, en el sacrificio de la verdad y para la eterna resurrección de la mentira

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