20/09/23

El mendigo y el viajero

 ¡Cuántos cuentos absurdos se han escrito a lo largo de los milenios!

[Este Cuento, más adelante]


Al borde del camino había un feo Mendigo. Llevaba más de treinta años pidiendo limosna a los viajeros, siempre en el mismo lugar, con su cara arrugada, llena de verrugas y de gérmenes. Sentado sobre una pequeña caja de madera carcomida, el Mendigo extendía su gorra, antiguamente de color verde esmeralda pero ahora de un amarillo pistacho, y decía: «por favor, una ayudita para los hambrientos…».

    Una mañana llegó un Viajero y el Mendigo, debilitado porque hacía días que nadie cruzaba por su Camino y le daba de comer, extendió su gorra en descomposición cromática y dijo, como solía: «por favor, una ayudita para los hambrientos…».

Pero el Viajero juzgó el ruego de una exigencia muy inapropiada, porque allí sólo estaban ellos dos y sólo uno era el hambriento, de manera que el Mendigo debió decir que le diera a él una ayuda para comer. Creyó ver en el mendigo un atisbo de mediocridad embustera y tal vez un secreto. Hasta sus ojos le parecían demasiado pequeños, demasiado rasgados, ocultos tras las arrugas y las costras. Es mucho más común de lo que parece, sin embargo, confundir los brillos de un tesoro con los resplandores de un relámpago.

«¿Qué hay dentro de esa caja?» preguntó el Viajero, al percatarse de aquella caja tan extraña que el Mendigo utilizaba como asiento. Más que una caja aparentaba ser un cofre. Eso le parecía al Viajero, tentado por aquella dulce promesa. El Mendigo carraspeó nervioso, se alteró infantilmente y apenas balbució unas pocas frases de palmaria torpeza. 

    «¿En mi caja? Ejem, ejem, pues no lo sé. Nunca he mirado dentro, etcétera. Creo que nada. Pero ale, ale, siga su camino, no parece que vaya a concederme un miserable duro…» dijo el Mendigo, buscando espantar al Viajero, o por lo menos ofenderle, con ese gesto de las manos tan común pero ofensivo, que consiste en afearle a alguien su mera presencia ante nosotros agitando los nudillos en sus narices como si de un vapor apestoso se tratase. 

«Mire dentro, por favor» ordenó implacable el Viajero. Los viajeros no son moco de pavo.  La mayoría de los viajeros que se cruzan por nuestros caminos han conocido mucho mundo, probado exquisitos manjares, conquistado un número infinito de mujeres, sobrevivido a un par de duelos, leído tantos libros y tan misteriosos que su sola presencia espanta a los fantasmas y recaudado una gran fortuna con lucrativos y soberbios negocios. Sus cabezas son fenomenales almacenes de profundas sabidurías y divertidas anécdotas. A los niños les encanta oír sus historias. Hasta sus amigos los envidian. Por donde pisan la hierba crece más verde y se dora en un bucle definitivo de purísimo placer.

«La verdad que prefiero que no» murmuró exhausto el Mendigo. Se había cansado solamente de mover las manos. Así de desnutrido se encontraba. 

«Pues si no miras tú, tendré que hacerlo yo. No puedo seguir mi camino si no miro qué hay dentro de la caja» dijo autoritario el Gran Viajero. 

«Pero yo no sé si puedo permitírselo, señor. No, definitivamente no puedo…».

Irritado por aquella negativa tan estéril e impotente, el Viajero cargó contra el Mendigo, lo hizo a un lado de un empujón tras un brevísimo forcejeo y abrió la tapa de la caja. Cualquiera que hubiera sido testigo de aquella sencilla pelea reconocería que, a pesar de la enorme desigualdad física existente entre ambos contrincantes, el Mendigo se había esforzado sobremanera. Pero, ¿cuánto vale el esfuerzo de un mendigo? Poco, muy poco, casi nada. 

El Viajero hundió las narices hasta el fondo de aquella caja. ¡Qué idiota! Si hubiera leído este cuento antes de protagonizarlo todo le habría ido mucho mejor. Naturalmente, yo no tendría historia alguna que contar, o no ésta, tendría que improvisar alguna otra y quién sabe si no sería mucho más absurda. ¡Cuántos cuentos absurdos se han escrito a lo largo de los milenios! No, nunca más. 

Dentro se encontró el Viajero en un nebuloso infinito de mares que volcaban unos sobre los otros, fundiéndose y desvaneciéndose en oleadas, muriendo y resucitando, matándose y procreando, todo en un mismo y bravísimo gesto. ¡Pero no, ingenuo lector! Aquellas olas, aquellos mares no eran mares como esos mares a los que seguramente tú estés habituado, independientemente de si los has visto en costas o en postales. ¡Pues no eran mares, sino lenguas! ¡Eran lenguas, miles de millones de lenguas rojas como fresones salvajes e hinchadas como sandías! Lenguas humanas mecidas por una fría corriente de más lenguas humanas, en una corriente de lenguas que se mecían a sí mismas. ¿Y dónde están las palabras?, se preguntará el lector impaciente. ¡Ah! Las palabras eran rayos, rayos cegadores que atravesaban los ojos como finísimas agujas de luz electrocutada, rayos silenciosos y secos, así como húmedas y dicharacheras son las lenguas, rayos silenciosos como la fuente demoníaca en que se sumía todo aquel baile desastroso y toda aquella lucha zafia y promiscua, aparentando una brutal masa de estúpido movimiento sin sentido ni dirección.

