La muerte es un sueño en el cual queda
olvidada la individualidad: todo lo demás despierta de nuevo, o más bien
sigue despierto.
Schopenhauer
Todo cambió desde el momento en que observé cómo se retorcía el cordón
umbilical de mi hermana. Me encontraba en una sala desinfectada con olor a
amoniaco irradiada por una luz antinatural que te cegaba los ojos. La misma luz
que deben contemplar los muertos en su ascenso al cielo o los moribundos que
regresan del mismo y al despertar experimentan la pureza implacable del foco de
un quirófano. Estábamos a finales de julio del noventa y cinco y en aquel
hospital aún no sabían lo que era el aire acondicionado. Mi madre acunaba entre sus blancos, enormes y
robustos brazos a una niña recién nacida que padecía estrabismo a causa de la
ingente cantidad de anestesia que le habían inyectado durante el parto.
Dieciocho horas después de las primeras contracciones, mi madre había parido a
esa niña de pelo negro y encrespado que mamaba apaciblemente recostada en su
seno. Gotas de sudor se deslizaban como tímidos riachuelos por el rostro de mi
madre hasta alcanzar la barbilla, dónde se detenían antes de saltar al vacío y
estallarse contra la constreñida frente de mi hermana. Con la tez descolorida y
arrugada, los ojos negros y el pelo de punta, mi hermana parecía haber sufrido
mucho durante el viaje a través de las entrañas de mi madre. Con el paso de los
días su piel fue cogiendo color y sus ojos comenzaron a mirar más fijamente, y
se tornaron de un color azul intenso al mismo tiempo que su pelo se volvió
rubio y abundante. Sin embargo, la imagen de su cordón umbilical dando
coletazos involuntarios como los espasmos de una serpiente a la que le han
aplastado la cabeza es algo que jamás podré borrar de mi memoria.
Desde entonces hasta que cumplí los trece años mis padres me enviaban todos
los veranos a casa de mis tíos, que vivían en una retirada y tranquila zona
residencial compuesta de edificios blancos y hermosos jardines ubicada a las
afueras de Majadahonda. A pesar de ser inspectora de hacienda, mi tía era una
mujer generosa y encantadora, solía llevarme al cine los fines de semana y
después a comer hamburguesas. Mi tío era un neurótico que tenía pánico a viajar
en avión, razón por la cual se había dedicado al diseño y la construcción de
barcos. De niño me enseñó a montar en bicicleta y a jugar al tenis, y cuando me
hice mayor me instruyó en el arte de beber wiski. Mis primos eran mucho mayores que yo, y por
razones que nunca he sabido, no se dirigían la palabra. A ambos les debo mucho
de lo que soy ahora. Gracias a mi prima, por ejemplo, profeso un amor
incondicional por la natación ya que todas las mañanas nos íbamos a nadar a la
piscina comunitaria. Aprendí a tirarme de cabeza y a mover con sincronización
los brazos y los pies. Después nos tirábamos en la toalla y me hablaba de sus
relaciones sexuales mientras yo contemplaba anonadado el movimiento oscilante
de sus tetas, que se antojaban más gordas bajo la tela mojada del bañador, a
través del cual se insinuaban unos pezones prietos y rosados. Ella fumaba boca
arriba exhalando el humo del cigarrillo que ascendía lentamente hasta
confundirse con las propias nubes, y en muchas ocasiones le pedía que me echara
el humo a la cara pues el aroma del tabaco siempre me había resultado delicioso.
Mi primo dormía hasta pasada la hora de comer, después me dejaba entrar en su
habitación repleta de posters de los Judas Priest y el muñeco diabólico.
Los estantes estaban forrados de libros sobre batallas de la segunda guerra
mundial y también tenía una pequeña colección de soldados en miniatura de la Wehrmacht.
Toda la obsesión que conservo actualmente sobre cualquier aspecto bélico de la
historia la engendré durante aquellas inolvidables tardes que pasaba encerrado
en la habitación de mi primo. También tenía una tarántula enorme y peluda que
dormitaba en un pequeño terrario de cristal, así como escorpiones, lagartos y
una serpiente de coral. A veces recorríamos todas las tiendas de animales del
centro en busca de grillos y ratones que después echábamos a sus reptiles. En
una ocasión se le escapó la serpiente. Durante varios días no supimos nada del venenoso
reptil, al cual imaginábamos muerto o extraviado de forma remota en alguna
estrecha y oxidada cañería del edificio. Sin embargo, una mañana nos
despertaron los aullidos desgarradores de la presidenta de la comunidad, pues
una culebra de llamativos colores había asomado su cabeza por el retrete y le
había mordido en una de sus nalgas. Por fortuna los colmillos del ofidio no
alcanzaron a traspasar ni un milímetro las curtidas nalgas de la presidenta,
pues gracias a las productivas horas que había permanecido sentada frente al
televisor siguiendo el inagotable argumento de las telenovelas de verano, su
culo se había vuelto más duro y resistente que el propio cuero.
