Por L. N. M
Volvíamos
de vuelta al coche estacionado en los subterráneos del edificio
donde vivía mi abuela. Habíamos dejado a mi querida abuela sana y
salva en su casa. Mi abuela que, a pesar de su edad, mantenía la
cabeza lúcida y conservaba su sentido del humor, no obstante, cada
vez estaba más sorda y ciega. Debido a un accidente transcurrido
cuatro décadas atrás, mi abuela también presentaba serias
dificultades de movilidad. Mi abuela siempre me ha dicho que la cruz
de su vida eran sus huesos. Por este motivo, tras realizar cualquier
operación con ella, el hecho de dejarla sana y salva en casa suponía
todo un reto. Reto que, una vez superado, se convertía en la causa
de nuestra alegría. Que mi abuela no tropezara resultaba algo
francamente milagroso. Era como si en plena noche uno transitara sin
recambios con su bicicleta por una carretera en mal estado y, en un
momento dado, atravesara un tramo repleto de cristales. En ese
instante, por más que uno sea diestro a la hora de conducir su
bicicleta y efectúe con sorprendente habilidad toda clase de
maniobras, el hecho de no pinchar la rueda y quedarse aislado en
medio de esa carretera siniestra y solitaria; demuestra que todo en
esta vida está sujeto a los designios del azar, escapando de esta
forma a nuestra voluntad y entendimiento. Una vez montados en el
coche, mi tío, mi tía y yo emprendimos el viaje de vuelta. Recuerdo
que en ese momento todo era felicidad. Reíamos como locos montados
en el coche. Yo en el asiento trasero del medio, con mis manos sobre
los cabeceros de los asientos de la parte delantera, miraba a uno y
otro lado sonriendo a mis tíos. “¡Que bien salió esta vez!”,
dije. “¡Jamás estuve más contenta”! Repuso mi tía. “Cuando
se superan con éxito las adversidades y los obstáculos que nos
impone la vida, uno cobra consciencia de que es ahí mismo donde
reside la felicidad”, añadió mi tío sujetando con ambas manos el
volante. La puerta de la cochera se accionó a través del laser del
mando a distancia que mi tío guardaba siempre en la guantera de su
asiento. La luz resplandeciente del exterior nos cegó por completo
durante unos segundos. Mi tío, conductor experimentado, apretó el
embrague y metió la primera. Ascendimos por la rampa lentamente
hasta que al fin alcanzamos la superficie. Todavía nuestros ojos no
se habían acostumbrado a la claridad del día, cuando, justo de
frente, un control de la guardia civil nos obligó a detenernos. Lo
primero que escuchamos fue un estruendoso pitido de advertencia. El
guardia, con el tricornio ceñido, se encaminó hacia el coche como
un toro bravo. Era un hombre realmente esquelético y anormalmente
alto. Vestía con su uniforme verde plomizo, y al caminar daba la
impresión de que en cualquier momento sus piernas escuchimizadas
podrían enredarse propiciando una trágica caída. El hecho de que
los cuerpos caigan me parece un descubrimiento absolutamente
devastador. Por eso yo siempre tengo mis objetos personales en el
suelo, donde la fuerza potencial es mínima, y así siempre me
prevengo de desgracias mayores. “¡Deténgase de inmediato!”,
bramó el guardia. “¿Qué sucede, agente?”, preguntó alarmado
mi tío. “¡Control de cinturones!”. Dando unos golpes con los
nudillos de su raquítica mano derecha, el guardia ordenó a mi tío
que bajara la ventanilla. Mi tío se apresuró a cumplir la orden,
puesto que no deseaba en absoluto perturbar la paz y tranquilidad de
los ciudadanos. Entonces el guardia introdujo su cabeza en el
interior del vehículo, su cabeza que era como una calavera viviente.
Apostó sus largos y finísimos dedos en el marco de la ventana e
introdujo medio cuerpo. Olfateó el interior como un perro bien
adiestrado, moviendo la nariz puntiaguda siguiendo el rastro del
delito. Primero olfateó el cuello sudoroso de mi tío, que tenía
los nervios a flor de piel. Después, adentrándose cada vez más,
hasta prácticamente meter todo el cuerpo, recorrió con la nariz los
sobacos de mi tía, igualmente sudados, aunque no por los nervios.
Una vez transcurrida esta minuciosa inspección, dirigió su alargada
nariz (cada vez parecía más alargada y puntiaguda) hacia el asiento
trasero del medio. En mi vida había sentido tal violación de mi
intimidad, tras la alegría pasada, ahora lo estaba pasando
verdaderamente mal. Me lanzó una mirada cargada de malicia. La
mirada de un cadáver viviente. Por más que tratara de reconocer en
aquellos ojos achinados y chispeantes, del mismo color que el
uniforme, algún rasgo que me permitiera identificar al guardia como
un sujeto de la misma especie, lo cierto es que solo hallaba en ellos
la fría inexpresividad de un muerto. “Ahjá”, escupió el
guardia. “Lo que yo pensaba. Todos ustedes son unos malditos
delincuentes”. Inesperadamente mi tía lanzó una carcajada. El
guardia se viró inmediatamente hacia ella, pero ella seguía riendo
y riendo, ostentando su dentadura podrida y a falta de algunos
dientes. “¿Por qué dice usted eso, agente?”, preguntó mi tío,
clavándole el codo a su hermana para que callara. “Ninguno lleva
puesto el cinturón. Se trata de una falta gravísima que solo puede
subsanarse con doscientos euros por cabeza”. “¿Doscientos
euros?”, preguntó mi tío llevando las manos del volante a su
despeinada cabeza. “Pero nosotros no tenemos tanto dinero, agente”.
