No arde nada en el infierno salvo el Yo.
Cuando Ra, el Dios del sol, volvía a su
residencia en el inflamado occidente, tenía que sostener una encarnizada lucha
contra un ejército de demonios. Luchaba contra ellos toda la noche, y a veces
las potencias de las tinieblas conseguían ensombrecer el cielo con negras nubes
y debilitar la luz del sol, incluso durante el día.
Nos ha llevado generaciones construir y mejorar nuestras herramientas.
Hemos logrado fabricar flechas tan veloces y silenciosas como el vuelo de una
lechuza. Punta de lanzas con las que plantar cara a nuestros enemigos. Utensilios
tan afilados y cortantes que nos permiten abrir casi sin esfuerzo el escamoso
vientre de un cocodrilo. Las bestias amenazantes que se ocultan entre la
misteriosa maleza que nos rodea huyen despavoridas al escuchar nuestros pasos. Poco
a poco, a lo largo de miles de años, hemos recorrido la vasta extensión del
planeta. Los continentes se separan transformando desiertos en océanos
intransitables. El suelo temblando bajo nuestros pies. Estremecedoras descargas
eléctricas resplandeciendo en el horizonte. Incluso hemos presenciado como las
entrañas de la tierra vomitaban fuego…
Pero habrá un cambio esencialmente significativo que modificará para
siempre nuestra percepción del mundo. La odisea de nuestra especie comienza a
dar los primeros pasos hacia el futuro. Para entender este cambio, habremos de
remontarnos a la primera mirada. Una mirada a todas luces extraña y particular:
la mirada original del hombre. Una mirada revolucionaria, en la que se ha
creado un distanciamiento sin precedentes con respecto al misterioso universo
que nos rodea. Estamos muy lejos de comprender en qué consisten sus cambios,
pero el asombro persiste ante nosotros con una voluntad pasmosa. Pensemos en
que tipo de impresiones habrían de causarnos los fenómenos cíclicos como las
estaciones, el día y la noche, las fases de la luna, la estela de los cometas
que surcan el manto estrellado. En cada despertar se repite el mismo proceso:
la masa luminosa se enciende y se apaga en lados opuestos del horizonte. La
piedra de nácar que nos observa desde el cielo y a veces se oculta retornando a
su misma tenebrosidad. Se trata de una distancia que, simultáneamente, resulta
enigmática y sorprendente. Porque si bien es cierto que esta nueva forma de
mirar es, ante todo, distante, no lo es menos la poderosa conexión y el
indispensable vínculo que nos ligan a ella.
En estos instantes previos a la humanidad, nuestro cráneo es todavía pronunciado,
nuestros huesos tan duros como la roca, pero nuestros pasos ya son firmes. Nos
estamos asentando. Nuestro corazón late tan fuerte que nos damos cuenta de que
está ahí, revolviéndose en nuestro interior, revelándonos en cada contracción
un inquietante misterio: estamos vivos. Lo sabemos. El proceso de codificación
se despliega ante la experiencia de nuestros sentidos. De forma imparable, las
primeras representaciones, hasta entonces sin conceptualizar, comienzan a
forjarse en nuestro cerebro. El nacimiento real de nuestra estirpe acontece en
el acto de pensar, y lo pensado existe a través de esa nueva y extraña forma de
mirar. Nuestro destino ha sido sellado. El primer pacto con el diablo,
¡la primera manzana podrida ya ha caído del árbol! La mirada del hombre
expectante ante aquello que ya no forma parte intrínseca de sí mismo. Por
primera vez, nos hemos vuelto hacia nosotros mismos, hacia lo que, posteriormente,
se transformará en la conciencia: el distanciamiento con aquello a lo que
estamos irremediablemente unidos. Una inspiración profunda. Una bocanada de
aire caliente que penetra por nuestra nariz hasta abrasarnos los pulmones. Hemos
sido bendecidos o condenados por nuestra esencial forma de mirar. Ante nosotros
se despliega un caos infinito de formas diversas entre las que reina una
desenfrenada voluntad.
A todo aquello que sentimos ajeno y extraño a nosotros le llamaremos mundo.
El mundo. Sentimos el aire
meciendo nuestro vello ancestral. La tierra ardiendo bajo nuestros pies.
Sabemos lo que es la lluvia. Conocemos el fuego: aquel animal que aún no hemos
aprendido a domar y cuya mordedura nos deja una cicatriz indeleble, y, sin
embargo, ilumina los senderos más oscuros y calienta nuestros cuerpos, incluso los
alimentos se vuelven más suculentos con su beso incandescente. Es ante
este mundo así contemplado donde la máscara del pensamiento comienza a
fraguar la primera noción de sentido. El pensamiento terminará por suplantar el
estado de naturaleza. El éxtasis se ha derrumbado, el frenesí de la existencia
ha sido eclipsado por la consciencia. La conciencia engendrará a su vez al
tiempo, y, por ende, la muerte. Todo cuanto nos rodea ya no es simplemente
vivido, sino que también se nos muestra como representación. La inmediatez ha
sido remplazada por la mediatez. Objeto y sujeto se manifiestan irreconciliables.
La lucha de contrarios ha comenzado. ¿Estamos
acaso ante el primer atisbo de la razón? ¿de la consciencia? Desde entonces,
todas nuestras percepciones habrán de pasar por el filtro de la dicotomía.
