Uno.
Nacimos. Torpes, aturdidos,
prácticamente ciegos. Impulsados por ese instinto de supervivencia que nos
mueve hacia las rezumantes tetas. Nuestra madre aúlla desgarrada. Meras bolas
de pelo desplazándose hacia su regazo. Ella nos da cobijo y nos alimenta. Meras
bolas de pelo impregnadas de líquido amniótico. Dos hembras y tres machos. Nos
peleamos por hacernos un hueco, huyendo de la intemperie. Huelo y araño a mis
hermanos. Tropezamos sobre nuestros propios pasos. Nuestra madre devora su
placenta, su propia materia, alimentándose de su propia carne, de sus mismas
entrañas teñidas aún de sangre.
Dos.
Uno de mis hermanos no avanza. Parece
que nació sin vida, o lo que es lo mismo, para él la vida significó la muerte,
lo cual entraña cierta contradicción. La vida como el comienzo de la muerte,
porque nacer implica empezar a morir. Pero nacer muerto es una violación en
toda regla de las leyes elementales de la naturaleza. Su muerte fue en realidad
un amago de vida. Su corazón no llegó a latir. El tiempo de su vida se agotó
incluso antes de haber empezado a ir marcha atrás.
Tres.
La leche. Tocamos a más leche por
hocico. Poco a poco vamos secando a nuestra madre. Desinflando a nuestra madre.
Ella permanece en reposo. Quieta. Respirando hondamente. Los primeros días son
oscuros. Son lentos como la oscuridad. No tengo prácticamente consciencia de mí
ni de los otros. Busco continuamente el pezón húmedo de la madre.
Cuatro.
La primera vez que abro los ojos
siento que me arden. Extrañas formas se van acoplando a mis retinas. Siluetas y
sombras y oscuridad. Eso es todo. Eso es la vida. Después de beber leche me
duermo, entre mis hermanos, recostados junto al vientre de la madre que apenas
se ha movido desde que nacimos. Entre todos nos damos calor. Se está bien así.
Se está bien.
Cinco.
El olfato. Es poderoso el olfato.
Ensancho las aletas de la nariz y me llegan del mundo mil aromas distintos. Del
interior: olor a leche. El olor de mis hermanos. Olor a madera vieja. Olor a
flores marchitas. Olor a herrumbre. Del exterior: a humo. A tormenta. El
inconfundible olor a tierra mojada que desprenden unas botas. Unas botas
enormes a las que les precede un ruido estremecedor. Las botas de un gigante
cuya inmensa sombra se cierne sobre nosotros como una noche tenebrosa privada
de luna y estrellas. El tacto de una mano áspera y peluda. Una mano enorme como
una tarántula que nos agarra del pellejo y nos mete en un saco. Huelo la roña
que esconden sus uñas. La madre gruñe a esa mano peluda y monstruosa enseñándole
los colmillos. Oscuridad. Escucho a la madre ladrar hasta que sus gritos
desesperados se ahogan en la distancia. No sé a donde nos llevan.
Seis.
Nos abandonan. Olor a putrefacción.
Echamos en falta la leche de la madre en el trascurso de las horas eternas, las
horas del hambre pesadas como siglos mientras nos consume la incertidumbre del
futuro incierto que nos aguarda en este lugar insalubre atestado de ratas.
Mezquinos roedores merodean entre nosotros. Chillan restregándose las zarpas
mientras nos mordisquean con sus repugnantes hocicos de rata. El miedo cala
entre mis hermanos y yo. Al cabo de unos días el olor es insoportable. Al
principio protestábamos de hambre y miedo, profiriendo agudos ladridos de
cachorro. Luego algunos de mis hermanos dejaron de protestar. Luego algunos de
mis hermanos se quedaron rígidos como estacas y callaron para siempre. Yo
también quiero callar para siempre, pero algo más poderoso que el miedo y el
hambre impide que cese de ladrar. De clamar auxilio al vacío. De gruñir a esas
ratas que devoran los vientres hinchados y hediondos de mis hermanos
muertos.
Siete.
Una luz intensa penetra en aquel
lugar inhóspito. Al fin han escuchado mis ladridos después de tanto tiempo.
Después de que solo yo quedara con vida. Olor a perfume de rosas. Unas manos
blancas se acercan a mí. Me acogen y me elevan como alas de ángel. Frente a mí
distingo un rostro salpicado de pecas en el que brillan unos ojos negros e
inmensos. Me dejo acunar entre esas manos y cierro los ojos. Siento los latidos
entusiastas del corazón que me acoge. El aliento fino que mana de sus pulmones
y que me acaricia el pelo. Escucho su voz dulce y tierna. Aquellas manos de la
providencia me sostienen por encima del mundo. Me lavan y me libran de la peste
en la que me hallaba sumido.