Los años fueron pasando y los estragos del tiempo afinando nuestros defectos.
Una vez se jubilaron, a mi tía le salieron más arrugas y las piernas se le
cubrieron de varices. El médico le aconsejó que dejara de fumar y saliera a
pasear al monte. Sin embargo, cuando dejó de fumar le cambió por completo el
carácter y ni si quiera ir al cine o asistir a restaurantes de comida basura
resultaban lo suficientemente estimulantes como para sacarle una sonrisa. Tan
desesperados estábamos todos que le suplicamos que volviera a fumar con la
esperanza de que recuperara su envidiable armonía, y cuando empezaron a notarse
los primeros síntomas de mejora sufrió un infarto que la dejó postrada en una
silla de ruedas. Mi tío dejó de jugar al tenis el mismo día en que se propuso
dar rienda suelta al ininterrumpido crecimiento de su barriga y se dedicó casi
por completo al ejercicio de beber wiski. Por otro lado, su neurosis
hipocondriaca se extendió más allá de los aviones y dejó de comer hongos y
otros alimentos que, como él decía, pudieran contener gérmenes y microbios
perjudiciales.
⸺Existe un hongo ⸺me dijo una tarde en el club
mientras tomábamos un wiski⸺, que es capaz de inocularse en tu cerebro y
controlar todo tu sistema nervioso.
Yo asentí y alcé mi wiski con intención de brindar por su voluntad de vivir,
pero mi tío retiró instintivamente su copa y me advirtió de la posibilidad de
que intercambiáramos microbios, por lo que era mejor ser precavidos. Yo no
podía entender por qué tenía ese pánico tan injustificado con respecto a los
microbios, si luego se pasaba doce horas al día rodeado de viejos que se
hablaban muy de cerca esputándose unos a otros como imbéciles.
Mi prima emprendió una gran diversidad de estudios en los que no llegó a
prosperar en ninguno. Después de haber vivido un tiempo en Portugal, conoció a
un chileno casado y con hijos y con el que se fugó a Brasil en busca de un porvenir
diferente al que le aguardaba como amante y futura diana de los dardos
venenosos de sus hijastros instruidos por una madre resentida y celosa. Sin
embargo, la vida con el chileno resultó ser un auténtico desastre. El chileno
era un borracho que se gastaba todo el dinero que le enviaba la inspectora de
hacienda en mezcal y prostitutas. Tiempo después regresó a Madrid y se preparó
las pruebas especiales del cuerpo de inteligencia, y una vez hubo superado las
pruebas físicas la desestimaron por detectar durante un test psicológico cierta
propensión a la psicosis y la paranoia. Frustrada en lo sentimental y en lo
profesional, optó por terminar económicas y al poco tiempo consiguió un trabajo
mal remunerado y a media jornada que por lo menos le permitía permanecer
espaciosas temporadas fuera de casa. Mi
primo jamás consiguió terminar la carrera de arquitectura y fue aquejado de una
ceguera prematura que terminó por invalidarlo. A consecuencia de la ceguera
progresiva que sufría se tornó cada vez más solitario y huidizo. A penas salía
de su habitación, y cuando lo hacía era sólo para comer o ir al baño. Cuando
venía la familia a visitarlo rehuía de nosotros como si trajéramos la peste.
Los recuerdos que conservaba de nuestra amistad durante mi niñez fueron
desvaneciéndose poco a poco hasta resultar inexistentes. Todos sus animales
murieron, y tanto sus libros como la colección de soldados en miniatura de la
Wehrmacht fueron devorados en la hoguera que prendió mi tío bajo el
pretexto de que el polvo acumulado en los libros y las figurillas era la causa
de toda la desgracia que se había cernido sobre su familia.
A veces, cuando visitaba a mis tíos, que cada vez eran más ancianos, percibía
esa nostalgia enfermiza que experimenta uno al recordar su infancia. El orden
aparentemente inalterable de las cosas, los mismos elementos decorativos sobre
la repisa como aquella familia de elefantes de madera que obtuvo mi tío durante
una subasta en Argelia, los cuadros colgando ligeramente torcidos de las
paredes con gotelé del salón, libros que jamás se han leído ocupando el mismo
espacio de los estantes, las viejas fotografías de mis tíos recién casados, tan
jóvenes y risueños que parecían inmortales.
