Soñé
que mi hermana pequeña había muerto. Yo había criado a mi hermana durante sus
primeros años de infancia y mis últimos años de adolescencia. Ella había
muerto. Mis padres, para suplantar su pérdida, y a pesar de su edad avanzada,
concibieron una nueva hermana. Esta hermana era idéntica a la anterior, y de la
misma forma, yo cuidaba de ella y paseaba por las mismas calles mal asfaltadas
de aquella urbanización abandonada a la voluntad de la naturaleza. Sus ojos
verdes y cristalinos me observaban con el mismo entusiasmo que mi hermana
difunta me hubiera observado entonces. Pero yo no me sentía con fuerzas para
ser el mismo, yo era otro, es decir, había cambiado sustancialmente a lo largo
de los años y mis convicciones eran radicalmente diferentes. Yo quisiera detenerme
y mi hermana había muerto. Ahora no tenía paciencia, ni fuerza, ni ganas para
repetirme. De alguna forma yo también había muerto por cuanto ella llegó a ser
de mí antes de que muriera. No era el mismo, era un espectro como el recuerdo
que evocaba de ella y que mis padres habían artificialmente suplantado.
Entonces lloré desconsoladamente, lloré por rabia, por impotencia, por esa muerte
que en parte no era sino la mía propia, lloré por todos los muertos que había añorado,
por mi abuela, que tanto quise, lloré por la próxima muerte de todos los que
quiero, lloré por mi propia muerte y desperté llorando y cuando desperté nadie
había muerto. Mi hermana seguía viva, a pesar de que yo no pude dejar de llorar
incluso conociendo toda la verdad.