Ocho.
Se llama Gloria. La mujer con manos
como alas de ángel. La mujer que me llama mi niño y que me da de beber su
propia leche. Siento que recupero las fuerzas. En unas semanas he triplicado mi
peso. Mis sentidos se agudizan. Un mundo que hasta entonces desconocía se abre
ante mí con una voluntad pasmosa. Un sistema de cuerdas impide que me aleje
demasiado, y a veces es mejor permanecer atado. El mundo es algo demasiado
grande para mí, demasiado para ser enteramente explorado. Estoy mejor así,
libremente atado a las manos de Gloria. Muy contento observo que mi cola no
para de moverse en todas direcciones. No sé por qué. Muevo la cola y Gloria se
agacha y me sonríe. Me acaricia el pelo y noto como la piel de mi cráneo se
echa hacia atrás, al igual que mis orejas. Me siento relajado así. Soy feliz
acompañando a Gloria al exterior durante por lo menos tres veces al día.
Nueve.
Desde hace un tiempo me alimento de
sólidos. Una auténtica bazofia. A veces es húmeda y desprende un olor semejante
a la hez de un animal enfermo. Al principio sabe bien, pero luego se te hace
una pasta en la boca dejándote un regusto a hígado podrido. Otras veces es
seca. Se te queda entre los dientes y su sabor es parecido a lamer la herrumbre
del alcantarillado. Sigo prefiriendo mil veces más la leche. Pero Gloria ya no
me da leche y me tengo que conforman con semejante porquería. A veces me llega
de la cocina el olor a un filete crudo. Entonces, no sé por qué, comienzo a
segregar saliva como un epiléptico. Me alzo sobre mis dos patas traseras
ladrando a Gloria. A veces sueño con ese olor y me imagino cómo debe saber. En
una ocasión aproveché un despiste de Gloria para hacerme con uno de estos
filetes. Gloria había servido el filete para un invitado. Nunca me cayó bien ese
individuo. Nada más entrar en mi casa irrumpía emitiendo una clase primitiva de
ladridos, gruñéndome y sacando los dientes. No soportaba el olor que
desprendían sus manos sudadas ni su aliento. Yo también le ladraba a él dejando
entrever mis dientes afilados dispuestos a arrancarle el corazón si daba un
paso más hacia mí. Yo me apoderé de aquel filete y él me cerró el hocico
prendiéndomelo entre sus gruesos y fornidos dedos de primate. No me gustaba
para Gloria aquel macho salvaje con los ojos enormes y los dientes blancos como
perlas. El olor de su piel negra como el ébano. Sus enormes pies descalzos
manchando el suelo de mi casa. Sus desproporcionadas fauces aproximándose a la
boca de mi dueña. Su lengua rosa, gorda, como el filete que había estado a
punto de devorar. No me gustaba cómo acariciaba a Gloria con sus extensas manos,
ni cómo se apretaban en torno a los blancos y flácidos muslos de Gloria, ni cómo
se hundían en sus cavidades, ni cómo su enorme rabo se hundía allí donde
también había metido la lengua, ni la leche que manaba de su rabo espesa y
caudalosa, pero que olía peor que las hojas putrefactas que se apelmazan en las
calles cuando los árboles mudan de piel.
Diez.
Mi relación con los otros perros se
limita a olernos con sagacidad. Nos restregamos el hocico por nuestros ortos y
órganos sexuales. Se puede conocer mucho acerca del otro con olerle el culo. Es
como mirarse a uno mismo frente a un espejo. Los machos que todavía conservan
sus huevos desprenden un olor que despierta la rabia de otros machos, así como
el interés de las hembras. Hasta el día en que yo conservé mis testículos todos
los machos me ladraban cuando Gloria me sacaba al gueto. Las hembras se
acercaban y disponían su trasero delante de mí hocico para que las oliera y las
montara. Me gustó una perra salchicha que tenía un culo respingón. Me gustó
aquel olor porque en cierta manera me recordó a mi madre. La polla se me salió
en forma de cuña roja como un pintalabios y se puso tiesa y rezumante. Al
principio costó que entrara. La presión de su pequeño chocho de perra virgen
(era su primer celo) me dio mucho gusto. Cuando la tenía completamente dentro,
alzado sobre mis dos patas traseras, me menee dentro de ella haciéndole gemir
voluptuosa a través de instintivos pero prácticos y finos movimientos de
cadera. Me alegro de haber perdido la virginidad. Conozco otros casos de perros
que mueren sin haber echado un polvo a una perra. Pistós, por ejemplo, que era
un pastor alemán que yo no llegué a conocer personalmente; pero los demás
perros del gueto me contaron que el bueno de Pistós, siendo tan gallardo como
era, jamás logró montar a una perra. Murió viejo y triste, con el pene tan
marchito como su alma. Una artrosis prematura le privó del acto sexual desde
bien joven. Es la cosa más triste del mundo.