Hacía años que no veraneaba en casa de mis tíos, pero no hacía mucho había
regresado de una larga estancia en el extranjero y me había instalado en
Madrid. Todos los domingos solía visitarlos y nos íbamos a comer al club, donde
independientemente del menú del día, siempre pedíamos la tarta de queso
galardonada recientemente con un prestigioso premio nacional. Después de la
comida me sentaba con mis tíos en la terraza del club orientaba frente a la
piscina. Me resultaba placentero tomar unas copas después de la copiosa comida
en el club mientras fumaba y charlaba con mis tíos. A lo lejos se extendía el
pinar que rodeaba la urbanización cuyo reflejo podía discernirse nítidamente en
las tranquilas aguas de la piscina perturbadas únicamente por el paso eventual
del cercanías. Mi tía observaba ensimismada la superficie lisa de la piscina
desde su silla de ruedas y me pregunté si acaso sus articulaciones podrían
reaccionar ante el hecho de arrojarla al agua o si por el contrario se
resignaría a morir ahogada. Mi tío bebía wiski mientras que yo me decidí por el
coñac. Conforme fue transcurriendo la velada la botella se fue vaciando al
mismo tiempo que la luz de la tarde declinaba sobre un horizonte cada vez más
oscuro. Contemplaba el líquido ambarino de mi copa y progresivamente noté los
efectos del alcohol en mi sangre, primero como ráfagas repentinas de calor que
me sacudían las extremidades y me golpeaban en la sien, después por una más que
plausible inutilidad en mis movimientos. A veces derramaba parte del líquido o
se me desprendía el cigarrillo de los dedos provocándome pequeñas quemaduras. La
lengua se me enredaba con frecuencia entre los labios profiriendo palabras
ininteligibles. En un momento dado, mi tío se fue a la barra a por otro wiski y
regresó cogido por el brazo de otro borracho.
⸺Mira ⸺me dijo mi tío⸺. Te presentó a un amigo.
⸺Hola ⸺dije alzando la copa derramando parte
del contenido sobre las insensibles piernas de mi tía.
⸺Hola ⸺respondió el viejo con voz carrasposa.
Al estrecharle la mano noté sus dedos huesudos y pringosos. Entonces me miró
sutilmente por encima de las gafas de sol y sus inmensos ojos pardos se posaron
sobre mí tristes y acuosos como los de un sapo deslumbrado. El viejo a un
conservaba parte del cabello, aunque totalmente blanco. Tenía una complexión
atlética, provisto de anchas espaldas y porte erguido. Llevaba un polo de
Lacoste de color rosa y unas bermudas blancas que contrastaban con el bronceado
de sus piernas. En la muñeca derecha portaba un ostentoso reloj de plata.
⸺Este es mi querido amigo, el soltero de oro ⸺insistió
mi tío.
El viejo tomó asiento frente a mí privándome de las hermosas vistas del
atardecer. Yo me encendí un cigarrillo con la mala suerte de que se me resbaló
de entre los dedos y cayó en mi pantalón haciéndome un agujero.
⸺¡Mierda! ⸺exclamé⸺. Era el último…
El viejo me sonrío mostrando una dentadura bien cuidada, aunque podría
también tratarse de una ortopédica. Me extendió un Marlboro.
⸺Gracias. ⸺balbuceé.
Mi tía permaneció inmutable ante el recién llegado, ni si quiera se viró mínimamente
para ver de quién se trataba. Seguramente no le interesaba. Posiblemente habría
perdido el interés por el mundo y todo cuanto en él acontecía puesto que en la
situación en la que se encontraba era comprensible que la vida le pareciera una
auténtica mierda. Tan sólo observaba el agua como quien se estuviera adentrando
en una profunda y sosegada meditación.
⸺¿Por qué el soltero de oro? ⸺pregunté
intrigado.
⸺¿De veras te interesa conocer mi historia?
⸺No sé si especialmente ⸺repuse tranquilo.
Después le di una buena chupada al cigarrillo y observé el humo danzar entre
mis dedos hasta que se desvaneció en el aire⸺. Pero está claro que si te has
sentado delante de mí y eres amigo de mi viejo tío, que en lugar de decir tu
nombre te ha presentado como “el soltero de oro”, es natural que toda situación
anterior se vea encubierta por tu llegada. Además, tampoco recuerdo de que
estaba hablando antes con mis tíos, posiblemente de nada. De cualquier forma,
como te estaba diciendo, la raíz de mi interés hacia tu persona no radica en
algo especial, simplemente se trata de mera curiosidad.
