(escrito por MACARIO AMADOR, amigo de Sífilis Mon Amour)
Encontré a mi
tío en la celda 206. Estaba sentado encima de la cama encogido de brazos
y piernas. Tenía el rostro desencajado y los ojos tumefactos debido a
la falta de sueño. Deslicé repetidas veces la palma de mi mano ante
ellos sin obtener por su parte reacción alguna. Sus ojos apuntaban hacia
el fondo de la estancia. Parecía enajenado, sumido en pensamientos
ajenos a este mundo. Acerqué mi oído a sus labios, que temblaban
incesantes. No cesaba de murmurar: “serán putas las gallinas, serán
putas las gallinas, serán…”. Todo ello sucedió después de los hechos que
me dispongo a relatar. Cabe señalar previamente que mi tío nació antes
de tiempo, impulsado quizás por esa rabia congénita que tanto le
caracteriza. Su madre dio luz a los seis meses, permaneciendo mi tío
varias semanas en ese tipo de inexistencia propia de las incubadoras.
Sumido en las tinieblas y rodeado de cables y de pantallas intermitentes
que seguían sus constantes vitales, a veces el resplandor de un foco
bañaba aquel siniestro lugar de una luz enfermiza, y esta luz enfermiza
no era desde luego la presencia de ningún Dios; sino más bien la prueba
manifiesta de la dureza con que determinados individuos tienen la
desgracia de venir al mundo. Durante este periodo mi tío fue objeto de
comentarios ininteligibles por parte de los médicos que no hacían más
que prolongar la agonía de mi abuela. Luego mi tío creció sano, robusto y
hermoso como un tostón y mi abuela pudo morirse tranquila dejándole en
herencia la granja. Pronto mi tío cobró fama en el resto de las granjas
aledañas de que por el motivo más insignificante era capaz de destruir
todo cuanto le rodease, incluso aquello que más sudor y esfuerzo le
hubiera costado conseguir. Pongo como ejemplo a su mujer, a la que
atravesó con una horqueta tras enterarse de que se había quedado
embarazada. Pero yo no he venido aquí a hablar del desafortunado final
de la mujer de mi tío, ni del hijo que llevaba en sus entrañas. De lo
que quiero hablar es de lo que les aconteció a las gallinas que tenía mi
tío en su granja. Materia hoy de gran interés y que me dispongo a
contar con el objeto de ilustrar a aquellos individuos cegados por la
ignorancia y que sin duda padecen serios trastornos mentales tan dignos
de estudio como el caso de mi tío. Resulta que en la granja había un
corral de gallinas presidido por un Gallo que todas las mañanas las
engatusaba con su hermoso Kikiriki. Un día mi tío le arrancó la cabeza.
Tenía las manos grandes y fuertes capaces de descoyuntar a un jabalí,
por lo que lo del Gallo no satisfizo sus poderosas ansias de
destrucción. Acto seguido plantó la cabeza del Gallo en medio del corral
clavándola en una estaca. “No cantarás más, puto gallo”, le dijo mi tío
a la cabeza inerte. Después irrumpió en macabras carcajadas al mismo
tiempo que le sacudían aterradoras convulsiones. Luego mi tío se
tranquilizó y se puso a observar a sus gallinas, que contemplaban la
estampa sin entender por qué el gallo no las cortejaba con su maestro
kikiriki. Cuando mi tío se retiró, las gallinas discutieron durante
largo rato sobre qué había podido pasar, y, finalmente, como la mayoría
eran bastante idiotas, también se marcharon. Todas a excepción de una,
la Gallina Alfa. Esta gallina le había cogido ojeriza al Gallo porque su
kikiriki era francamente fabuloso, mientras que el suyo semejante al
balbuceo de un sordomudo imbécil. En el fondo del océano habitan seres
dotados de particularidades asombrosas. Tal es el caso del Kobudai
hembra, que tiene la habilidad de cambiar de género inesperadamente. La
metamorfosis del Kobudai es realmente extraordinaria. La parte frontal
de la cabeza se pronuncia desmesuradamente hasta formar una especie de
huevo enorme que le deja el rostro completamente desfigurado.
Igualmente, los labios se le agrandan saliéndole del borde unos dientes
repugnantes que crecen muy separados entre sí. En conjunto el pez cobra
el aspecto de un ser primitivo y monstruoso que supera con creces
cualquier clase de Ente digno de la peor pesadilla o de la imaginación
más prodigiosa. En cualquier caso, el parecido con la Gallina alfa de la
que estamos hablando es meramente anecdótico. Lo cierto es que, a la
Gallina Alfa, tras picarle los ojos a la cabeza del Gallo, se le tornó
la cresta más esbelta y colorada, así como su pico más largo y afilado, y
le brotaron instantáneamente las Barbillas propias de los machos
colgándole bajo el pico como testículos arrugados, rojos como un par de
cerezas, o como anginas inflamadas. Luego, tras emerger el sol de las
tinieblas, se escuchó tal Kikiriki que la apacible comunidad de las
gallinas salió al corral visiblemente contentas y celebrando con
espasmódicos andares el milagro sucedido. No así mi tío, que tal canto
le trastornó el sueño, un sueño en el que cogía un tren con destino a
marruecos, y que inexplicablemente, tras alcanzar el estrecho, pegaba un
brinco increíble que le hacía pasar al otro lado hallando así el
paroxismo de su felicidad, pues cabe decir también, que no había nada en
el mundo que mi tío más deseara que conocer la costa de marruecos. Por
este motivo, se levantó iracundo y rabioso de la cama y, amarrando su
escopeta, descerrajó un par de tiros a la entusiasta comunidad de las
gallinas. Saltaron las plumas con solemne vuelo hacia el cielo matutino
para descender luego en círculos oscilando entre la nube de pólvora
hasta alcanzar la arena removida y ensangrentada del corral. Cuando tras
la cortina de humo fue perfilándose intacta la cabeza del Gallo cuyas
fuertes manos habían arrancado, mi tío comenzó a temblar tal como lo
encontré en la celda 206 del manicomio, y como debió permanecer durante
todos estos años desde aquel “incidente” con las gallinas.
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