Hace
aproximadamente un año te escribí una carta de amor en un aula vacía. La carta
estaba encabezada con el siguiente título: “Una hora fantasma para decirte que
te quiero”. Yo no soy poeta, es decir, no he sido bendecido por los dioses con
el don de la lírica. Pero, sin embargo, en el aspecto prosaico del lenguaje
alguna ventaja si me han concedido. Es un deber inexcusable para mí decirte lo
mucho que te quiero, pintar con las metáforas adecuadas la bella persona que
representas. Recuerdo una de las primeras sonrisas que me regalaste cuando te
besé a escondidas en la boca del metro. Tus ojos apuntándome con amor sincero,
brillantes y hermosos como dos astros que iluminan un campo de girasoles. En tu
retina veo siempre esos girasoles con pétalos de color verde melado por los que
irradia el amor, esa dulce ambrosía que pensé no volver a catar de unos labios,
y que si me faltara algún día sólo el diablo sabría en que abismo profundo
encontrarme. Te recuerdo tendida en el improvisado sofá de mi casa, nuestro
pequeño campo de batalla sexual, allí dónde nos encomendábamos al más imperioso
de los deseos, a veces sin desvestirnos siquiera, desenfrenados, como un juego
animal, dónde el placer y el delirio se confundían hasta convertirse en
voluntad frenética y arrolladora. Nuestros fluidos saliendo de los cuerpos,
impulsados por el poderoso magnetismo de la música y los espíritus elevándose
más allá del tiempo olvidando incluso a la propia muerte. Respiraba tu cuerpo
desnudo y lo lamía como lame el oro un avaro miserable. Mis dedos recorriendo
tu piel como termitas hambrientas y, en el más lóbrego de los habitáculos, era
feliz como el sueño de un ciego. Soy muy consciente de que las circunstancias
de la vida van cambiando, pues nuestras vidas son como las mareas del océano, y
si tú eres el mar, amado ser de mis entrañas, yo quiero ser como el viento que
acaricia tus senos hasta volverlos espuma. También quiero señalar que el
contenido de esta carta tampoco es expurgatorio. Sé que las palabras son como
las hojas de un árbol en otoño, que se tornan amarillentas como la melancolía y
que a menudo las barre el viento o se las traga la tierra. Sé que lo importante
son nuestras acciones, pues éstas son como las huellas del caminante en un
terreno arcilloso en el que, tiempo después, cuando vuelven días más cálidos,
aún perduran dejando el rastro indeleble de nuestro ser. También sé el largo
trayecto que aún me queda por recorrer y lo mucho que tengo que mirar en mi
interior para tapiar cada una de las fisuras por las que emerge la mala hierba.
Entonces te pido que pienses en la desoladora imagen de un castillo abandonado
a los estragos del tiempo, entre cuyas ruinas puede escucharse el suplicio
interminable de los fantasmas que se aferran al último pedazo de muralla. Tú
eres el sol que disuade las tinieblas devolviendo al castillo su antiguo
esplendor. Sin embargo, esta no es una carta que verse sobre fantasmas y
castillos, pero si, una carta de amor. Quiero que sepas que he entendido que no
puedo alcanzar tu centro con las alas intactas, y también que incluso la llama
que brilla en tus ojos puede extinguirse algún día: porque el sol que más
brilla también puede sufrir un eclipse. Quiero que sepas que para ti será mi
última lágrima y que mi corazón siempre te guardará una rosa.
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