La familia Ivánovitch
había atravesado muchos problemas
últimamente. Y
yo cada día me sentía más extraño y de
un buen humor
inmejorable. Hace
dos semanas que mi novia transexual me había cancelado como novio
bajo la excusa de: “te avergüenzas de mí, porque no me dejas ir a
tu casa para hacer el amor”. Su trasero era delicioso y su polla
pequeña. Sus pechos hormonados me seducían y su rostro era dulce y
hermoso. Me llevé una gran decepción. Por eso decidí dejar de
tomar el tratamiento.
Mi padre era un
homosexual reprimido autoritario
y silencioso, pero también
terriblemente homófobo y
racista. Era
europeo. Mi madre era una suelta adúltera
con arrugas y tendencias lésbicas no
admitidas que le chupó la polla a un pobre sudaca que casi termina
muerto por la paliza que le pegó mi padre;
y mi hermana estaba confundida respecto a la vida, la propia
importancia de los valores familiares y el
amor. Mientras
que yo sólo era
un desequilibrado mental enamorado de la muerte algo
resentido con la gente y con mi propia familia.
Es cierto que sufrimos malos tratos, y que
papá en arrebatos de locura o simplemente sinceridad brutal,
había abusado de nosotros; pero nada de eso importaba porque la
familia aún se mantenía unida, aunque se tambaleara y
pendiera de un hilo. Sólo bastaba alguna catástrofe o que alguien,
simplemente perdiera la cabeza –no me miréis a mí, yo todavía
pienso en Natalia– . Además
los trapos sucios siempre se lavan en privado, o al menos eso me
decían en casa.
Antes de escuchar
la primera y última voz que me indicó el camino hacia la grandeza
y, por ende, a la autodestrucción yo era
un zombie atiborrado a fármacos mentales.
Una voz tan hermosa me hacía llorar de
emoción cada vez que blasfemaba, me insultaba o se reía de mí. La
voz de una auténtica deidad. No hablo de Dios, hablo de una deidad
mucho más poderosa y mucho más generosa.
Cuándo uno madura se da cuenta que todo
tiene dos caras… Por un lado está la
familia y por otro está la aniquilación.
Había tomado varias tazas de café y por eso me
resultaba imposible dormir. Además del reciente accidente de tráfico
que habían sufrido mi padre y mi hermana. Todo se confabulaba para
no dejarme descansar. Yo estaba en casa de mi madre por motivos muy
distintos a los de dar apoyo moral. Aunque
esas bestias sólo se encargaban de minimizarla, humillarla y
gastarse todo su dinero en caprichos. No voy a mentir, mis padres
están separados. Mi padre se había
estrellado en una curva, y resultó herido de
gravedad junto a mi hermana. No soy un hijo
ni un hermano despreocupado y egoísta, fui a verlos al hospital.
Aunque por dentro me reía de ellos. Mi
hermana tenía moretones por toda la cara y al intentar evitar el
choque se lesionó
las muñecas contra la bolsa salvavidas. Mientras que mi padre sólo
presentaba una fractura a la altura de las cervicales. Fractura
que con el paso de los días se catalogó como letal. Probablemente
no volvería a caminar. Entonces, dado todo esto no tuve más remedio
que ir a casa de mi madre a contarle las buenas nuevas. Ella
no era rencorosa, sólo se preocupó por su hija y de mi padre no
hizo ningún comentario. Eran noticias
tristes, pero de igual modo, ¿qué podíamos hacer ante los
caprichos de la vida? La mitad de mi familia estaba convaleciente
y la otra mitad éramos una señora que encontraba paz en la
meditación y alguna que otra tontería supersticiosa como
ángeles guardianes, etcétera. El
último sano de la familia era yo. ¿Por
qué? Porque no me dolía nada. Aunque era un
muchacho con trastornos mentales, perturbado, adicto al porno,
rencoroso y que se había quedado sin amigos de verdad, salvo uno
que, de verdad, no lo digo por mentir, no me
conocía al completo cómo para juzgarme.
Mientras que mi hermana curaba y mi padre se acostumbraba a su nueva
vida como inválido, yo revisaba en el cajón de mi madre su ropa
interior. Seleccioné varias tangas de hilo. No por morbo, ni por
provocación, sino por saber si teníamos la misma talla. A fin de
cuentas si ella era tan puta cómo para ponerse esas tangas de hilo,
yo podía ser el doble de puta cómo para llevar tanga y encima no ir
depilada
Mi madre dormía a las 5:30 de la mañana, hora a
la que suele despertar. Mientras que yo me fumaba diecisiete
cigarrillos juntos (no a la vez, sino uno por uno), ella dormía. Fue
entonces cuándo me acerqué a ella, a su cama, y me senté a su
lado. Y luego encendí la lámpara y aguardé unos segundos.
Inspeccioné la hora, faltaban 30 minutos para que despertara. Y
mientras me cuestionaba por qué me había tocado ser un perturbado y
por qué estaba enamorado de mi hermana, por qué odiaba a mi padre
más de lo que podía amar su recuerdo… me fijé en que mi madre
roncaba con las manos juntas como rezando.
