Nada existe.
Si algo
existiera no podría ser conocido.
Si algo existente pudiera ser conocido, sería
imposible expresarlo con el lenguaje.
Mi padre nació sordo. Sin embargo, su discapacidad no fue corroborada
inmediatamente por los médicos, pues era un niño completamente sano, y desde
los primeros días escrutaba todo cuanto le rodeaba con una nitidez prematura.
Como era un niño sumamente atento, no fue hasta los tres años que un pediatra
pudo corroborar, a base de varias pruebas, que mi padre padecía una sordera
crónica e irreversible. ¿Resultó esto un impedimento para el desarrollo normal
de su existencia? Lo cierto es que no, en absoluto. Mi padre aprendió a hablar mucho
antes de lo normal, pues desde bien temprano manifestó una gran habilidad para
leer los labios e identificar las palabras. Por otro lado, estaba dotado de una
vista excepcional. Durante su adolescencia mostró un gran interés por la
astronomía, pudiendo atisbar las constelaciones de Lince y Equuleus de una
mirada. Antes de los dieciocho años conocía mejor la bóveda celeste que su
propia mano, y le resultaba más fácil orientarse en el cielo que seguir las
indicaciones del metro. Obtuvo el premio nacional de astronomía antes de
graduarse por descubrir una nueva luna en Júpiter, a la que llamaron Theia, en
honor a la Titánide, y lo más sorprendente de todo fue que la descubrió a
simple vista, durante una noche en la que tuvo que tumbarse bocarriba sobre un
descampado y aguardar a que se le pasara la borrachera. También obtuvo varios
éxitos en el campo de la microbiología, de hecho, el célebre artículo de mi
padre, Entorno y vida del tardígrado, fue el primer estudio
verdaderamente serio publicado en este país acerca de dicho tema, y lo cierto
es que no se valió de ningún microscopio, como tampoco de ninguna lupa, para
penetrar en los recónditos secretos de este misterioso animal. No obstante, la
verdadera pasión de mi padre, lo que realmente otorgaba sentido a su vida,
desde bien pequeño, no fue otra cosa que la música. Por extraño que parezca,
siempre mostró una cualidad innata para este tipo de arte, a pesar del abrumador
silencio que le rodeaba. Antes que hablar ya entonaba melodías, y oírle silbar
era como escuchar el alegre canto de un mirlo en primavera o el tono
embriagador de una sirena amarrada a un mástil. Sus instrumentos favoritos eran
la batería y el theremín, y durante su adolescencia fundó varias bandas de Punk
como vocalista, aunque su estilo era tan personal y refrescante, que su música
pasó a considerarse como un nuevo subgénero denominado Meta-punk, Punk
metafísico o Punk de alta montaña. Nunca se perdió un sólo concierto, pues,
con una mano sobre el bafle, era capaz de detectar las vibraciones que emitían
los instrumentos y aunarse al pogo desenfrenado de sus colegas. Después
de finalizar su doctorado en astrofísica, se colocó como jefe de plantilla en
el ROM. Sus subordinados tan pronto le admiraban como le tomaban por loco, pues
decían que era capaz de pasarse noches enteras contando estrellas.
Mi madre fue ciega de nacimiento. Sus ojos estaban revestidos de una fina
película de color gris que le daban un aspecto de criatura mitológica. Sin
embargo, el sentido de su oído era tan fino, que sólo se podría comparar al de
los murciélagos o las lechuzas. Cuando niña sus padres tenían que taponarle los
conductos auditivos, porque la intensidad del sonido era tan violenta que solía
provocarle hemorragias. La inesperada capacidad imaginativa de mi madre, que
comenzó a manifestar desde su infancia más temprana, desembocó durante sus años
de madurez intelectual en una extraordinaria facultad artística. Mi madre tenía
visiones. Podía visualizar objetos que jamás había visto. En esto residía su
eminente poder de configuración mental. Para ella todo sonido poseía una forma específica.
