*Diarios de Invierno
Un fantasma epidural penetrando por mi espalda mientras me quedo petrificado en medio de la soledad de una habitación desordenada y polvorienta. Mil espectros forcejeando por mi completa atención: pastillas antes de dormir... un desastroso rastro de químicos. Una desconexión completa con la atmósfera, negándoseme la propia flor de la vida, el progreso y la belleza de un nuevo día. El nunca despertar de la nube gris invernal y devoradora de ocasos y de niños. Noches enteras en un pesado insomnio y una levísima necesidad de ser protegido por algo superior. ¿La fe restaurada sólo por miedo a la soledad? La existencia convertida en pesadumbre y la propia vida en rutina biológica: dormir, comer, mear y cagar. De los laureles del descanso perfecto llega el largo sonambulismo y el letargo del nunca despertar. Horas y horas abrazados al edredón mientras te refugias en un mundo imaginario y de aparente poder y calma… pero que no es más que un maldito descanso letal. Entre risas burdas y nerviosas, una serpiente se mece entre las sábanas e intenta devorar mi carne, con sus cuernos raspa mi piel, pero yo estoy dormido y no puedo negarme. Tampoco me río, ni lloro, ni me quejo. Pero sé que está allí. Un insecto busca la piel para inyectarme veneno y succionar mi sangre rojiza y deliciosamente química. No hago promesas que no puedo cumplir porque no cumplo nada de lo que digo… De la catástrofe de nacer el maldito hastío de sobrevivir a duras largas noches y penas. Tristeza asomándose por la ventana de la habitación. Como un ángel se asoma un rostro por la ventana. El agua sabe amarga y el pan está rancio y mohoso. La leche materna caducada entre mis labios mientras lloro de pura agonía. Y la papilla de mis padres está mezclada con cianuro. Porque la inteligencia les ha hecho saber que soy un bebé que se desea a sí mismo muerto. La cabeza me duele de tanta telepatía con Dios. Los ojos están descansados, pero la mirada la tengo cansada de tanta repetición: de tanto bucle: de tanta rueda: de tanta inercia: de tanta… No hay libertad excelente y sublime deleitosa en nada de lo que acontece y de la propia existencia en la que participo no hay belleza, no hay perfección, no hay confianza ni compañía. La soledad lo consume todo en medio de bodrios bordes y calles paralelas. Por suerte sólo estoy dormido mientras no me quejo de toda esta improbable malicia humana. ¿Quién diseñó las calles dónde caminan los sonámbulos? Qué asco me dan las calles. Las palomas caen muertas por el frío, mientras me acerco a ellas y las veo convalecer pienso que al menos han muerto cerca de la Iglesia de la ciudad. Muchas víboras cerca, muchos desviados mentales en la capital. No hay nada reconfortante en la cueva de la que nació la serpiente de mi cama. La serpiente infame que busca la carne de mi manzana. Y de entre los dolorosos sentimientos que poseo en mi alma el único que me perturba es el de caer cabizbajo y no volver a hablar con nadie, ni siquiera conmigo mismo. Luego las mismas baratijas de siempre: dinero, tabaco, alcohol, drogas; y a lo lejos una silueta hermosa e increíble. Una mujer que te contempla más allá de todas las desgracias que vive tu propia condición humana. De la boca de un payaso la lengua verde y putrefacta de un beso lejano. De los ojos de un demonio el color amarillo que nunca se olvida y te deja mudo dos o tres meses. Y de los labios de una madre cínica y cruda sólo los latigazos en tu propia boca. De las palabras de un padre sabio sólo la culpa y el dolor de no ser lo suficientemente *** cómo para quitarte la vida. Y no hay calma en sus palabras, ni paz para los adultos que no pueden hacer otra cosa que ver rostros siluetas y fantasmas aproximándose, como fichas de ajedrez en horda y salvajes, buscando el apetitoso sabor de la sangre. Oxidado y carcomido tengo el corazón de tanto odio y soslayo. Mancillado y jodido tengo el pecho de tanto inhalar la respiración de mil espectros verdes rojos y tullidos. De la cuerda asfixiante, de los ojos hinchados por la