Sus párpados cerrados y estirados, como dos pétalos blancos y
perfectos. Su nariz delicada y hermosa. Sus
labios allí tentándome, llamándome, insinuándoseme… Toco
la navaja en el
bolsillo de mis pantalones.
Pronto, me digo, pero hoy no, pronto; pero hoy no. Contente.
Me acerqué a su hermoso rostro indefenso:
madre paridora de infelices egocéntricos,
narcisistas y
arrogantes... Para después con mucho
cuidado acercar mi boca a su boca y besarla. Separarme después
rápidamente para que no despierte con mi
rostro encima suyo. Pero no puedo alejarme de ella, se le ve tan
perfecta inmóvil, quieta, perpetua. Por eso mismo ansío verla
dormir durante toda la eternidad, que el tiempo, los chivatos,
vecinos, amigos, novios, perros y parásitos nos permitan. Suspiro y
me muerdo la lengua. Luego espero a que su reloj suene, la espero
contemplándola. Y luego veo como sus ojos verdes despiertan, se
arrugan sus párpados, bosteza, estira los brazos, me sonríe y me
pregunta que si he dormido. Le miento, “algo” le respondo. Y
durante ese instante perfecto logro ver lo más bello del mundo que
no es otra cosa que contemplar cómo despierta del sueño una madre a
la que amas. Hasta casi me muerdo la lengua
al pensar en arrancarle los ojos con la navaja, cuándo en realidad
lo único que quiero es que me deje entrar dentro de ella y esparcir
mi savia en su concha experta y madura.
No lo hago siempre pero la espío mientras se
cambia de ropa en su cuarto. Con mucho tacto,
no quiero asustarla.
Quiero que me ame más allá de los límites de la realidad, de la
moralidad, de la belleza… más allá que la familia y sus trágicos
errores. Quiero que me haga el amor, que me folle, que me sodomice,
que me obligue a tragarme mi propia sabia blanca; y deseo que ella
mee en mi boca, separar sus nalgas y lubricar su ano hasta que éste
rojo y abierto me indique el camino hacia el manjar. Y luego, con
mucha ternura indicarle que puje, y que de su culo nazca una hermosa
serpiente de mierda que busque mi
boca, mis ojos y
mi polla. Quiero,
como un niño que juega con arena o pasta de plástico... jugar con
sus heces para que vea que la acepto más allá de todos los límites
morales y humanos.
Sólo la perfección que nace del coño y el culo de un madre con su
cría pueden hacerle frente a Dios.
Cuándo vivía con mi padre la rutina diaria era
cocinar, verle una o dos horas, volver a verle, pero esta vez
desaparecer. Salir yo a la plaza a fumar marihuana con dos
chiquillas, regresar, evitarnos, ningún comentario. Pero a la vez
había algo de ternura en él. Mientras que en el amor de mi vida que
es mi hermana sólo había frialdad y descrédito. Con el tiempo
empecé a cogerle asco a mi padre. A su rostro, a su voz, a su
moralidad, a sus tripas, y a su corazón; y
sobre todo, a su polla. Por eso cuándo se
estrelló en la curva (yo no estaba con ellos porque me dijeron
expresamente que no podía ir) sentí algo nuevo. Por un lado, la
oportunidad de salvarlo de ese desastre y por otro la ocasión de
vengarme de él. Sobre mi hermana prefiero no
hablar, pero dado que esta es una confesión antes de mi
suicidio intentaré contaros un poco sobre
el romance que mantuvimos mi hermana y yo. Romance que se torció
cuándo conoció a un muchacho en su universidad que le eclipsó la
cabeza y la volvió, lo que se considera, una completa estúpida. Y
pensar, tristemente, que el último recuerdo que tendré de ella es
el del abuso a sus agujeros mientras convalece
en la cama de la
habitación… qué desgracia que todo se acabe tan rápido, qué
desgracia que ella ya no me quiera de la
misma forma que hace 10 años cuándo sólo
éramos niños lamiéndonos nuestros genitales,
pero nuestros besos eran tan intensos que no puedo hacer otra cosa
que llorar por dentro. Porque Alice, todavía te amo con
toda mi alma. Un amor tan intenso que terminará por matarnos.
Salí a dar un paseo y decidí que a
papá le iba a romper el cuello con un
martillo. A mi madre la iba a estrangular
con las cuerdas del sótano.
Y a mi hermana la iba a extorsionar
y manipular para
que huyera conmigo. Pero huir a dónde, si todo es tan previsible y
todo es tan poco anónimo en estas 7 putas
islas de mierda. Así que entendí que la
única forma de huir con ella era matándola también. Lo
cuál me dolía especialmente, pero no del todo. Ya que, en el fondo,
todo se reducía satisfacción sexual y poder sobre los demás.
Demonios, cualquiera diría que no tengo corazón. Pero sí lo tengo,
lo tengo clavado en la pared para poder recordar lo que es que te
viole tu propia familia. Sólo quiero sangre para mi cumpleaños.
Desde hace meses que las voces me hablaban.