Cualquier concepto, incluso el más abstracto, disponía de un trazado concreto. El
tintineo metálico de la lluvia sobre las ventanas de su habitación era como una
pirámide. El amor tenía la forma de un dodecaedro. El fuego era un círculo de color verde. Los
ladridos de un perro tenían la forma de un paralelepípedo. La mentira tenía la
forma de un cono, aunque a veces también de cilindro. Su padre era un rombo y
su madre un cuadrado. La alegría era un perfecto equilátero y la envidia una
figura oblonga. El mundo que no podía ver se desplegaba ante su imaginación
como una realidad alternativa creada por Lego. Incluso cuando soñaba, cada
situación conservaba algún rescoldo geométrico. A lo largo de su vida fue solicitada
por todo tipo de especialistas, desde prestigiosos investigadores en neuro
ciencia hasta parasicólogos de toda índole. Encabezó titulares de periódico y
protagonizó portadas en centenares de revistas de inspiración esotérica, en
donde la comparaban con la soviética Nina Kulagina, famosa en todo el mundo por
sus poderes Telequinéticos. Rechazó en varias ocasiones las insistentes
invitaciones a Cuarto Milenio, pues quería dejar de ser el centro al que
apuntaban los dardos mediáticos. Estudió filosofía en la UAM siguiendo un
novedoso y arriesgado programa de Braille. Su libro predilecto era Ética
según el orden geométrico. También escribió una tesis sobre la
reminiscencia en Platón por la que recibió muchos elogios. Sin embargo, en sus
ratos libres, se dedicaba a pintar… Años más tarde, la exposición que presentó
en la fundación MAPFRE, El arte de ver a mi manera, la introdujo entre
las altas esferas del arte abstracto. Algunos de sus cuadros fueron expuestos y
valorados junto a otras obras de grandes artistas como Piet Mondrian y Kazmir
Malévich. No obstante, y no me preguntéis cómo, mi madre siempre se sintió inspirada
por autores como Goya o Velázquez.
Cuando mi padre conoció a mi madre, lo que más le atrajo de ella fueron sus
extraños y misteriosos ojos de color metálico, así como su torpeza al caminar y
las cálidas vibraciones que emanaban de su cuerpo en edad de procrear. Mi madre
ya se sentía observada por mi padre sin que éste se hubiera acercado a ella
para entablar algún tipo de conversación, pues llevaba escuchando los latidos
de su corazón desde mucho tiempo antes de que apareciera. Pero cuando al fin mi
padre se presentó ante ella, lo que terminó por conquistarla fue el tono de su
voz, pues siempre dijo que le atraían los hombres extranjeros, a los que se
imaginaba como un escutoide, y la pronunciación de un sordo de nacimiento puede
semejarse en cierta manera a la de un ruso en castellano. Mi padre sintió que
juntos sonarían como una perfecta armonía, pues de la misma manera se unen los
sonidos individuales para formar una composición completa. Mi madre, en cambio,
tuvo la sensación de que estando en presencia de mi padre todo cuanto la
rodeaba iba adquiriendo una proporción áurea, en donde todas las piezas encajaban
a la perfección.
Mi hermano mayor heredó de mis padres aquello de lo cual carecía cada uno,
es decir, que fue tan sordo como mi padre y tan ciego como mi madre. Una
perspectiva tan limitada acerca del mundo sensible bien hubiera podido influir en
su desarrollo personal, pero lo cierto es que mi hermano mayor jamás se topó
con ningún contratiempo que le impidiera desenvolverse como un niño
absolutamente normal, y esto, reitero, hay que interpretarlo en el sentido más
literal. Cuando comenzó a gatear por el entarimado de nuestra casa, resultaba
ser tan escurridizo que entre la sordera de mi padre y la ceguera de mi madre
no había quién le pillara. Nunca se tropezó con nada y podía franquear sin
dificultad cualquier clase de obstáculo que se interpusiera en su camino. Su
naturaleza era activa y curiosa como la nariz de un perro. Para cuando cumplió
los dos años de edad, mi hermano ya reconocía con milimétrica precisión cada rincón
de la casa, pues todo cuanto pudiera existir a su alrededor ya había pasado por
el filtro de su magistral olfato. Lo olía absolutamente todo: desde la ropa
extendida por el suelo hasta la que colmaba el cesto, el interior de los
armarios, los enchufes, el polvo acumulado en los rodapiés, el somier de la
cama, los barrotes de la cuna, las hendiduras entre las baldosas, la superficie
de las ventanas, el cristal de los espejos, las baldas de estantería repletas
de libros de mi madre y cuadernos de partitura de mi padre… el sumidero y la
mampara de la ducha, la piedra pómez para raspar los callos de los pies, la
escobilla del wáter, el papel higiénico, especialmente el usado, las cerdas de
los cepillos de dientes, el tambor de la lavadora, las colonias de mi padre y
todo tipo de potingues de mi madre… Los marcos de fotografías ubicados en el
mueble del recibidor, las paredes acartonadas del pasillo sobre las que colgaban