Cuando andaba cerca de cumplir el año,
Gloria me llevó amordazado a un lugar tan resplandeciente y pulcro que
resultaba estremecedor. Había más como yo aguardando en la sala de espera, con
el rostro cabizbajo y el rabo metido entre las piernas. Presos de un miedo
inconcebible que resultaba aún peor por el hecho de que desconocíamos qué
diablos hacíamos allí. Aunque yo lo sospechaba, pues un perro amigo mío me
había dicho que pasado cierto tiempo nos llevaban a un sitio parecido al que me
encontraba, y que un hombre gordo, vestido con una holgada camisa decorada con
estampados de huellas de perro de colores, nos arrancaba los huevos tras
sedarnos con un medicamento que nos privaba de voluntad. Cuando te despertabas
ya no tenías huevos. Ya no te volverían a ladrar por la calle otros machos y
las hembras dejarían de mostrarse interesadas, y tú al mismo tiempo perderías
el interés por oler chochos de perra y orines de macho con olor a testosterona.
Sin huevos todo perdía el sentido y después te ponías gordo como el hombre que
te había arrancado los huevos. Lo normal es que pasaras unos días deprimido,
aunque a veces la cuestión se prolongara durante semanas o meses o hasta el
mismo día de tu muerte. Esto me había relatado mi amigo, que ya era viejo y
hacía años que le habían arrancado los cojones. Él era un perro grande que
antes presumía de haberse follado a muchas perras y de tener unos huevos
grandes llenos de esperma con el que seguro habría fecundado a más de una
hembra en celo. Me dijo que desde el día en que se quedó sin huevos, no había
uno solo en el que no hubiera pensado en suicidarse. Cuando le sacaban al gueto
hurgaba con su hocico entre la basura en busca de objetos punzantes o cortantes
que tragarse y acabar de esta forma con su vida miserable. Pero la castración
es un mal menor comparado con lo que suele pasar después. Durante una semana me
pusieron un collarín que me impedía mover el cuello y lamerme las heridas de
mis recién arrancados cojones que al cicatrizar picaban más que las putas
pulgas. Gloria me sacaba al parque. Al acercarme a alguna perra ésta me
ignoraba. Solo encontraba apoyo entre los otros machos castrados como yo.
Observábamos de lejos cómo otros perros que no habían cumplido todavía el año
jugueteaban en torno a las hembras con sus esbeltos y prietos cojones. Nuestro
único consuelo era pensar en que tarde o temprano a ellos también les
arrancarían los huevos y sufrirían como nosotros, marginados y privados del
placer que supone cogerse a una hembra. El destino de un perro castrado está
abocado al fracaso más absoluto. En pocas semanas pierdes toda vivacidad. Te
deprimes. Tiendes a tener pensamientos confusos, incluso acaba por gustarte la
comida basura de la que hablé antes. Pierdes el interés por toda clase de olor.
La vida no tiene sentido sin huevos, esa es la cuestión, como me confesó mi
gran amigo.
Once.
Dragos, otro de los perros con los
que solía juntarme en el gueto, además de carecer de huevos, también se había quedado
ciego. Se trataba de un caniche enfermo y anciano. Lo que nos contó me dejó
pasmado. Cuando su dueño mantenía relaciones sexuales le gustaba meter a Dragos
en la habitación. Ver fornicar a humanos es lo más degradable que existe.
Gloria fornica con machos y hembras por igual. A veces me quedo observándoles
tratando de recordar mi primera vez, pero el sentimiento de repulsión que
experimento me priva de toda capacidad. Cuando la visitaba el gorila solía
meterme debajo de la cama o ladraba para que me dejaran escapar de allí. El
gorila la montaba de cualquier forma y ella gemía como mil perras de Laconia.
Ambos blasfemaban. Raras eran las veces que no se abofeteaban o escupían
encima. Hubiera deseado ser ciego como Dragos para no presenciar tales actos.
El negro era gigantesco, sus espaldas inmensas y musculadas abarcaban todo.
Gloria solo era una pequeña paloma pálida entre las garras de aquel cernícalo
furioso de cráneo pelado y deforme. Dragos nos contaba que a las hembras con
las que se acostaba su amo les gustaba que les lamieran las partes íntimas. Él
las vendaba y obligaba a Dragos a chupetear aquel órgano húmedo y abierto cuyo
sabor, según lo describía, era semejante no al bacalao, sino al olor que
desprende una olla hirviendo de ropa interior. A veces ese órgano también
contenía rastros de sangre. Cuando esto sucedía, el acto en sí no le disgustaba
tanto, porque era como chupar un hígado crudo de vaca, decía Dragos. Las
hembras humanas enloquecían de placer con la lengua de Dragos.