Mi hermana había curado bien, aunque
todavía padecía dolores en las muñecas y tenía cicatrices por los
cristales en el rostro. Cicatrices que
lamería con amor y le diría que seguía siendo hermosa. Mi
padre tenía una lesión importante y no podía caminar, ni mover los
brazos. Me preguntaba entonces cuando la eutanasia se volvía
entusiasmo. Mi madre era la que mejor vida llevaba, explorando las
playas de Fuerteventura y arrojándose al mar para nutrirse con su
magia mística. Por otro lado, yo estaba en casa de mi padre espiando
a mi hermana por la rendija del picaporte del baño, viendo sus
nalgas blancas y carnosas, y
su coño casi virginal.
Sus pechos firmes y su cabello mojado... cuándo mi padre me pilló
en el asunto y me llamó al orden. Me giré y le pregunté que qué
demonios quería,
a lo que él me pregunto, casi rogando, que qué hacía. Le dije que
simplemente estaba viendo por el cerrojo cómo
se masturbaba mi hermana. Su rostro se puso
rojo y casi poniéndose de pie y estirando los brazos –claramente
sólo fue un espejismo– intentó algo.
Pero la verdad es que sólo logró atropellarme con su silla
motorizada. Pisándome los pies, a lo que, sujetándole de los
hombros y recordando mi infancia feliz le enfundé un cabezazo tan
fuerte que lo hizo retroceder. Y gemir de
dolor. Después me disculpé, “lo
siento papá, había olvidado que eras un deshecho humano tullido y
paralítico”, luego le dije que no se
metiera en mis asuntos. Él calló por
miedo y por puro instinto supe que también
lloró por dentro.
Lloró porque era una basura en silla de
ruedas. Porque mi padre se había vuelto,
de ser un arrogante narcisista violador,
un trapo de nervios manchado de semen de
negro arrojado a una papelera para
sidosos.
A menudo me pregunto por qué tengo tanto sexo
metido en el cerebro. Será porque a los seis años, un hombre del
cuál prefiero no mencionar su nombre, me obligase
a seguir el camino hacia su pene, y que con
mis dientes de
leche sobara su glande rojo y perplejo. La pregunta que me hago desde
hace mucho tiempo es, a pesar de ese abuso,
¿la violación repetida en un varón lo vuelve homosexual, o el
primer contacto lo hace un pobre maricón sin perdón?
Porque pese a amar a Alice, desearla y follarla; hay días que no
puedo evitar sentirme tentado por ser sodomizado. Con las piernas
abiertas y las plantas de los pies hacia el cielo mirando
a ese Dios homosexual
que se folla ángeles negros,
con el ano húmedo por mi saliva viscosa, y
una gran polla hebrea entrando y saliendo por mi agujero, hasta que
el dolor sangrante se
convierte en vivo placer prohibido y
delicioso. Esperando como un perro
hambriento que su semen se esparza
por dentro de mí recto,
preñándome y dejándome con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque
claro, después de esa mierda,
el impulso sería el de cortarle la polla al gitano ese que me tienta
y me pervierte sólo por el nacimiento de una terrible equivocación.
Yo no quería tener estas inclinaciones. No
soy homosexual, sólo feminista.
Le digo a mi hermana que tenemos que salir a hacer
la compra, ella asiente con la cabeza algo disgustada, le digo que
puede conducir ella el coche de papá, que para cuándo volvamos todo
irá mejor. Le digo que me espere en el coche, pero ella me dice que
las muñecas todavía le duelen demasiado. Le respondo que entonces
conduciré yo. Pero que espere abajo. Ella obedece con gesto de
desapruebo. También le digo que coja una
chaqueta y algo de ropa. Me mira extrañada, pero le hablo fuerte y
claro y ella no tiene más remedio que obedecer.
Luego voy a la cocina de gas, y la enciendo, soplo con fuerza para
apagar la llama y que el gas siga bailando como
la muerte baila para los vivos, por dentro
de la cocina. Veo a mi padre ser tan
poca cosa que me duele el corazón. Porque
aunque ese bastardo me sodomizara lo sigo amando. Lo
miro a los ojos, luego le confieso: papá, a los 12 años follé con
Alice. Fue nuestra primera vez. Y eyaculé
en su boca y ella se lo tragó todo. Y no te confundas no pensó en
ti. Sino sólo en mí. En su hermanito. Las
siguientes veces nos escondíamos de ustedes, pero
siempre lográbamos saborear nuestros líquidos. Papá está rojo de
ira, celoso y atormentado. La verdad es que
pretendo recuperar su corazón, por más cristalizado que esté. Tú
la has vuelto un hielo con tetas, papá.
Mi padre no dice nada, sólo tiene el gesto
desencajado, huele el gas, me mira con los ojos rojos y me pregunta
si esto es lo que realmente quiero. Luego, me agacho hasta ponerme a
su altura y le susurro: “lo que quiero es que no me hubieras vuelto
maricón con tu sucia polla de suizo gigante con seis años”, mi
padre se pone morado y empieza a llorar. Luego continúo: “y ahora
sólo puedo alimentarme de cosas sagradas, aunque alguna polla sí
que me como, en honor a ti, puto cobarde maricón”. Silencio.