Mi tía volvió a irrumpir en carcajadas. Carcajadas que después se
convirtieron en esputos. Esputos que terminaron en una tos carrasposa
y flemática. “Pero eso es falso”, añadió mi tía una vez se
hubo recobrado de la tos. “¿Cómo que falso? ¿Acaso se atreve
usted a contradecir a la autoridad?”. “No es eso agente”
continuó mi tía. “Por lo menos en mi caso, tengo que señalar que
si llevo puesto el cinturón”. “Eso es radicalmente falso”,
repuso azorado el guardia. “No si usted me deja explicarme”. El
guardia volvió a introducir la cabeza en el coche y observó a mi
tía incrédulo. “Entonces explíquese”, añadió un poco más
sosegado. “Puede usted sentarse con nosotros” insinuó mi tío.
“Sí, aquí en la parte de atrás. Mi sobrino le hará un sitio”.
“Agente”, dijo mi tía, “¿le importa si me fumo un cigarro?”.
El guardia asintió, y acto seguido, se metió dentro del coche por
la ventanilla. Primero se apoyó sobre mi tío, que se revolvió
incómodo en el asiento, aunque manteniendo siempre la compostura. A
continuación, gateó el guardia como pudo hasta alcanzar la parte
trasera. Yo me orillé a un extremo y dejé que se sentara en el
medio. Mi tía se giró hacia el guardia y ofreció a todos los
ocupantes unos cigarrillos. Mientras fumábamos descosidamente desde
nuestras respectivas posiciones y el auto comenzaba a llenarse
rápidamente de humo, mi tía comenzó a explayarse en los siguientes
términos: “Lo que sucede, agente, es que llevamos puesto el
cinturón, pero usted no lo ve porque nuestros cinturones son
invisibles”. Arqueando una ceja: “¿Invisibles?”.
“Completamente invisibles, agente”. “Comprendo”, dijo el
agente un tanto sorprendido. “Pero yo jamás había oído hablar de
este tipo de cinturones”. “¿Le suena a usted la cerveza artesana
invisible?,
preguntó mi tía. “Me temo que no”, añadió el agente
cabizbajo. “Bueno, lo cierto es que me la trae al pairo”,
prosiguió mi tía. “Verá usted, antes se vendía una cerveza
aquí, en nuestra hermosa ciudad, que se llamaba Mangurrina.
“¿Artesana también?”, preguntó intrigado mi tío. “Tan, o
incluso más artesana que la invisible”.
En ese momento, la densidad del humo era tal que ya no podíamos ver
nuestros rostros. “¿A dónde quiere usted llegar?”. “Muy
simple. Pero antes de continuar, me gustaría preguntarle si usted
sabe qué quiere decir Mangurrina. Es más, si usted llega a
comprender la importancia del hecho de que, a nosotros, los
cacereños, nos llamen mangurrinos”. Todos permanecimos en
silencio. “Ya veo que ninguno tiene ni idea. Pues bien, la
Mangurrina es, por así decirlo, el sombrerito de la bellota. Esta es
la razón por la cual los de Badajoz nos llaman mangurrinos. No es
nada malo, créame, agente. No hay nada de malo en ello. Se trata
únicamente de un problema geográfico”. “Ya entiendo”,
contestó el guardia. “Por las mismas razones llamamos nosotros
belloteros a los de Badajoz. Bien. Agente, ¿piensa usted multarnos
ahora? ¿ahora que ya conoce toda la verdad?”. “No sé qué
decirle, señora, su historia me ha impresionado mucho”. “Piense
bien en todo lo que ha dicho mi hermana, agente”. “¡Oh, que
carai! Supongo que su hermana tiene razón. Que toda esta disputa
está fuera de lugar. El mundo es un lugar muy extraño. Cuando uno
es guardia civil…”, el guardia suspiró, “uno ve demasiadas
cosas. Cosas horribles. Cosas que ni si quiera podéis imaginar”.
En ese momento, agobiado por el humo (creo que agobiados estábamos
todos), mi tío abrió la ventanilla y el humo se fue disipando.
“Está bien. Voy a dejaros marchar. Nada de esto tiene sentido si
efectivamente los cinturones son invisibles, y creedme que ahora
estoy convencido de que lo son”. “Muchas gracias agente”,
agregó mi tío lanzándole una sonrisa, “ha sido un placer
conocerle”. Mi tío volvió a poner las manos sobre el volante. De
nuevo nos sentíamos felices.