Pensar es romper la realidad para recomponerla desde un prisma necesariamente humano,
DEMASIADO HUMANO. La realidad se muestra ante nosotros provocando el más angustioso
de los suspiros. Nuestros ojos expectantes observan con extrañeza y curiosidad,
porque el mundo no existía antes de esta mirada. Pero a este acontecimiento
primordial, le acompaña, además, una sonrisa y una lágrima. Los primeros rasgos
de la comedia y la tragedia comienzan a esbozarse. De forma simultánea, nos asomamos al drama de
la existencia, y todo ante nosotros resulta particularmente foráneo. Un drama que
se prolongará infinitamente a lo largo de la historia, y que no consiste en
otra cosa que en retornar al seno de aquello que, tras esa primera mirada, nos
será vetado para siempre.
Lo espiritual en el ser humano consiste en retornar al origen, volver a la
naturaleza perdida. ¡Nos ha abandonado el éxtasis! ¡El paraíso es un viejo
recuerdo! Y, sin embargo, sólo pensamos en volver a él. Extrañas fuerzas nos
rodean. Aún desconocemos si están aquí para acrecentar o amedrentar nuestros
pesares. La naturaleza se ha convertido en un fenómeno simbólico. Esto es así
porque el mundo no existía como algo objetivable, y lo objetivo y
subjetivo se escindieron igual que dos ramas gemelas del tronco principal. La
mirada propiamente humana no consiste, en realidad, más que en objetivar la
subjetividad de nuestras representaciones. Lo espiritual nace en el mirar
como un primer intento de comprender el mundo a través de los fenómenos
representados. Será necesario, por tanto, elevar todo lo ajeno a la
categoría de lo divino, y, sin embargo, en lo más profundo de nuestro
inconsciente, aún perdurará el deseo de pertenencia al paraíso del que fuimos
expulsados. Todo lo espiritual obedecerá por tanto a ese ciego impulso de
retorno.
Es entonces cuando los primeros pálpitos del animismo comienzan a sentirse
en todo lo creado. Al abandonar el paraíso, no tuvimos más opción que
yuxtaponer lo que nos es propio a lo que es el mundo, y, para comprenderlo,
necesitábamos dotarlo de alma. Las primeras formas de civilización compartieron
esta visión animista de la naturaleza. La concepción animista se corresponde
con el primer estadio de conciencia de la humanidad. Las potencias naturales
tenían sentido simbólico porque actuaban como agentes del caos previo a
la organización animista del mundo. La lucha entre los titanes presente en la
cultura mitológica se corresponde con esas primeras impresiones que estos
fenómenos tuvieron en la conciencia primigenia del ser humano.
Cuanto más evidente y clara se hacía nuestra conciencia, más lejano y
misterioso se tornaba el mundo. Por tanto, es lógico considerar la idea
de que los símbolos que empleábamos para interpretarlo se volvieran más
complejos. El surgimiento del politeísmo aparecería entonces como el nuevo
elemento significador del segundo estadio de conciencia. Civilizaciones más
desarrolladas necesitaban a su vez de símbolos más sofisticados. Ya no nos
bastaba con dotar de alma al mundo, sino de hacer de éste la
morada de los Dioses, representaciones de la realidad confeccionadas a imagen y
semejanza del nuevo hombre, revestidas y moldeadas según la conciencia
progresiva de Éste y en favor de la perfección de aquellos. Por lo que con la
fabricación de estos nuevos Dioses habríamos desarrollado la capacidad de
trascendernos a nosotros mismos. El mundo visto a través de los dioses
implicaba la idea de un mundo simbólicamente más humanizado, y, en
consecuencia, una explicación más razonable acerca de nuestros orígenes como ser
desprendido de la naturaleza.
Pero no será hasta la era del monoteísmo cuando el hombre alcance el
estatus máximo de la conciencia de sí. El tercer estadio, el más perfecto de
todos, porque es aquel en el que el ser humano se encuentra más alejado del mundo.
No obstante, intrínsecamente al mismo proceso politeizante, ya se estaba
gestando la idea de crear un Dios supremo, un Dios de todos los dioses, de la
misma forma que existe un Rey de reyes, y tal como ocurre en todo proceso
psicológico, donde siempre prevalece una idea o pensamiento dominante. Para el
tercer estadio de la conciencia, el Dios del monoteísmo representa la expresión
más sublime que tiene el ser humano de la naturaleza, es decir, Dios
supone el paroxismo de nuestro distanciamiento con respecto al mundo. Un
Dios que reúne todos los ideales de perfección a los que aspira la propia
conciencia. Un Dios que promete resarcirnos de nuestra condición humana, en el
sentido de retorno a la naturaleza, pero al mismo tiempo un Dios en el
que se reafirma una vez más la imposibilidad de regresar a nuestros orígenes. Lo
cual no deja de entrañar un hecho bastante paradójico, pues el ser supremo
no es más que el espejo donde se proyecta todo un proceso espiritual y
simbólico derivado de esa primera mirada, y, sin embargo, la
contemplación de esa imagen resulta hiriente e incluso vengativa, pues revela
nuestra incapacidad de sumirnos nuevamente en la inconsciencia de la inmediatez
y augura de forma inexorable la caída del hombre en la humanidad.