“Quiero que sepas que hoy vas a morir, pero no es nada personal, es
que, simplemente estoy harto de ti, así cómo se harta la gente en
las orgías o en las reuniones familiares, si tuviera algo de amor
propio te mataría yo mismo, pero dejaré que el fuego lo haga, y que
tú decidas cuándo” Luego con una expresión de paz y amor hacia
Dios le doy a mi padre una caja de cerillas y una botella con
alcohol. “Lamento el frío” cojo su cuerpo y lo pateo hacia el
suelo, acto seguido lo arrastro hacia la pared de la cocina y lo dejo
sentado frente al gas. “Si realmente fuera malo, papá, hace tiempo
que te hubiera reventado el culo con mi propio
puño, pero fíjate que sólo te reclamo
sobre las circunstancias en las que nos
conocimos”. Escucho el claxon. Me giro
hacia mi padre, me arrodillo y le doy un beso en la boca. Mezclando
nuestras salivas, mientras una lágrima cae de mi ojo derecho. Guardo
la navaja roja. Hazte
un favor y muere rápido. Porque el fuego
es insoportable, como lo es el lugar al que irás. Luego,
con algo de rabia y algo de desconcertante
amor le digo, casi deleitándome y elevando
mi alma, casi perdonándolo: “nos veremos
en el infierno, papá,
yo tampoco estoy limpio”.
En cierto kilómetro y a cierta hora, una casa en gran canaria
explotaría por una fuga de gas, sólo se encontró un cuerpo, el de
un hombre de unos sesenta años carbonizado que, entre lo que pudo
rescatar el equipo de bomberos como prueba, en sus bolsillos había
un reloj medalla que tenía grabado en metal: “Sólo Dios puede
juzgarnos”. Un regalo que su propia madre inmigrante de mierda le
había hecho al cumplir la mayoría de edad. La foto que guardaba
dicho reloj estaba negra por el fuego. Pero era la de su difunta y
suicida hermana. También se descubrió que el fallecido no tenía
lengua. La interrogante que tenía la policía era por las
habitaciones que había en la casa, tres en total, y también, sobre
todo, el hecho de que la silla especial para inválidos estuviera en
el salón, en lugar de servir de reposo del anciano carbonizado.
También, según las investigaciones, y después de apagar el fuego,
comprobaron el buzón del 2A. Comprobaron los nombres allí
aparecian, y que pertenecían a esa casa. Sergei Ivánovitch hijo.
Junto a Alice Ivánovitch hija; y también Alekséi Ivánovitch Padre
y otro cuarto nombre, pero esta vez tachado a rotulador con bastante
énfasis: Almira de Ivánovitch Madre. Todo esto hizo sospechar a la
policía que no se trataba de un accidente. Pero para cuándo llegó
dicha policía yo y mi hermana estábamos de camino al puerto. La
idea era viajar a Lanzarote y empezar una nueva vida en una casa
blanca y poder tener un perro y criar algún hijo, pero por puro
capricho mío nos desviamos del camino. Las horas del reloj cuentan
una historia, y los dedos y dientes que tengo necesitan tu piel,
Alice.
Aparqué en un hostal de mala muerte y le dije que
teníamos que quedarnos unos pocos días allí. Mi hermana no
entendía nada, me dijo que eso no iba a pasar, que quién iba a
cuidar de papá. ¿Y tu madre? –le pregunté. Ella es una puta y no
quiero saber nada de ella. –bueno –le dije. Tú también eres
bastante puta, lechera.
Se giró hacia mí y con los ojos llenos de furia y vergüenza
me respondió que todo aquello era cosa del pasado. Entonces con
delicadeza y firmeza la cogí del cuello y la empujé contra la
pared. Luego le susurré que su
papá estaba
muerto. Que se ha
suicidado el muy maricón. Alice abrió los ojos como si fueran a
explotar o a hincharse y evaporarse por los cielos, luego empezó a
sollozar. Me cabreé muchísimo. Porque no soportaba verla llorar. La
cogí del cuello, pero esta vez haciéndole daño. Y mientras lloraba
no pude sentir nada más que auténtico amor por
ella. Luego le susurré que no llore. Pero
ella seguía llorando. Tengo un plan, le dije. Además, por mucho que
quisiéramos a papá sabes de sobra las porquerías que nos hizo. Lo
de tu aborto. Lo de los moretones. Lo de mojar la cama aún cuándo
tenías 17 años. Después, entre risas, no te prometo bragas
limpias, pero si una lengua áspera. Muy
áspera. Alice se secaba las lágrimas,
mientras en su rostro se dibujaba la expresión más hermosa que
había visto en mucho tiempo: una expresión
de temor pero de confianza en que todo iría bien.
Luego, la llevé a mi pecho, y mientras ella me miraba a los ojos, yo
sellaba mis labios con los suyos. Recuperando así, algo que nos
había arrebatado la propia vida: el libre albedrío y la seguridad
de acompañarnos toda la vida. Porque no había nada más sagrado que
una hermana y un hermano juntos en una misma cama. Abrí
las piernas de mi hermana, separé sus bragas y empecé a lamer como
un gato. Ella todavía sollozaba, pero me sujetaba del pelo mientras
que su flujo me recordaba al néctar de los dioses. Una voz en mi
cabeza, pero no hice caso, y seguí lamiendo hasta que ella se corrió
en mi boca y yo limpié todo el almíbar ácido de su hermoso coño.