Luego de apartar su mirada del interior de la caja, advirtió el penoso Viajero que había quedado mudo, inútil para la oratoria y por lo tanto los negocios y las conquistas, pues su lengua le había sido arrancada de la boca y ya no podía proferir palabra o grito alguno. Vivir es ir perdiendo las ganas de ganar dinero para sustituirlas por las ganas de dejar huella, ya sea en forma de obras intelectuales, imperios, hijos o gritos bastante horribles, pues también los gritos embarazan. ¿Cuánto tiempo había pasado mirando aquel abismo temible e insondable y otros muchos adjetivos que mejor ahorrarnos, para que el pobre Viajero pueda volver pronto sobre sus pasos y hallar consuelo en su lecho? No podría decirlo. Un segundo, tal vez cien años, tal vez el abismo lo engendró, tal vez el abismo lo retenga en su seno hasta el fin del mundo y lo esté ahora mismo rebozando en lenguas como a un filete de pollo en pan rallado y huevo…

«Se lo advertí» le dijo el Mendigo, de rodillas en medio del camino, mirando al Cielo y dirigiéndose a sus compasivos testigos. «Mira que se lo advertí: usted pensó que habría algo de valor en mi caja, porque es lo que todos los Viajeros piensan, pero yo sé que mi caja sólo esconde el Infierno. ¿Que cómo lo sé? Porque de algún modo esa caja es también mi corazón, mi lengua está bien, gracias por preguntar, pero los mandamases del imperio infernal que mi caja alberga me han prohibido hablar del asunto, y yo les tengo tanto miedo que obedezco… Lo único que puedo hacer es pelear para que no abran la caja y regañarles cuando la abren. Pero soy muy débil y todo el mundo me vence sin dificultad. ¡Ay! Si tan solo me dieran de comer antes de abrir la caja, y no después, yo podría hasta mostrar alguna especie de resistencia… Como dice un amigo mío, al que estimo y de hecho admiro: si hubieras leído este cuento antes de protagonizarlo todo te habría ido mucho mejor…»



19/09/23

De pie sobre mi lápida

Estoy consumido por un ente que lo devora todo y no deja nada en mí. Se alimenta de mi sed y de mi hambre. Lo noto reptando por mi oreja. No hay nada que pueda hacer jugué con cartas demasiado peligrosas. La vida sigue, la gente tiene hijos y algunos gozan del amor. Para mí hay un plato con cenizas de lo que una vez pude alimentarme. No tengo nada que sea solido y sagrado... Para mí no hay familia. Todo es un juego de sutilezas y compromisos. Sé que mis padres no están orgullosos de mí. Sé que soy un estorbo, por eso me pregunto, ¿cuándo se torcerá todo una vez más y podré por fin matarme? ¿Qué tiene que pasar para que me digne a suicidarme? No me siento bien. Todo es una máscara que cubre una terrible cicatriz. El tiempo pasa y yo me hago viejo. Mis padre morirán algún día y ese será el día que no pueda digerir, pese a que la familia sea una completa farsa. He quedado extraviado entre dos vidas muy diferentes. No encuentro palabras para reconciliarme conmigo mismo. Estoy mudo frente a mí mismo, sin nada que pueda hacer. Ni una sola mueca. Mientras se precipita el tiempo y espero a que la gente enloquezca y se consuma a sí misma como yo conmigo mismo. No estoy de pie, estoy más cerca del asfalto que mi propia sombra. De rodillas y suplicante algo de visión. No creo que exista ningún sentido de la vida, salvo más allá que la biología y la especie. Soy un marginado de mi propia existencia. Y mientras las arrugas se claven en mí, yo me iré convirtiendo cada vez más en un engendro. Necesito un coro de suicidas enamorados que me dejen unirme a su grupo. No siento sangre en mi cuerpo. Mi alma se evapora cada vez más. Y de mí no queda nada que no sea carne y huesos. El mundo, la gente, la existencia es una auténtica bazofia; y yo lo sé con tanta exactitud que me da miedo admitir que he llegado al final de mi vida. Nunca pensé que llegaría tan lejos y tan desmejorado. ¿Qué se siente ser viejo? Yo lo sé. Porque no guardo esperanzas en nada. Estoy completamente solo. Deambulando entre espejos rotos y sueños sin cumplir. Entre flechazos de odio y enamoramientos ficticios sólo por no enloquecer. Mentiras que uno se puede contar a sí mismo. ¿Por qué no encuentro paz? Debí haber muerto con el primer invierno que conocí. Ni más ni menos que el primero. Suficiente experiencia vital en ese tiempo. Debí suicidarme en pleno brote esquizofrénico. Debí haber muerto ahogado con la agria leche del pecho de mi madre. Y no esperar a morir en un cóctel de leche con pastillas. El tiempo se acabó para mí, no veo ninguna forma de salir de este agujero de mugre y destrucción. Y sin embargo, es una pena que una mente tan privilegiada para asumir el mundo y sobrevivir tenga que matarse para evitar el tedio de la espera...