Durante unos segundos nadie dijo nada. En cualquier caso, mi tío pareció
alterarse ya que no tardó en levantarse a por otro wiski.
⸺Está bien ⸺repuso el soltero de oro.
⸺Ah sí. Ya me acuerdo de que estaba hablando
con mi tío. Resulta que él tiene setena y dos años ⸺mirando a mi tía⸺. ¿No es
cierto? Sí. Tiene setenta y dos años recién cumplidos. La cuestión es que yo
voy a hacer veintisiete el mes que viene, es decir, que nuestras edades se
verán invertidas igual que cuando cumplí dieciséis años y mi tío sesenta y uno.
Ambas situaciones constituyen aspectos muy significativos de nuestra
existencia, pues hemos encontrado puntos de conexión entre nosotros que
demuestran que la edad es solo una perspectiva según el orden de los números. Esto
nos merece una buena celebración. Es más, ⸺continué apurando el cigarrillo⸺. Es
un hecho verídico el que lo estábamos celebrando…
Tuve la sensación de que el viejo me escrutaba fijamente, pero a diferencia
de antes, las gafas de sol le cubrían por completo sus enormes ojos de sapo, y
por tanto era imposible averiguar si de alguna forma trataba de desafiarme. Bebió de su gin-tonic pausadamente.
⸺Tengo más dinero que todos los miembros de
esta urbanización. Si quisiera podría comprar el Club y todo el coñac ese que
te estás bebiendo. Podría comprar la misma piscina e incluso hacer más feliz a
tu tía con una silla motorizada. Podría hacer feliz a cualquiera y satisfacer
todos los caprichos de una buena mujer, pero es una decisión inquebrantable que
no quiero casarme ni compartir nada de mi patrimonio. Los que son inmensamente
ricos como yo están destinados a vivir solos y ser enterrados con todo su
dinero. No tengo hijos ni familiares. Soy el último de mi estirpe y aunque no
lo fuera jamás dejaría escrito ningún testamento. Tampoco quiero donarlo a
ningún tipo de fundación benéfica. Quién sabe si acaso no habría de necesitar
ser rico en la próxima vida. Dicen que en la antigua cultura mesopotámica no
existía el cielo, tan solo el infierno. Pero había la posibilidad de vagar
eternamente en una especie de reino intermedio entre la vida y la muerte. Sin
embargo, sólo aquellos que gozasen de una inmensa fortuna podrían permitírselo
realmente. Los difuntos de las familias pobres pasaban como mucho un par de
semanas errando sin rumbo por la aldea asustando a los niños, pero cuando las
provisiones de aquellos eran consumidas finalmente, el muerto no tenía más
remedio que arder en el infierno.
El soltero de oro hizo un amago de peinarse. Esperó pacientemente mi
respuesta, pero a esas alturas me sentía tan ebrio que sólo me entraron ganas
de soltarle la dentadura de un puñetazo. Contemplé mis manos magulladas y
repletas de ampollas a causa de la ceniza que había desparramado. Luego miré a
mi tía, pero no vi más que una estatua rígida e inexpresiva, un montón de materia
inútil que sólo aguardaba a que una voluntad inmensamente poderosa o divina la
arrojase a lo más profundo de la piscina. Reí en silencio como el ciego de mi primo.
Me viré hacia mi tío y no alcancé a ver más que una sombra borrosa acodada en
la barra del bar. Nuevamente concentré mis ojos en el soltero de oro, sin duda
alguna me estaba retando, y a pesar del estado de impotencia en el que me
hallaba sumido, lo cierto es que en mi fuero interno ardía una furia incontenible.
Quise añadir algo, pero tan solo emití un gemido de borracho. Limpiándome el
sudor que me bañaba la frente y con un gran esfuerzo por hacerme entender,
finalmente logré decir:
⸺Aunque la misma circunstancia podría volver a
darse cuando yo cumpla treinta y ocho años y mi tío tenga ochenta y tres.