Yo había llegado a gran canaria justo dos días
después de asesinar a mi madre. La contemplé durmiendo varios días
seguidos, le hice el café, preparé el desayuno y hasta completamos
una sopa de letras muy especial que me había obsequiado. Pero el
peso de la perversión, de la enfermedad y de la carne es demasiado
fuerte. Nadie lo sabe pero he dejado de ir al psiquiatra desde hace 6
meses. Ya no me pinchan los malditos
antipsicóticos, y por fin puedo conversar
libremente con las voces del abismo.
No tomo el antiepilépitco tampoco y desde que dejé de inflarme a
mierda química mis deseos de suicidarme son cada vez más ligeros,
casi como un enamoramiento por convicción sobre la muerte y los
autores malditos. Porque en realidad más que enamorarme de la carne
humana, la piel, los pies, y los culos; de la primavera; y las
perversiones, yo estaba enamorado de las larvas, los enemigos y sobre
todo, de la muerte. La perspectiva de la vida adquiere otro matiz
cuándo no estás muy ocupado pensando en cómo matarte. Luego
recuerdo las veces que mi madre intentó suicidarse. Y las ves que
papá intentó huir de nuestra familia. También recuerdo muy bien el
linchamiento que le propinó al amante peruano de mi madre. No somos
perfectos. Pero somos familia. Aunque todavía a día de hoy sigo sin
entender por qué mi madre sentía tanta atracción por un sudaca
marrón de dientes podridos, mal aliento y de polla ridículamente
pequeña. ¿Quizás sería por la sencillez con la que la trataba o
porque, entre otras cosas, le ofrecía algo que nadie más podía
ofrecerle: la seguridad de que nunca sería abandonada? Cómo sea,
cuándo descubrí la casita del peruano llevaba una botella con
gasolina y un pañuelo y pude, aunque sea, quemarle el coche.
Luego salí corriendo mientras pensaba en nazis, ukranianos, y perros
de caza. ¿La guerra? Un enamoramiento
peligroso, sodomitas y soldados llorando.
Mientras mi madre dormía, yo me relamía. Trituré
6 ansiolíticos
diferentes y los
mezclé con el café de media tarde. Y se lo di a beber, me dijo que
le sentó mal algo y que tenía mucho sueño. Le dije que estaría
bien que durmiera pronto para que así pudiera ir a dar clases
tranquila y llena de energías, que yo me encargaba de barrer el
salón y mantener la casa en orden. Ella me lo agradeció. Me dio un
beso en la mejilla y se fue a dormir. Lo siento tanto, pero
ya es pronto. Eres la mujer más especial
de mi vida, pero no estoy enamorado de ti, sólo estoy ansioso por
probarte, corromperte y destrozarte. Cogí unas cuerdas que encontré
en el garaje y suavemente fui creando un cúmulo de cuerdas que
desembocaban en una terrible cuerda gorda que le impedía separar los
brazos. Apresuradamente, con el resto de la cuerda até cada uno de
sus pies a la cama, dejando su coño en bragas a mi merced. Me
acerqué a su boca y empecé a besarla con el amor de un hijo
desviado. Pero ella despertó y aterrada empezó
a gritar y a revolcarse sobre la cama, hasta intentó arrancarme un
trozo de labio. Pero yo no podía dejar de mirar a sus ojos. También
pensaba en mi hermana, que si este era el camino de la redención,
del perdón de Dios, de la malicia humana, que si las bombas
explotan, que si mi padre está completamente muerto. Que si Alice me
está esperando. El amor de un hijo es inexplicablemente sacrilégico.
Saco de mi bolsillo una navaja y rasgo
sus bragas, que están meadas por el miedo. También noto que le
cuesta respirar y que llora agitada desesperada y que empieza a rezar
como si Dios fuera a ir contra la propia naturaleza de un depredador.
Luego empieza a gritar como loca pidiendo auxilio, pero le digo que
se relaje, que se lo haré con el mismo amor con el que me reventaba
los labios a bofetones, con el mismo amor con el que me torturaba en
mi adolescencia. Me acerco a su coño podrido de sesentona
y empiezo a lamerlo hasta que la noto húmeda. Saboreando la acidez
de su orina y de su coño materno. ¿Por qué Dios nos hace nacer del
coño de una mujer y no nos permite volver a ese mismo coño una vez
adultos? Suspiro.
¿Dios será retrasado mental? Meto mis dedos dentro del coño
adúltero de mi madre. Y luego meto dos,
tres, cuatro, cinco, todo el puño. ¡Quiero que des a luz a mi puño
derecho, mamá! Chupo una de sus tetas y le
digo: “ya soy todo un adulto mamá: vamos a entendernos”. Pero mi
madre no hace más que gritar y maldecirme como se maldice a un hijo
infame. También era cierto que le guardaba rencor porque nunca me
protegió de las inclinaciones de papá. Pero no estoy triste, sé
que ella también sufre, y como hijo de Dios, me encargaría de parar
su sufrimiento. Pero lejos de desagradarme
sus gritos sólo
puedo aliviarme: me encanta verla tan indefensa. Meto
mis dos manos
dentro de su coño.