torcidos algunos de los cuadros abstractos de mi madre, las cortinas del salón,
la pantalla del televisor, el mando a distancia, los restos de comida
esparcidos por la mesa, el recipiente de porcelana en dónde se guardaban las
llaves, las carteras o cualquier cosa que pudiera ser olfateada, limando como
una aspiradora inteligente cada fibra del confortable charlestón, o puliendo la
vieja alfombra persa como un Conga Ultra Home 2290 de último diseño. En la
cocina husmeaba en todos los recovecos, abría la nevera y ponía los ojos en
blanco aspirando los mil aromas que le llegaban del interior de “aquella caja
de pandora”, pues era poco habitual el día que no lo encontraban tendido en el
suelo entre convulsiones o medio muerto por la sobrecarga de estímulos. Lo
mismo le sucedía con los productos de limpieza, en concreto con la lejía, por
lo que mi padre tuvo que guardarlos con candado para evitar que el niño se
intoxicara. Como era sordo y ciego, la única forma posible de comunicación con
mis padres era a través de un código de aromas que la inteligente de mi madre reunió
en una libreta de anotaciones con el título: Diccionario de los olores. Cuando
empezó a salir de casa, al principio acompañado, pero después libre e
independiente como el aroma de una calle de puestos de comida rápida en un país
extranjero, lo que más le gustaba era irse al campo y sentarse encima de una
roca, trepar a un árbol o situarse en algún punto elevado del terreno y disfrutar
a sus anchas del festín de fragancias que le brindaba la naturaleza. Con el
paso del tiempo, su insaciable apetito le impulsaba a buscar nuevas y
perturbadoras experiencias olfativas. El perfume de la carne quemada en los
crematorios, así como la hediondez propia del alcantarillado, o el inconfundible
olor a materia putrefacta pasada la primera semana de un funeral anónimo se
convirtieron en pasatiempos cotidianos. En sociedad se sentía como un espía que
conociera los secretos más íntimos de las personas que le rodeaban. Aspirando con
fuerza podía incluso hurgar entre sus recuerdos más remotos. No necesitaba
verlos u oírlos para detectar sus miedos. Podía oler la envidia, los celos de
un amante desesperado, el deseo sexual preñado de feromonas, que fluctuaban a
su alrededor como recién brotadas de sus crisálidas. Le bastaba con entrar en
algún sitio y saber cuántas personas había dentro. Cada individuo tenía su olor,
su marca particular, su esencia, su rastro. El olor de cada uno no se puede
cambiar ni disimular, por más capas de perfume que lleves encima mi hermano
sería capaz de “verte” entre las tinieblas, o “escucharte” más allá del espacio
sideral con tan solo dilatar las aletas de su nariz. Durante un tiempo, y gracias
al tráfico de influencias de mis padres, comenzó su carrera profesional como
agente de aduanas detectando material ilícito dentro de equipajes que, empleando
la jerga de los aduaneros, “podrían oler mal”. A través de las cámaras de
vigilancia los expertos detectaban comportamientos anómalos entre algunos
usuarios, tales como la mirada inquieta o las manos sudadas ya suponían un
aliciente de peso como para inducir sospecha. Como para intuir que “esos
cabrones apestaban a mierda”. Pero el procedimiento requería mucha
concentración y a veces los video vigilantes erraban en sus confabulaciones. Sin
embargo, a mi hermano le bastaba con un rápido movimiento de sus fosas nasales
para cerciorarse de que “esos cabrones hedían peor que el pescado podrido”. Ni los perros o los test de droga eran tan
eficientes como la nariz de mi hermano. Sin embargo, aburrido de un empleo tan
poco enriquecedor como insulso, donde la escala de olores apenas variaba de un
individuo a otro, decidió emprender su propio negocio aprovechando la única
virtud que, ya fuera por exceso o por defecto, había heredado de mis padres. Mi
hermano diseñó una cadena de “restaurantes” de alta gama inspirados en la idea
de oler “cocina minimalista”. El procedimiento de la degustación consistía en
destapar uno tras otro los infinitos platos de los que se componía el menú,
cuyo contenido no albergaba otra cosa que una mezcla homogénea de vapores y
gases que, una vez inhalados, te perforaban la pituitaria. Después el cliente sufría una especie de
catarsis al expandir las fronteras de su universo olfativo hasta niveles
insospechados. La degustación podía dilatarse bastante en el tiempo y todo ello
con la ventaja de salir del restaurante con el estómago completamente vacío, por
lo que el cliente terminaba el evento con una sensación de liviandad muy
reconfortante. Platos como Hebras de titanio con madera de pino ahumada
o Huevos de avestruz sulfurados al diamante fueron catalogados como “la experiencia
del año” o “la aventura estética por antonomasia” y todo como resultado del
apoyo incondicional del círculo de imbéciles que especulaban con los cuadros
abstractos de mi madre.