sangre; del cóctel de pastillas, del ardor imposible de soportar en el estómago; del filo de un cuchillo de cocina, al calor de la sangre… de los besos de una madre ferviente y maravillosa al desprecio de su mueca y sus ojos crudos y cínicos… en el borde de la desesperación nace un sentimiento aborrecible y teñido de oscuridad. Yo no te odio por lo que somos ahora, sino por lo que me has hecho ser… nunca un nacimiento fue tan crudamente despreciado. Ni los ojos de un recién nacido, ni sus pequeñas manos podrían salvarte de todo el veneno que llevo conmigo. Ni tus palabras de calma, ni tu vejez, ni tus buenos sentimientos nada de eso. Todo está lleno de la más abominable necesidad de ser escuchado por tu corazón negro. Reina de la inmundicia, yo heredero de toda esa inmundicia. Ni los cuchillos de tu madre frenética y psicótica, ni los maltratos de tu padre. Nada de eso me importa. Me duele a lo lejos tu silueta llorando mientras te acribillan a insultos y a maltratos físicos, sí; pero ¿qué es peor la flor o la semilla? No lo sé, pero tampoco tiene sentido diluirse en todo ello... Estoy sucumbiendo como un insecto que revolotea encima de un cadáver fresco a punto de convertirse en comida para larvas. Una mosca hedionda y maldita que busca inocular sus huevos en mis poros y luego devorar mi carne, la grasa y dejar los huesos intactos para que erosionen con el tiempo, la calima, el frío, el calor, el sudor muerto o la triste ruptura de la fantasía: un familiar preocupado. Detesto tanto este sentimiento que...
*Lapsus
Del nudo de un cuello formidablemente fuerte la tristeza ya la depresión asoma por la yugular palpitante y asfixiada por el grosor de la cuerda. El mundo se precipita sobre su propio vómito viscoso y nada refleja luces sanadoras, no hay palabras para describir el cansancio vital y el desánimo humano. Ese letargo infame y confuso que todo lo consume entre gemidos burdos y tristes lamentaciones me digo: estás tardando...
*Escombros
Me despierto de madrugada ansioso y desequilibrado, son las cuatro y no he tomado las pastillas, cojo un vaso con agua y trago las píldoras. Después me sumerjo en una atmósfera fría y nostálgica de sentimientos abrumadores y cansancios repetitivos. Como una sanguijuela que va chupando mi sangre, una sanguijuela gigante y monstruosa depositada al lado derecho de mi cama, allí me enchufo y vuelvo a dormir para no querer despertar nunca. Las horas se hacen interminables entre la primera papilla hasta la última cena. Y de entre la basura rebusco colillas de tabaco medio muertas como yo para fumármelas en sagrada misa con Dios. De mis estímulos: los días haciéndose y naciendo muertos. De mis deseos: el último desprecio hacia la vida. Y entre los escombros que es mi vida la última verdad de todas: estoy envejeciendo a un ritmo grotesco, hasta siento las arrugas palpitando por mi rostro y las canas seduciendo mis cabellos para que de su negro se perturben a blancas. En mis barbas unas veinte manos, con dedos blancos. En mi cuello una tos sucia y húmeda. De mi aseo personal no queda nada, salvo la ropa sucia del suelo, y entre lamentos me recuesto sobre la cama verde y duermo entre moho, suciedad y la silueta de un demonio amarillo. En la silueta de la madrugada me reconozco cansado y aturdido. Como un zancudo que acaba de ingerir sangre química. En las fotos personales de un recién nacido no encuentro nada que me compare con lo que algún día fui: una criatura pura, ligera, y llena de vitalidad. Sólo soy una flor sujeta al suelo por una única y miserable raíz biológica. Me pregunto entonces, ¿cuándo vendrá algún niño bobo a arrancarme por completo de este mundo y hacerme el favor de llevarme al otro lado? ¿Quién fuera una flor en una maceta, muriendo mientras el tiempo no se detiene para nadie? En baja forma, en pésima condición mental, y en un triste estupor y sueño crónico… Entre estornudos y miradas infames hacia la calle por la ventana, sin exponerme demasiado, ¿por qué el sol me pone de tan mal humor? Son las doce de la mañana y mi único