Y grito excitado y salvaje, morado y
brutal: “¡Pariste a un hijo enfermo! ¡Te exijo que me dejes
volver a dentro de tu coño y me abortes una y otra vez hasta
que aprendas a parir a un hijo sano!”
De súbito me entra una gran tristeza, miro sus
hermosos ojos verdes por última vez y clavo mi navaja en ellos,
derritiendo sus pupilas y licuando en círculos por completo sus
ojos. Que caen como las lágrimas de un santo maldito por Dios.
Porque eso era mi madre, una santa maldecida por Dios, o raptada por
Dios; es decir, por mí mismo. Pero la maldición continúa porque
grita con más fuerza, pide ayuda, me condena al infierno y sigue
gritando de puro dolor y agonía. Así que saco mis puños
de su coño y voy al sótano, busco unos alicates y subo a su cama, y
justo antes de sujetar su lengua con los alicates me grita llorando
ojos y lágrimas: “por qué haces todo esto, si sabes que te amo,
eres mi hijo, estás enfermo, estás loco, eres un demonio, que Dios
me mate todos
los nervios del
cuerpo y no sienta nada de lo que voy a
vivir, que Dios se apiade de mí, y de ti,
y que Dios me lleve con él...¡Maldito
hijo de puta, psicópata, satanás!”
–sonriendo, “soy el ángel Gabriel mamá
y vamos a concebir un hijo juntos”.
Pero no puedo dejar de sentirme sorprendido
con tal discurso que le
arranqué la lengua lo más rápido que pude. Y después me bajé los
pantalones, el tanga roja de mi madre que yo mismo llevaba, y con
delicadeza, mientras esa mujer se desangraba, penetré en su cuerpo
maltrecho. Seguí el ritmo hasta que no pude más y al eyacular me di
cuenta que mi madre, por el agobio, la
desesperación y las heridas, había muerto
por un paro cardíaco.
“Al menos murió follando” me dije. La
adúltera. “Al menos murió acompañada
por la persona que más la amó en este
mundo: su propio hijo”… pero todo eso
eran excusas y no eran suficientes como para calmar mis aspiraciones
y verdaderos intereses. Fui a la ducha. Mientras me secaba en el baño
llamé a Alice, le pregunté que cómo estaba, me dijo que bien y
punto. Le dejé caer que iría a visitar a papá dentro de dos días.
Ella me respondió que okey. Luego me puse la ropa de mi madre: su
sujetador, su tanga, su vestido y sus tacones. Me pinté los labios y
los ojos y salí a la calle hecho todo un transexual. Es aquí cuándo
me pregunto de verdad si lo hice por vicio, por arrogancia, por tener
un sentido del humor excelente; o simplemente a modo de homenaje.
A fin de cuentas nada de eso importaba, porque estaba tan
hermosa como mi madre, de hecho, yo era mi
madre. Rebusqué en el bolso de mi difunta
madre, y cogí
dinero y fui a una ferretería. Compré una sierra y abono para
árboles. El dependiente me preguntó si quería llevarme de paso
spray antiparásitos. Pero le respondí que no creía en nada que
dañara la capa de ozono. Que era una transexual
feminista vegana y por lo tanto subnormal. Tampoco creía ni si
quiera en las vacas. El hombre se rió, luego le deseé un buen día;
pero el tipo me dijo que me acercara al desván a
tomar una cerveza. Accedí, y mientras se
acercaba a mí, no podía quitarme de la cabeza a Natalia, después
el viejo empezó a comerme el cuello y
sobar mi polla
mientras me
preguntaba si podía chupármela. Le dije que sólo con una
condición. Hambriento y salvaje me preguntó que qué condición. Me
subí el vestido me puse el tanga a un lado y le susurré suavemente,
que me comiera el culo, pero que lo hiciera suavemente como si fuera
fruta fresca, como si fuera una sandía.
Me arrodillé en el suelo, puse el culo en pompa y el señor empezó
a lamer mi ano, luego mi esfinter
y no pudo contener las ganas de meter uno o varios dedos. Mientras me
relamía de placer escuché cómo se desabrochaba el cinturón y
sacaba su pene. Me giré y vi un pene largo y gordo. Me pregunté por
el sentido de la vida, me pregunté por qué algunas personas tienen
tanta mala suerte, por qué hay injusticias en el mundo, por qué
nadie encuentra paz en sus ridículas vidas. Después sentí una
presión anal que me hizo estremecerme. El viejo empezó a embestirme
mientras yo pensaba en que si Dios existía sólo era una broma de
mal gusto, una chica o un maricón muy
vicioso. Le dije al viejo que me follara
más fuerte y éste lo intentó pero no pudo aumentar mucho el
ritmo... me dijo que le dijera que era su puta. Me empecé a reír a
carcajadas, la puta eres tú le dije, y haciendo
un esfuerzo estomacal expulsé su polla llena de mierda verduzca y
mal oliente. Me puse de pie, y le pegué dos o tres puñetazos bien
fuertes en la cara que
lo desorientaron. Todavía con la nariz
sangrando seguía sonriendo torpemente. Le mandé un beso volado. Me
acomodé el tanga y el vestido, mientras a él le sangraba la nariz a
chorros y el labio partido le hacia tragar
su propia sangre. Tengo que irme, le dije. Y lejos de enfurecerse,
los viejos son gente tranquila, cerró los ojos y me suplicó que lo
dejara en paz, por favor. Que era
suficiente violencia por hoy... Luego, sólo
por hacer una broma, le dije, recuerde señor sodomita, tengo un
sierra, no querrá perder esa hermosa polla de caballo que tiene.