El nacimiento de mi hermana fue el primer caso diagnosticado en España de
anosmia congénita, además de padecer ceguera y sordera crónicas. Fue un caso
especialmente anómalo, y dada la expuesta herencia familiar, el gobierno dotó a
mis padres de una generosa ayuda económica. El carácter de mi hermana era
extremadamente tranquilo y sosegado, y a veces pasaba incluso desapercibida ante
la aguda vista de mi padre. En una ocasión, la confundió con uno de los cuadros
abstractos del pasillo. Su respiración resultaba tan pausada, que mi madre
debía afinar el oído para cerciorarse de que aún permanecía con vida. Cuando
nació, a pesar de constituir un nuevo olor para la colección de mi hermano, este
era de una naturaleza tan neutra e inocua que pronto perdió todo interés para
él. Mi hermana creció con algunos problemas de salud, pero por lo demás, y a
pesar de su exagerado mutismo, bastaba con percatarse de su existencia para quedarse
completamente prendido de su belleza. Una belleza no sólo física, sino que de
su mismo interior emanaba una luz tan pura y edificante, que, al contemplarla,
uno tenía la sensación de estar ante la presencia de una criatura sumamente divina.
Los vecinos del barrio solían visitar a mi familia con frecuencia para conocerla,
y se postraban sucios o desamparados a sus pies en compañía de sus hijos o
animales enfermos con la intención de que les tocara. Pronto corrió la voz de
que obraba auténticos milagros. Uno de los vecinos más miserables del barrio ganó
la lotería el mismo día en que fue tocado por el santo dedo de mi hermana. Comía
muy poco y pedía lo necesario para su exigua manutención. Sin embargo, en lo
único que no escatimaba era en tomar sus famosos “baños de luz”, como si los
rayos de sol constituyeran su principal fuente de alimento. En cambio, temía a
la oscuridad y era extremadamente susceptible a los cambios bruscos de
temperatura. Por eso en invierno, mis padres tenían que estar especialmente
atentos, pues una leve bajada de temperatura podría ocasionarle un grave
resfriado. Sus manos eran blancas y suaves como el algodón, le bastaba con
pasar superficialmente la mano por un rostro para adivinar la edad, el sexo e
incluso el género, y pronto se dio cuenta de que también podía averiguar si una
persona estaba verdaderamente enferma o, por el contrario, padecía el síndrome
de Münchhausen. Su sentido del tacto era de una naturaleza tan hipersensible, que,
tan sólo con rozar la yema de sus dedos por cualquier parte del cuerpo, podía detectar
una enfermedad a tiempo. Esto captó inmediatamente la atención de los médicos,
por lo que fue integrada en un equipo de investigación contra el cáncer de
páncreas, y con la ayuda de mi hermana lograron salvar muchas vidas y, si no
vidas enteras, si al menos trozos de vida, rescatando órganos de la metástasis
pancreática para poder refrigerarlos y donarlos a nuevos pacientes con el
páncreas jodido. Trabajó primero en el Hospital Puerta de Hierro, luego en el
Gregorio Marañón y, finalmente, en la Paz, en donde, por razones que me
dispongo a relatar, tuvieron que trasladarla e ingresarla en el hospital
psiquiátrico de Mondragón. El estrés
ocasionado por el trabajo como detectora de cáncer de páncreas, sumado al
continuo contacto con la vida y la muerte, más las rotaciones horarias y la
consecuente falta de luz natural acabaron por trastornar por completo a mi
hermana. Comenzó a ser un hecho bastante habitual que cuando moría un paciente,
y mi hermana se encontraba todavía en la habitación del muerto, la temperatura
empezara a bajar inexplicablemente. También era común que, estando mi hermana
sola en alguna dependencia del hospital, algunos objetos se desplazaran sin
causa aparente o fueran arrojados con violencia. Luego estaba el tema de las vibraciones
en su cerebro. Vibraciones que parecían venir de ultratumba acosaban a mi
hermana durante la noche provocándole largos episodios de insomnio. Durante el
tiempo que permaneció trabajando en el hospital perdió mucho peso, y su tez se
fue tornando cada vez más pálida y macilenta. Como si los muertos por cáncer de
páncreas hubieran regresado de la última frontera para disputarse su cordura.