impulso es intentar dormir hasta que se haga de noche. Y los días que logro recorrer el asesinato de mi dignidad me digo que no debería dudarlo ni un instante más, que hay que dormir al medio día para no perder la costumbre. No me quejo, no me sorprendo, sólo, en lo más íntimo de mi corazón, lamento encontrarme así. De todos los callejones oscuros negros y tétricos del mundo, el único que me sé de memoria es mi habitación, un largo pasillo hacia ella, como un sarcófago, como unas manos sacudiendo a un recién nacido que adormece su alma moribundo. Y entre lágrimas me digo si soy todo esto que estoy viviendo, si no soy más que carne enlatada a punto de caducar. Del amor trágico a unos padres trágicos, del enamoramiento a una hermandad muda… de los deseos de una amistad eterna; y del dolor de la pérdida de un buen amigo. ¿Cuándo se acostumbrará uno a toda la desdicha del mundo que no sea una exageración cuándo en realidad no existe nada que pueda perturbar la mente de un hombre enfermo salvo la expectativa del bienestar? ¿Es que no os habéis dado cuenta que lo único que puede matar a un hombre muerto es el olor de la salud? Pero hasta en el abismo de mi propia existencia, en las horas muertas más horribles del aburrimiento, y en los cánticos más hermosos que la humanidad hubiera podido imaginar, aún en los momentos más luminosos de una infancia protegida siempre habrá un atisbo de soledad. No niego la existencia de Dios, ni la existencia de las sanguijuelas gigantes. Porque aunque ambas las sienta constantemente y no las pueda tocar, ambas me acompañan allá a dónde voy. Dónde me refugio en la oscuridad de la noche es dónde cae la sombra de los árboles milenarios de islas carcomidas por la droga y la delincuencia. No tengo esperanzas en un mundo mejor, y aunque se diga que todo mejora, cambia y se reinventa, no tengo el más mínimo apetito en nada que no sea desaparecer como un insecto desaparece del cosmos. Estoy solo y no me quedan flechas en el corazón. Estoy podrido en una atmósfera extraña que me abraza con sus largas manos infames y me lleva a dormir. Me relamo por puro instinto, soy una criatura llena de cicatrices que no se pueden tocar. Un espíritu desganado y miserable que no encuentra redención en nada de lo que hace. ¿Y todos mis deseos y todo lo que quise ser? ¿Por qué tengo que vivir este tormento? ¿Merezco todo esto? ¿Soy culpable de algo que no haya sido ser libre? Y mientras me sonrojo solitariamente y siento el olor de la salud me retuerzo sobre mi asiento y me pongo a llorar. Porque sé que esa salud que se evapora diluye embadurna y asoma hacia mí no es más que otra mentira más. Porque sé que lo único que puede quebrarme es la esperanza de un ritmo diferente, y no lo tolero. No dejaré que me engañen más, por eso mismo, sujeto con firmeza una cuerda y me despido del mundo, anudo una tosca línea salvadora mientras me deleito en el mundo que se ha creado, me despido de los amores que he conocido, hago las paces conmigo mismo y aunque no lo crean, después de la mugre, la piel muerta, y las larvas siempre estará el gesto de asco que tuve los últimos años de mi vida. No soporto más esta mierda. No soporto más esta cárcel psicológica, estas murallas de fuego infernal, esta cama sagrada que sólo debería verme de noche… y la gran sanguijuela que sigue mamando de mi cuello, el gran demonio sobándose sobre mí, y el miedo, la angustia, la soledad, la maldad, las moscas por todas partes, ollas podridas con restos de proteínas putrefactas, fruta muriéndose sobre la mesa, verdes, soltando un vapor grisáceo verdusco… un verdugo que venga a poner orden y fin a todo esto. De entre los escombros que es mi vida, de lo único que me arrepiento es el de no haber sido lo suficientemente fuerte cómo para no caer en el vicio de la desidia, la pereza y en definitiva, de la patética condición de ser un parásito en vida. Si los parásitos hablasen, si las puertas rotas hablasen, si los ojos tuvieran alma, los míos estarían ciegos o inundados de un rojo tan fuerte que al mirarlos arderían.