Pero luego cambié de parecer, y me sentí
ofendida mi hombría, así que me abalancé sobre el y empecé a
estrangularlo hasta que perdió el conocimiento. Él forcejeó, pero
yo era más fuerte y más joven. Y una vez hubo caído al suelo me
dediqué a patearle la cabeza hasta que sólo quedó un amasijo de
carne, piel y sangre roja. Pensé para mis adentros que no volvería
a follar con sesentones que me recuerden a mi padre.
Durante el viaje en Ferry me aseguré de atar cabos. Cogí el
teléfono de mi madre y envié mensajes de vacaciones, “peleas”
con gente cercana. Indicios de vacaciones, etcétera. No me
preocupaba mucho porque sabía cómo terminaría todo. Cómo suele
terminar todo. Porque todo siempre termina sin avisar. Porque todo es
finito y decadente. Porque el final de la gente perversa suele ser
puntiagudo y terriblemente solitario. No os confundáis con mi
enfermedad y mi perversión... la familia Ivánovitch tuvo sus buenos
momentos, aunque estaba podrida. Yo siempre quise a mis padres y a mi
propia hermana. Mucho más de lo que se quiere a una esclava sexual.
Vuelvo al hostal con comida caliente. Le digo a mi
hermana que debemos comer. Ella aún está resentida conmigo por la
nimiedad de mi padre y su funeral apresurado. Miro los ojos de mi
hermana. Miro sus labios. Miro su cuello. Miro sus clavículas. Miro
sus brazos. Su cintura. Sus muslos. Y sus piernas. Sujeto su cabeza
con mis manos y ella se estremece. Luego le digo al oído: “he
hecho algo terrible”. Y ella levanta la vista y me eclipsa la
mirada con sus pupilas… trago saliva, estoy nervioso. Me lamo los
labios. La observo, le pregunto: ¿puedo? Y ella asiente con la
cabeza, sello mis labios en su boca. Mordisqueo sus labios, saboreo
su saliva y me retuerzo de felicidad, estoy enamorado. Ella me sujeta
del rostro, me acaricia la cabeza y me sujeta luego, de imprevisto,
del cuello. Me empuja contra la cama del hostal. “¿Qué has
hecho?” me pregunta algo tímida. Con mi mano derecha dibujo un
camino hacia su coño natural y puro. Jugueteo con sus cabellera
púbica y luego con sus labios mayores. Y mientras ella me besa y
deja caer su saliva dulce como las lágrimas de Cristo en mi boca yo
introduzco los dedos dentro de su flor casi extraviada entre
intelectuales indigentes de alma. “¿Qué has hecho?” me vuelve a
preguntar. La miro a los ojos, le bajo los pantalones y las bragas.
La coloco en posición, con el trasero hacia mi rostro y su cara
contra la cama, me humedezco el pene con saliva, lamo un poco de su
coño y empiezo a penetrarla con suavidad hasta que la intensidad
propia del amor nos hace follar con dureza y firmeza mientras lloro
de felicidad. Y mientras eyaculo dentro suyo y ella gime mi nombre y
sus piernas tiemblan yo no dejo de pensar en lo mucho que cansa
cortarle con un serrucho la cabeza a una madre psicótica y católica.
Entre tanto, le susurro al oído: “te voy
a preñar y será el bebé más hermoso de la familia Ivánovitch”.
Después mi hermana se queda dormida a mi
lado y mientras ella sueña y se queda
indefensa saco la navaja, y entre retortijones pienso en un engendro
de hijo, en Dios follándose a una cabra, en mil espectros y una voz
que me dice: “su corazón está maldito”, luego, sin hacer mucho
escándalo clavo con
decisión y fuerza mi navaja en su corazón
para que en otro mundo se reencuentre con las personas que amó y
cuidaron de ella. O al menos, por
desgracia, viva la condena de la soledad en el cielo. La
sangre se esparce
por la cama, y yo, movido por el amor que aún le tengo empiezo a
lamer esa misma sangre azul. Hasta que no puedo tragar
más y empiezo a vomitarla.
Contemplo los dedos de sus pies romanos, y
corto su dedo meñique para que me acompañe allá a dónde vaya. Me
doy una ducha rápida, cojo los billetes, la navaja, un frasco con
droga y salgo de la habitación.
Más tarde, al caer la noche, me doy cuenta de lo
terriblemente solo que me encuentro. Entonces me digo que si Dios
existe es un auténtico perverso como yo, eso me acerca más a él
que cualquier persona del mundo entero. Los teléfonos suenan, por un
lado en la casa de gran canaria buscan familiares del señor Alekséi
Ivánovitch Padre.