¿Estaba mi hermana sufriendo una experiencia poltergeist? Con toda la presión
que llevaba acumulada, su capacidad de detectar el cáncer comenzó a ir en detrimento,
y su fama y reconocimiento expiraron como el último aliento de un paciente metastásico.
Poco tiempo después, la diagnosticaron de esquizofrenia paranoide y,
finalmente, chupada hasta la medula y blanca como la cera, fue ingresada en
Mondragón. Con el paso del tiempo su salud se fue restaurando, la piel recobró el
tono y rigidez habituales, y la belleza volvió a insuflar serenidad en su
rostro. Las voces se extinguieron y los espíritus de cáncer pancreático dejaron
de incordiarla para siempre. Además, allí entabló amistad con el poeta Leopoldo
María Panero, que le recitaba, o más bien le balbuceaba poemas ininteligibles.
Mi hermana, que era incapaz de verlo, oírlo, e incluso olerlo, se conformaba
con palpar las cicatrices de una vida marcada por la autodestrucción, y acabó enamorándose
de Leopoldo, aunque lo hizo desde la clandestinidad, en silencio y sin ruido.
Yo fui el último vástago de mi familia. Siguiendo la lógica de la
argumentación, cabrá suponer que nací sin ninguno de los ventajosos atributos con
los que contaron mis predecesores, pues nací completamente ciego, sordo, sin
olfato y sin sentido del tacto. Dadas estas privaciones, comprenderéis lo
extraordinariamente difícil que resulta para mí la presente exposición: pues no
sólo soy una anomalía biológica, sino que, además, constituyo un auténtico problema
filosófico. Como vivo al margen de las sensaciones, resulta que el mundo me es
tan ajeno como lo pueda ser yo con respecto al mundo. Quizás, mientras me
señalen, podrán decir: “es él”, o: “es esto”, pero eso sería como confundir la
sombra que proyecta una figura con la figura misma. Es como si despertara en un
ataúd y, sepultado a varios metros bajo tierra, me condenaran a escuchar lo que
dicen de mí sin poder oír nada. Mi vida es como el punto de intersección de dos
paralelas que se prolongasen hasta el infinito. Si en el país de los ciegos, el
tuerto es el rey, entonces; en el país de los ebanistas, yo sería el amputado. Pongámonos
en el lugar de mi madre, y que ésta tuviera ante sí un círculo y un cuadrado,
pues yo sería la cuadratura del círculo. Mi situación es parecida a la de un
mentiroso que nunca pudiera dejar de mentir, pero que, al mentir ¿estaría
diciendo la verdad? O como el caso de los escépticos, que al poner en tela de
juicio toda doctrina, terminarían por negar la suya propia. Si Dios, en su
versión omnipotente, diseñara un muro indestructible y, al mismo tiempo,
arrojara contra el muro un misil con la capacidad de traspasarlo, entonces acontecería
una paradoja cósmica, es decir, mi caso. Si en un show en directo, en el punto
de mira de miles de espectadores, se dispusiera una cocina completamente
equipada y provista de todo tipo de ingredientes, yo sería el chef al que le
temblarían las manos. La cosa es que nací con tres meses de antelación, y lo
cierto es que no sé a qué vino tanta prisa, si, total, para lo que podía hacer
en este mundo, mejor haber permanecido en el útero, o, mejor aún, ni siquiera haber
salido de los cojones de mi padre. Se supone que, para la fecundación de un
óvulo, el espermatozoide debe recorrer un largo camino repleto de peligros.
Algo así como un éxodo, pero a la inversa, y que muy pocos logran su objetivo.