⸺Deberías mostrar más respeto por alguien más
viejo y rico que tú ⸺dándole un contundente sorbo a su copa⸺. Este es el gran problema
de la juventud, que no muestra respeto por estar demasiado acelerada. Los jóvenes
consideráis que el mundo es sólo vuestro. Cunado uno se hace viejo te das
cuenta de que lo único que debes hacer es conservarte lo mejor que puedas. La
senectud es el mayor de los males, una enfermedad terrible y eterna. En unos diez
años pensarás lo joven que eres ahora. Pero en veinte años te darás cuenta de lo
joven que eras entonces. Todo es cíclico. Las generaciones están intrínsecamente
conectadas. Esto es tan cierto como que mañana seguiré siendo inmensamente
rico. Cuando nací ya era rico, aunque no lo supiera, como tampoco habría de
saber que mi padre abandonaría a mi madre después del parto. Luego mi madre se
volvió paranoica y tuvieron que internarla. Sin embargo, ya era tan rico
entonces como ahora. En una ocasión un niño se río por lo vieja y demacrada que
estaba la calavera de Atahualpa. ¿Sabes qué le respondió ésta? “Que su risa era
inútil, pues yo he sido lo que tú eres del mismo modo que tú serás lo que yo
soy”. Después le tocó reír a Atahualpa.
Entonces me vi a mí mismo en la sala de hospital con mi madre y mi hermana
recién nacida. ¿Dónde estaba mi padre? En todo este recuerdo hay algo que no
encaja. Veo a un niño con lágrimas en los ojos aterrorizado por el movimiento de
un cordón umbilical. Lleva puesto un abrigo de invierno de color amarillo, sin
embargo, estábamos a finales de julio del noventa y cinco y en la tierra en que
nació mi hermana hacía más de cuarenta grados a la sombra.
⸺Pero todo volverá a repetirse cuando yo haga
los cuarenta y nueve y mi tío tenga noventa y cuatro. Aunque en este caso sería
un milagro que viviera…
Fue entonces cando me percaté de que mi tío había regresado a la mesa. Le
observé detenidamente y le vi más agotado y hundido que nunca. Tenía la mirada
perdida en el fondo de su copa y el semblante pálido.
⸺Cuando mi madre murió
heredé toda su fortuna. La guerra había estallado y tuve que exiliarme en México.
A pesar de todo el dinero que tenía siempre fui una persona solitaria. Hubo
muchas mujeres mayores que quisieron casarse conmigo o hacerse pasar por mi
madre, pero ya por aquel entonces tenía la firme convicción de que no me
casaría, de que siempre sería un “soltero de oro”.
Las copas vacías comenzaron a vibrar sobre la mesa y el cercanías atravesó
la llanura emitiendo un gran estruendo. Cerré los ojos por unos instantes y pensé
que algo no iba bien. Los focos de la piscina estaban encendidos, pero más allá
la oscuridad era sobrecogedora. El soltero de oro me observaba impasible, se
había colocado las gafas de sol sobre la cabeza y me miraba fijamente.
⸺¿Dónde se han ido mis tíos? ⸺farfullé preso
del pánico.
Los ojos del soltero de oro se habían reducido hasta desaparecer de sus
cuencas, que, al mismo tiempo, se habían vuelto más huecas y profundas. Toda la
carne de su cara iba perdiendo densidad y un aspecto cadavérico comenzó a
dibujarse en su rostro hasta transformarse en una auténtica calavera.
⸺¡Atahualpa! ⸺exclamé
aterrorizado.
En ese instante el viejo se me echó encima y los dos rodamos por el
entarimado de la terraza. La dentadura ortopédica del soltero de oro se había
enganchado a mi nariz y el sabor cobrizo de mi propia sangre alcanzó mis
labios. Traté de deshacerme del viejo propinándole un buen empujón, pero él se
mantenía firme sentado sobre mi pecho obcecado en destrozarme la cara con sus
uñas. Escuché gritar al desalmado viejo millonario blasfemando como un demonio
contra mis tíos. Un golpe en la cabeza me privó del sentido durante unos
segundos. Las lágrimas inundaban mis ojos y me impedían distinguir las siluetas
de las personas que se congregaban en torno a mí formando un círculo de curiosos
expectantes…
⸺Acabo de ver a la muerte con mis propios ojos
y su mirada estaba vacía…
Me hallaba sobre un lecho de
cristales rotos. La mesa y las sillas volcadas por el suelo. No recordaba
demasiado bien todo lo que había ocurrido. El reflejo de las luces de una
ambulancia recién estacionada tras la verja del recinto me liberó del estupor.
Entonces decidí incorporarme y lentamente me acerqué dando tumbos al borde de
la piscina. Cuando asomé la cabeza hacia el interior descubrí el cuerpo inerte
de mi tía flotando en sus aguas oscuras.