Los bomberos hacen una labor impecable. Por otro lado, el novio
sudaca de mi
madre se comunica con a autoridades porque desde hace horas que no
sabe nada de ella. La policía
rompe la puerta de su casa y se encuentran con la escena. El novio de
mi madre desesperado no sabe cómo encajar todo lo sucedido y termina
emborrachándose tanto que… pero
el dolor que le he causado es tan grande que no
desaparece, y termina colgándose en el
sótano de su casa. Babeándose todo el
pecho con saliva hedionda a alcohol. El
hostal está lleno de policías también. Hay una muchacha con una
herida de arma blanca en el corazón, completamente fría y muerta y
con un dedo cortado. Pero del hermano mayor
no se sabe nada. Se inicia una búsqueda y captura para el hijo
mayor, con antecedentes psiquiátricos
llamado Sergei Ivánovitch. Ojos negros, cabello corto, metro
setenta, 80 kilos. No lleva tatuajes. Sin embargo, para cuándo la
policía se acerca peligrosamente hacia mi paradero recuerdo la
conversación con el ruso, 3 gramos de cocaína diluida en agua te
mata, 4 gramos si quieres asegurarte de morir bien rapidito.
Miro al cielo, blasfemo, me cago en Dios y en todo lo que significa
la belleza y la bondad del mundo. Me cago en los psiquiatras y
también en mi propia vida. Voy a una tienda y compro una gorra y una
camiseta negra de manga larga. También un par de zapatos nuevos por
si haya dejado huellas. Cojo la droga, la mezclo con una bebida
energética y camino por la avenida principal, muy tranquilo. Me
encuentro entonces con mis dos amigas. Me dicen que han pillado
porros, que si quiero fumar con ellas –la vida me sonríe. ¿Acaso
esto no demuestra que Dios no existe? ¿O acaso Dios está orgulloso
de mí?– fumamos juntos, les doy un abrazo a cada una y me despido
de ellas. Sujeto cada una de sus manos y les digo que será la última
vez que nos veamos. Me preguntan por qué, y lo único que se me
ocurre decirles es que estoy enfermo y que probablemente en pocos
días muera de una enfermedad desconocida, que hablé con el doctor
esta mañana y que es inminente. Las pobres muchachas se emocionan y
una de ellas se ella a llorar. Luego, para calmarlas, les digo que su
amistad fue lo que me hizo feliz los últimos meses de mi vida. Y
tentado por sus labios me abalanzo hacia ellas para besarlas, pero me
contengo. Lo último que hago antes de irme es decirles: “Cuándo
la noche cae las cucarachas y las ratas salen, pero también la
luna”.
Al anochecer me acerco
al instituto dónde estudié el bachillerato, trepo por una de las
paredes, me la suda la orden de alejamiento que
me puso una directora chupapollas y su compinche una profesora
acomplejada y estúpida, mil veces maldita y de coño con halitosis,
rompo una ventana, logro abrir la puerta y
entro. Busco
el aula de bachillerato dónde cursé filosofía y ética. ¿Quién
me iba a decir que el estudiante más brillante de mi promoción
terminaría siendo un asesino con una ética dudosa y una filosofía
de vida tan terriblemente apabullante que le inclina, sin Dios
quererlo –no creo que a estas alturas a Dios le importe un carajo
nada de esto–, al mal? Al final, todos
tenían razón. Menos la directora y la
perra esa chupa polla de niños con síndrome de down. Estoy
enfermo y soy un monstruo. No tengo
límites, no tengo escrúpulos, no tengo alma...
Me siento en el pupitre del profesor, dejo la bebida con la dosis
letal en la mesa y con una tiza
que encontré en
el borde del pizarrón me puse
a escribir mi mensaje hacia la humanidad:
"Dios es un simio para el hombre"
Luego, con algo de temor burla y una sonrisa sórdida hermosa rota y
acojonada cojo la bebida y me la llevo a la boca; pienso en todo lo
bueno que dejo atrás y en todo lo malo que queda delante de mi
lápida. A fin de cuentas sólo soy un muchacho enamorado de la
muerte. Luego, de golpe, trago un sorbo; y después toda la dosis
letal, y mientras siento el pulso de mi corazón acelerarse, la boca
química ardiendo, euforia, llego a rozar con los dedos los pies de
Dios y de su divinidad… pero con los ojos desorbitados sólo puedo
rogar, aterrado por mi propio final, que el mal y los ángeles negros
del abismo me den la bienvenida que merezco… al ocaso de los
infames, de igual manera que se le da la bienvenida a los muertos de
hambre, asesinos, miserables y enamorados. Y antes de caer en el
sueño eterno de las llamas del Infierno esbozo una sonrisa porque
esa familia estaba podrida y yo fui su salvador.
El frasco cae al suelo, me desplomo en el pupitre
mientras sale espuma de mi boca y con el último gesto de mi alma,
antes de expirar tres veces seguidas levanto la mano hacia el techo
buscando a Dios; y Dios estira su mano hacia mí. Pero no logro tocar
sus dedos y él impávido contempla cómo el ser humano fue su peor
creación. Luego le entra una carcajada y
mientras de sus ojos celestiales caen lágrimas sublimes unos niños
encuentran el cadáver de un psicótico en el aula de bachillerato.