Si, como dicen, la naturaleza no obra en vano y yo era precisamente ese
espermatozoide destinado a perpetuar y mejorar las condiciones de mi especie,
entonces o bien no es cierto que la naturaleza no obre en vano, o bien es que la
naturaleza resulta impredecible, pues sólo cabría imaginar en qué términos de privación
se encontraría el resultado de mi progenie. Me pasé varios meses en la
incubadora, sumido en ese tipo de inexistencia que realmente no se diferenció
mucho de lo que sería el resto de mi vida, rodeado de cables y de pantallas
intermitentes que seguían mis constantes vitales asegurándose de que estuviera
jodidamente sano. Quiero que sepáis que tampoco era del todo inerte, pues
respondía a los estímulos como bien pudiera hacerlo un hongo. En ese mundo de
sombras y silencio a veces penetraba una luz enfermiza como la del quirófano, y
en vano pensé que podría ser Dios, o al menos, su cara, o quizás un poco de
esperanza, cuando en el fondo no era otra cosa que la prueba manifiesta de ser
un muerto enterrado en vida. Por lo visto, mi cerebro era sumamente grande,
pues pesaba más que el de Einstein y Hawking juntos. Intrigados por la
excepcionalidad de mi caso, un grupo de investigadores conectaron a mi cráneo
un novedoso aparato que aseguraban poder medir mi inteligencia. Al primer
impulso de mi cerebro, el aparato quedó completamente chamuscado. Después la
empresa quebró y el jefe del equipo de investigadores se sumió en una profunda depresión.
Pero todo esto sucedió antes de que se pudieran recuperar los datos recogidos durante
el experimento. William James Sidis, con un coeficiente intelectual de entre
doscientos cincuenta y trescientos puntos, y que hasta la fecha era el hombre
más inteligente del que se tenía noticia, pasó definitivamente a la historia tras
corroborar que mi CI era superior a los nueve mil puntos. Cuando apenas contaba
con un año de edad, la actividad de mi cerebro era tan superior a la que pudiera
soportar mi cuerpo, que era como pretender que funcionase un ENIAC del cuarenta
y seis con un procesador tipo AMD Ryzen 93950x, o como que un elefante se
desplazara con el corazón de una mosca, o como levantar los ochocientos veintiocho
metros del Burj Khalifa sobre cimientos de escayola. Para superar dicha
dificultad, mis padres contactaron con Human Machine & Technology Power Systems,
una agencia especializada en la implantación de dispositivos electrónicos en el
cuerpo humano. Pronto iba a formar parte de aquella estirpe de desequilibrados
mentales que promueven la progresiva transformación de nuestra especie en
cíborgs. Casos como el de Neil Harbisson, que fue el primer ser humano que se
implantó una antena en la cabeza, presuntamente para identificar los colores
mediante frecuencias de sonido, pero que, en realidad, no aspiraba sino a ocultar
su condición de asexual disfrazándola de un comportamiento especialmente
excéntrico. Aunque también está el célebre caso de Manel de Aguas, supuesto
joven artista de Barcelona, que se implantó unas aletas en la cabeza para detectar
el campo magnético de la tierra. Sin embargo, lo único que consiguió fue que le
prohibieran el acceso a la basílica de la Sagrada Familia, y que incluso los
perros le ladrasen más que antes. Todo ello recogido en un artículo del Testigo,
titulado: Transespecie: la nueva tendencia de la Generación de Cristal. No
obstante, quisiera dejar claro que no tengo nada que ver con esa panda de
mamones, pues mi situación provenía de una necesidad vital y no de una absoluta
desintegración personal. Además, no se trataba, en mi caso, de implantar un accesorio
tecnológico en mi cuerpo, sino de coger mi cerebro, de arrancar mi conciencia,
o ¡qué coño, de trasplantar mi hermosa alma a una jodida máquina! En términos generales, si se me permite
filosofar, podríamos estar hablando incluso de la creación de un nuevo
organismo, del producto final de la obra de Prometeo, de la primera máquina
dotada de verdadera inteligencia. Considerarlo como queráis, pero tras la
peligrosa y revolucionaria operación, que duró más de tres semanas, habían
logrado introducir un cerebro de más de doce kilos en un “ENIAC” cuántico. En
este sentido, puede afirmarse, sin lugar a dudas, que fui el primero de mi
generación. El nuevo “hardware” me brindaba la oportunidad de multiplicar de
forma colosal mis facultades, pudiendo asimilar y gestionar información a una
velocidad nunca vista, como si mi mente se hubiera transformado en un micelio
gigantesco capaz de interaccionar con realidades infinitas. La naturaleza
caleidoscópica del cosmos y sus mundos posibles. El universo holográfico
desplegándose ante mí como las páginas de un libro: el origen y la futura
extinción. Me había convertido en el último sueño de Dios, en un nuevo concepto
de eternidad, y mientras las naciones del mundo se disputaban el dominio de la
Tierra, mientras todo parecía conducir a los prolegómenos de una catástrofe
nuclear, a mí me mandaron a Theia acompañado de una colonia de
tardígrados. Misión Panspermia, así la llamaron, y cuando el último
brote de hierba creció sobre la tierra, yo presenciaba los albores de una nueva
civilización.