Doce.
Debido a la falta de ánimo por
carecer de testículos, a veces me pongo a filosofar. La otra noche en el gueto
no me relacioné ni con perros ni con humanos. Me retiré a una esquina del
parque y me dediqué a observar a los humanos y a los perros. A veces pienso que
tener perros es parecido a tener hijos retrasados. Los perros son, por norma
general, unos animales tontos, unos babosos de mierda con mirada de gilipollas.
Dicen que somos el mejor amigo del hombre, pero en el fondo no somos más que
una mierda a los que pasado un tiempo nos arrancan los huevos. A nosotros los
perros se nos han atrofiado los instintos. A mí no me hace ni puta gracia que
traten de jugar conmigo, hay que ser un auténtico negado para salir corriendo
tras un palo o una pelota. ¡Anda que se jodan y nos devuelvan nuestros
cojones!
Trece.
No es nada fácil mear para un perro.
Mucho menos cagar. Uno se siente jodidamente vulnerable a la hora de cagar o
mear cuando te están observando. Hay que buscar el sitio adecuado. Hay que
seguir un rastro hasta aquel lugar en el que la mierda de instintos que tenemos
nos dicen: “adelante, aquí puedes depositar tus necesidades fisiológicas, sucio
animal de mierda”. No me hace ni puta gracia hacerlo a la fuerza. Prefiero
cagar o mear en casa, donde estoy más tranquilo. Eso de que me recojan la
mierda me da un asco que no puedo. La mierda que sale caliente de mis entrañas
desprendiendo vapores nauseabundos y que Gloria recoge entre arcadas
envolviéndola en una bolsa de plástico. Pienso a menudo en el desgraciado que se
levanta muy temprano para vaciar las bolsas de caca que se acumulan en las
papeleras del gueto.
Catorce.
Odio ser un animal doméstico. Muy
raras veces sueño, pero cuando lo hago sueño que persigo a algún pajarillo o a
algún gato. Sueño que le atrapo entre mis fauces y le arranco la vida a
mordiscos rememorando nuestro pasado salvaje de lobos. Pero lo que más me gusta
soñar es que no me han arrancado los huevos y me cojo a una buena hembra. Sueño
con ser viril y tener cachorros. Con ser un padre de familia que,
posteriormente, cuando su progenie crezca, pueda reproducirse a su vez con sus
cachorras y engendrar nuevos vástagos nacidos todos de una sola estirpe
propagando de esta forma y durante muchas generaciones la raza única. Pero lo
cierto es que soy un perro miserable, un chucho asqueroso mezclado al que le
quedan por vivir todavía muchos años lamentándose de su condición de eunuco. Me
gusta imaginar cómo sería mi padre. Como se cogería mi padre, vagabundo y
aventurero, a la perra de mi madre. Me imagino el polvo del que fui engendrado
para después contemplarme a mí mismo aquí encerrado, entre estas cuatro
paredes, junto a Gloria, haciéndole compañía durante años, pensando
exclusivamente en tirarme por la terraza y descansar en paz.
Quince.
Otro día en el gueto. Solo que ahora
nos han segregado a una parte del parque cercada por una valla metálica
precedida por un cartel que pone: Solo
perros. En este corral de cuadrúpedos caninos idiotas hay dispuesta una
serie de bancos donde se sientan nuestros dueños. Hace ya mucho que desistí de
oler el culo o el sexo a un semejante. Ahora únicamente reflexiono, distante,
apartado, como ha de hacerlo un buen filósofo, aunque sea un perro. Veo cómo
juegan los perros, cómo se huelen y agitan sus nerviosas colas, cómo hurgan en
la tierra y levantan una polvareda asfixiante que a mi edad soy incapaz de
soportar. Estúpidos. También observo a los humanos conversando o poniéndose
ebrios con litronas que envuelven en bolsas de plástico, como cacas, mientras
se fuman unos cigarrillos. Pienso que en ese instante no hay ninguna diferencia
entre unos y otros. Es entonces cuando me percato de que, de repente, son los
propios humanos los que se ponen a cuatro patas dispuestos a olerse y lamerse
los culos y los sexos. Los que se suben los unos a los otros babeando y
emitiendo incomprensibles ladridos. Los que hurgan en la tierra o sacan las
lenguas babeantes para que los perros, sentados todos ahora en los bancos que
antes ocupaban sus amos, les lancen palos y pelotas mientras balbucean
borrachos: “Buen chico, buen chico. Tira a por ella”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario